lunes, 18 de diciembre de 2017

El desierto como afasia* Kiju Yoshida




Durante mi viaje por la península de Baja California en busca de las pinturas rupestres, descrubrí un nuevo paisaje emblemático de ese desierto sin topos. Fue el día en que Clemente y yo conducíamos hacia cabo San Lucas: si no me di cuenta la primera vez, tras la inundación imprevista que nos obligó dar marcha atrás, vislumbré en el desierto a lo largo de la carretera, una suerte de monumento. Perfecta en su incongruencia con el paisaje que la rodeaba, de pronto se alzó, abstracta, una escultura dorada. “Es el Trópico de Cáncer” explicó Clemente cuando le pedí detener el coche. A la velocidad que íbamos, el auto se detuvo bastante lejos, pero me bajé a contemplar ese límite lejano. Cuando me alcanzó, Clemente me dijo, con un tono que denotaba su desconcierto ante mi interés: “Raro, ¿no te parece? Toda la ciencia y la cultura de México.” Hasta ese momento yo ignoraba que el Trópico de Cáncer atravesaba ese territorio. Mientras estaba en ese preciso momento sobre ese paralelo, el paisaje ciertamente no experimentaba ningún cambio, pero ese límite visto al pasar parecía aún más solo en medio del desierto. Esa escultura abstracta, señal del trópico, lejos de suscitar ningún “espectáculo” en los que transitan a toda velocidad por la autopista, constantemente debía ser ignorada como algo “raro”, según las palabras de Clemente. “Esta escultura tiene algo de Don Quijote no le parece?, –le dije un poco en broma. Un Quijote que habría desembarcado en el Nuevo Continente como héroe de toda una cultura, junto con los demás en las Naves de los Locos. Él sigue deambulando hoy en el desierto sobre su magro Rosinante.” Entonces mis palabras no dieron en el blanco. Clemente me respondió que esa pasión mexicana por los monumentos lo exasperaba, porque sin duda era heredera de los aztecas y de su idolatría. Mientras yo seguía observando ese borde lejano, el añadió: “Aquí, hay que haber sido masacrado para tener un monumento. Como los de la revolución, como los de Madero, Zapata, Villa incluso Carranza y Obregón.”
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Volvimos al coche y continuamos en dirección a La Paz. Frente a nosotros se desplegaba siempre el desierto con sus cactus. Pero las palabras de Clemente seguían resonando en mi cabeza, me hacían pensar en que incluso en ese desierto de afasia había existido un tiempo en el que se podía leer una escritura incendiaria. La revolución mexicana de principios de siglo en la que Emiliano Zapata, cabalga a la cabeza de los pobres peones del estado de Morelos y Francisco Villa desvía un tren cargado de cañones hacia la ciudad de Torreón. En ese periodo, el desierto mexicano se transformó en un topos consagrado por los ríos de sangre vertidos, cuando lejos en el horizonte, por encima de la capital de México, flotaba, irremediablemente, el “aura” de la revolución. Pero antes el desierto ya había pronunciado algunas palabras. En la época en que con sus arreos y sus armaduras, los adelantados lo recorrieron a caballo, el Nuevo Continente debió ser ante la mirada de los conquistadores una tierra fantástica sobre la que flotaba el “aura” del oro. Cuando para los indios, despojados de sus tierras para servir como esclavos en las minas de plata de las cuales ellos ignoraban todo, el desierto debió haber sido una tierra de indignación y lamentos. Al igual que las estatuas de Zapata y de Villa, las efigies de Moctezuma II o de Cuauhtémoc, símbolos de la derrota de los aztecas, que conmemoran en numerosas ciudades “el espacio fugitivo” de México, nunca son considerados monumentos “raros”. Al convertirse tanto en víctimas sacrificiales, esos hombres habían hecho posible reservar un topos pertinente a la mirada histórica, para conseguir ahí un significado determinado. Mientras que en cuanto al límite del trópico, al contrario se trata de un dato de la naturaleza –la frontera norte de la zona en la que el sol aparece en el zénit–, nada más que un puro signo numérico: 23º 27’. Por lo que, me resultaba imposible ignorar, al igual que Clemente, que no se trataba sino de la aplicación insignificante de un saber científico. En efecto, el límite del trópico estimulaba tanto mi imaginación que este se alzaba como un estela conmemorativa “inútil”. Esta “inutilidad” monumental es una expresión que tomo prestada del ensayo de Roland Barthes dedicado a la torre Eiffel. Establecer una comparación entre la torre Eiffel de París, que conmemora la fortuna más feliz y la estela del trópico de Cáncer perdida en el hermoso entorno del desierto de Baja California, quizás no tenía mucho sentido. Pero para conjurar la afasia en la que caía ante la planicie y su silencio, sin duda necesitaba penetrar aun más en la inutilidad del límite del trópico, partiendo del desierto mismo.
Como se sabe, la torre Eiffel era un monumento doble, edificado para el centenario de la Revolución francesa y al mismo tiempo para la Exposición universal que consagró la revolución industrial. Y como su diseñador Gustave Eiffel se las arreglaba para fundir y ensamblar los metales, se esperaba de ella que fuera un templo de la ciencia, un símbolo del progreso, elevado al cielo. Pero según Roland Barthes, “el sentido gratuito de la obra […] es analizado según el uso”. Hubo un tiempo, en el que la torre de Babel, elevándose cada vez más alto con el fin de dialogar con Dios, se vio liberada de su uso para alcanzar la eternidad cuando numerosos pintores lo adoptaron como objeto predilecto, en cuanto ella testimonia el sueño de ascesis de los hombres, símbolo de la inutilidad. De la torre Eiffel, construida un siglo antes de conseguir su emancipación final en la inutilidad, Barthes dijo que de esa manera ella adquiere una presencia ambigua: “un objeto que uno ve, una mirada que es vista”. Ella cumple una función andrógina, al concentrar dos miradas contradictorias: una eminentemente activa, como por ejemplo la del ojo o del objetivo de una cámara fotográfica, destinadas a ver las cosas sin nunca llegar a conocer su propia mirada; la otra, pasiva, la de un espectáculo ciego a sí mismo, ofrecido a la mirada del otro. La torre con ese carácter ambiguo opone a aquellos, tan íntegros, a los que les resulta imposible no otorgarle a todo un significado único, una perfecta gratuidad: algo abierto. Seguramente los hombres, como decía Clemente, debían hacerse masacrar para que les hicieran un monumento sublime. El silencio de la muerte al definir el valor de los sacrificios, hace que su signo plástico cobre un sentido pleno, casi inmarcesible, una utilidad que los hombres reciben gratamente. Pero la torre Eiffel no es esa tumba del signo, ella flota en la ambigüedad y en la dualidad de su mirada, tanto que al intentar atribuirle un sentido simbólico, la vemos alejarse irremediablemente para desplegar sus metáforas ilimitadas.
En el capítulo de “la inutilidad”, como lo sugiere esta escultura parecida a un móvil, el límite del trópico apenas escapa de un sentido y un uso construidos, en tanto que ella era, desde el principio, el signo puro de un saber científico. El axioma según el cual el eje de rotación de la Tierra y su órbita de revolución forman un ángulo de 23º 27’ era una verdad tan indiscutible como antes lo había sido el que desde lo más alto de la torre de Babel se podía escuchar la voz sagrada de Dios. Liberada de un significado determinado, ¿el límite del trópico podría adquirir la ambigüedad necesaria para ser a la vez “una cosa y una mirada”? ¿Sería posible encontrar en ese monumento perdido en medio del desierto, esa categoría nueva de “la abstracción concreta” equivalente en el sentido contemporáneo de las estructuras que llamamos “cuerpos de formas inteligentes?” A menos de que el acercamiento a la afortunada y feliz torre Eiffel a este límite en los confines de Baja California no sea un completo disparate.
Si al ofrecerse a los ojos del mundo, la torre Eiffel se afirma más como un cuerpo de formas inteligentes, la escultura vertical del trópico de Cáncer es vista en tan pocas ocasiones que ella actúa simplemente como un ojo aislado, permanentemente activo. Todo esto aviva en mi el interés. ¿Hacia dónde dirige entonces su mirada obstinada el límite del trópico? Hacia el desierto, hacia ese lugar sin topos: dirigido hacia el horizonte sofocante de afasia, ese monumento abstracto habla un lenguaje pleno de “inutilidad”. Sin embargo, al tratarse del llamado de un signo puro, sin ninguna relación con el desierto que lo rodea, al tratarse de una mirada gratuita, ¿acaso su nacimiento –por la reacción entre el desierto y el límite del trópico– se debe a un nuevo proceso imaginario? 
En otro ensayo “La imaginación del signo” Barthes pospone las expectativas de un “símbolo” de los colores pasados a una imaginación alcanzada por el signo y el significado con el fin de desarrollar la siguiente tesis. La cruz, símbolo del cristianismo, el muro de los Federados, símbolo de la Comuna de París, todos esos signos simbólicos fueron aprehendidos según un tipo de imaginación que implica la profundidad del sentido. Entre el “significante” que constituye la cruz, o ese muro, y el “significado” del testimonio divino, o el del amor a la patria, existen las mismas relaciones verticales, fijadas en el mundo, aisladas, correctas, que se comunican entre ellas por medio de las raíces que sus significados despliegan en profundidad. Claro, a partir de esas raíces crece un árbol cuyos extremos incluso sus ramas están constantemente inundadas por un mismo contenido semántico, hasta que el mundo se vuelva un sistema y nos despojen de nuestra libertad. Contra esta conciencia simbólica descolorida, Barthes anhela activar un cambio a favor de una conciencia paradigmática, capaz de resucitar la imagen viva de ese mundo de hoy sistematizado. La conciencia alcanzada por ese tipo de significado, en contraste con la verticalidad de la conciencia simbólica busca la horizontalidad de una relación analógica, de la que Barthes escribe:
“La conciencia paradigmática […] es una imaginación formal; ella ve el significante (la cosa que posee las características del signo) unido, como de perfil, a unos significados virtuales de los que a la vez se encuentra próximo y distinto; ella no ve (o ve menos) el signo en profundidad, lo ve en perspectiva; también la dinámica que está ligada a esta visión es la del llamado; el signo está citado fuera de un lugar acotado, ordenado y este llamado es el acto emancipado del significado.”
Ese monumento en medio del desierto, no sé por qué, anima mi curiosidad, despertaba en mi ese tipo de conciencia  paradigmática. Pero en esas condiciones, sin duda era contradecir La Torre Eiffel de Barthes. En efecto, cuando la torre Eiffel elogiada en el mundo entero, conserva la perspectiva de una postal y que al ser símbolo de París responde en su profundidad a un significado común, el límite del trópico, al elevarse en el desierto como un signo puro sin nexo alguno con el motivo concebido por el escultor, despertó en mi una forma de imaginación analógica o para decirlo de una manera más estructural, homológica. Esto podría haber tomado la forma de una metáfora con aires de ocurrencia –“el vagabundeo de un Don Quijote anacrónico que desembarcó de la nave de los locos”: en cualquier caso, como dice Barthes, en el fondo de ese proceso de formación semántica, el límite del trópico, en tanto que “cosa que funciona como signo”, “unid[a] a unos significantes virtuales de los que [ella] a la vez se encuentra próxim[a] y distint[a]” pudo provocar en mi, entonces sumergido en un estado de afasia, un trabajo de metaforización. Aquí, ese signo “a la vez próximo y distinto” era sin duda el desierto atópico de México, la afasia de su horizonte sin límites. Para decirlo de otra manera, mientras que yo recorría ese desierto y lo aprehendía a través de la escritura de su historia, intentando discernir en el soplo del viento las voces silenciosas de los indios, sin darme cuenta había dejado de mantener con esa historia una relación diacrónica, e inconscientemente comprendí la llanura como un signo. ¿No estaba a punto de suceder una suerte de revelación, capaz de curar las heridas afásicas inherentes a la relación que yo mantenía con ese país y a su ausencia de todo “espectáculo”?
Acaso, ¿al pasear su Quijote por la landa española, el mismo Cervantes no consiguió capturar esa landa, ahí bajo su mirada, como un signo? En la primera parte de su novela, en virtud de la relación homológica que establece con los U-topos de los libros de caballería de la edad Media, ese caballero anacrónico de la Mancha puede atravesar libremente ese espacio como un teatro-en-el-teatro. Pero en la segunda parte, su imaginación paradigmática se hace más intensa, de manera que, a partir de entonces, sustituye el espacio de la novela que está escribiendo con la misma llanura por la que comienza a errar. Cuando el verdadero Don Quijote descubre la novela Don Quijote, que en ese momento se está imprimiendo en un taller de Barcelona, comprendemos lo que era realmente la landa ahí descrita. Cervantes no era un hombre que soñara con un inmenso Yggdrasil, sistemático y organizado por el significado. El mundo es un tejido de relaciones, hecho de una gran cantidad de signos y en la medida en la que él se impone a sí mismo la tarea de capturar los nudos homológicos así como las metáforas, el autor del Quijote se convierte en nuestro contemporáneo.
Sin duda, a partir de ahí es imposible hablar del desierto como un síndrome de afasia, ni siquiera como un horizonte atópico. Liberado de la irreversibilidad del tiempo y de la escritura de la historia, silenciosa y diacrónica, la tierra mexicana comienza a pronunciar algunas palabras. «Bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas», como escribió Lautréamont originario de Montevideo; y gracias al encuentro entre el límite del trópico en tanto signo y los cactus también resucitados en tanto signos, en mi se desvelaba una imaginación homológica, de manera que el desierto al horizonte se revelaba entonces como un “espacio fugitivo” a “la espera de un espectáculo”. Convirtiéndose de pronto en un presagio, ese encuentro imprevisto tendría, sin yo saberlo, consecuencias reales. En efecto, esta revelación influía en mi mirada y me disponía a ver al día siguiente las imágenes capturadas de los frescos milenarios del museo de La Paz así como de la pieza de los presos del centro penitenciario. Y ese desierto-signo había hecho posible que pudiera percibir el espectáculo o el topos, ya que un meta-espacio fascinante había cobrado vida en él.
Mi viaje por la península de Baja California se convirtió de esta manera en el encuentro de un meta-espacio insospechado con su terreno de juego. El meta-espacio de una “diferencia”, el que los hombres prehistóricos debían percibir cuando imitaban los signos dejados por sus ancestros. El meta-espacio de una “homología”, cuando en el transcurso de la obra de Berta, fue necesario ser consciente de que el espectador que yo era, se veía a sí mismo cosido por esos prisioneros semiotizados en un nudo de paradigmas. Al igual que el desierto me revela un meta-espacio. Pero una vez más, no se le puede considerar un espacio real oculto que sostiene el espacio de la realidad visible, donde la mirada se entretiene sin restricciones. Al percibir diferentes espacios, el hombre podrá intentar asirlos como a otros “no lugares”, pero no descubrirá en ellos el concepto o la sustancia capaz de proveerle las claves de lectura. El “meta” del meta-espacio es siempre la marca de lo que Derrida llama “diferencia”, que no designa un ser metafísico o una trascendencia que inunda todo el espacio con su verdadera luz. Sujeto por la mirada, un meta-espacio se da siempre como virtualidad. En tanto uno no se esfuerza por descifrarlo, permanece en un profundo estado de letargo, incapaz de producir el más mínimo espectáculo. Sin embargo, no por haberlo descifrado el espectáculo está garantizado. Espacio pausadamente fugitivo, que parece juguetear lejos de nuestra mirada mientras que nosotros intentamos aprehenderlo, mundo de un sueño apenas disipado de un teatro dentro del teatro. Para describir con mayor precisión ese meta-espacio indeciso, que flota sobre la superficie de lo real, sin duda podríamos  acercarlo a lo que la lingüística plantea como “metalenguaje”.
“Las lenguas se diferencian esencialmente por lo que deben expresar, y no por lo que pueden expresar”: gracias a esta proposición, Roman Jakobson, quien reformó una lingüística excesivamente esclava del significado de las palabras, ilumina el metalenguaje de una manera sugerente. A través de la distinción establecida por la lógica moderna entre lenguaje-objeto, hablando de objetos y el metalenguaje, haciendo referencia del lenguaje mismo, se había tendido a creer en la supremacía del segundo, mientras que él garantizó la lógica del primero. Pero Jakobson también rechaza la metafísica del lenguaje.
“El metalenguaje no es solo una herramienta científica necesaria (del lenguaje de lógicos o lingüistas) sino que también juega un papel importante en el lenguaje de todos los días. Como el señor Jourdain hacía prosa sin saberlo, nosotros practicamos el metalenguaje sin darnos cuenta del carácter metalingüístico de nuestras operaciones.”
El metalenguaje es un lenguaje que hablamos todos los días de manera inconsciente, lejos de un lenguaje frío que sería el fundamento de la lógica, de un lenguaje verdadero oculto en sus profundidades. Jakobson lo expresa bajo la forma de una parábola humorística: ¿nos hace falta –como a Jourdain el personaje del Burgués gentilhombre, extasiado al darse cuenta de que hace prosa de forma innata– maravillarnos de poder conversar en la vida diaria por medio del metalenguaje? En otros términos, cuando, siguiendo a Jakobson, uno le pregunta sin pensar en ello a su interlocutor: “¿qué quieres decir?” el emisor del mensaje y su destinatario se aseguran inconscientemente que ambos hablan según el mismo código léxico. Ese lenguaje o código, comprensible al mismo tiempo por el locutor y el interlocutor, en la medida en que –independientemente de su existencia real– responde a los deseos de uno y otro y puede convertirse así en ese lenguaje fugitivo a la espera del espectáculo. No un lenguaje frío, Atravesado por una lógica cuyo papel sería el de salvaguardar el lenguaje común, sino una “diferencia” que adviene por primera vez a la conversación y produce en ella un aspecto vivo, para llegar más lejos, como una forma de comunicación llevada hasta su más alto grado de intensidad, el alzamiento del telón de un teatro dentro del teatro.
Como si se conformara con el metalenguaje lo que tiene de “meta”, un meta-espacio flota al ras del espacio usual, de manera que ambos son las dos caras de una moneda, unidas sin que pueda abrirse ningún espacio o intersticio. Cuando uno visita una ciudad desconocida, lo que permite aprehenderla como ciudad “de ningún lugar” es el ajuste entre el código que emite ese espacio y el código preestablecido de quien lo recibe, es decir, el trabajo efectivo de una función metalingüística. Excepto que en esas condiciones, las posiciones del locutor y del interlocutor no están definidas tan claramente como en la conversación. Puesto que yo mismo soy quien conversa con el espacio en su alteridad y el metalenguaje podría convertirse en un monólogo sin que por ello se produzca un cambio en su función. Así, el emisor no es esa ciudad extranjera en sí: es mi cuerpo que conforma un cara a cara, en tanto él está cosido al tejido de relaciones del mundo, es mi cuerpo el que produce el ser extranjero en dicha “ciudad de ningún lugar”, para construir conmigo mismo, que soy su destinatario, un “lugar” a descifrar, el espacio diferente de su “diferencia”. En ese sentido, la función metaespacial no solo es estimulada por el extranjero: actúa de la misma manera frente al espacio indolente de lo cotidiano. Ante este último, familiar a mi cuerpo, yo adopto la posición del emisor, para iniciar un proceso de “extranjerización”, proyectando mi cuerpo –como envuelto por las costuras del mundo– fuera de su apacible sueño.
El que yo haya percibido esta tierra mexicana como un desierto de afasia se debe, tomando prestadas las palabras de Jakobson, a la pérdida en mi de toda función metalingüística. Aplastada bajo el peso de la historia, la de la conquista que los blancos llevaron a cabo hasta la disolución del aura propia de los indios y que yo me obstinaba por encontrar con una mirada diacrónica, mi afasia provenía de lo que el desierto me imponía como obstáculo, con su profusión de “significado” tan alejado del desierto mismo en su absoluta normalidad, escamoteando todo código, toda conversación metalingüística. No se trataba de una pérdida de la palabra, tal como la encontramos en el afásico –“conozco esa palabra, pero no lo comprendo”, sino la alteración de mi capacidad para construir enunciados que combinen las palabras en frases vivas, como consecuencia a la restricción que yo mismo me impuse al obviar cualquier metáfora portadora de un nuevo significado. Un imperio del “significado” construido sin mi conocimiento en el desierto de México. Pero de cara al despotismo del significado, Roland Barthes también espera del metalenguaje la posibilidad de una regeneración. A diferencia de Jakobson que se interesa en el metalenguaje en tanto código de comunicación, Barthes intenta más bien extraer una estructura metalingüística en el mismo lugar en el que se produce el sentido. Para él, que padece tal aversión por el autoritarismo del significado, un “significado” se compone siempre de una meta-estructura “significante/significado”, y ese segundo “significado” contiene en otro nivel, como una puesta en abismo, su propia meta-estructura “significante/significado”. Así mismo, la articulación del “significante” y del “significado”, en el seno de esta estructura infinita de cajas, nos protege contra la inmovilidad del sentido y su devenir autoritario, para abrir a nuestro antojo el lugar siempre vivo de la formación del sentido. Pero lejos de hablar idílicamente, Barthes afirma paradójicamente que ese lugar es también un cementerio, en donde el sentido continuamente encuentra la muerte. Por lo tanto, esa muerte masiva de los significados está estrechamente unida a la regeneración del sentido. Para decirlo con otras palabras, la estructura de cajas chinas del metalenguaje permite “diferir” la extensión masiva del sentido, de manera que precisamente en el hiato sin intervalo en el que la vida se cruza con la muerte se encuentra el lugar en el que el sentido cobra forma. A semejanza del metalenguaje, un meta-espacio es un topos vivo. Al mismo tiempo en que sella la tumba de un considerable número de espacios, abre uno en el que sin cesar se producen espectáculos vivos. Pero también un lugar U-topos, está siempre por descifrarse, y ese desciframiento debe realizarse eternamente, de manera que desde el punto de vista de la historia diacrónica, un meta-espacia solo podría ser “fugitivo.”
En las notas acerca de lo infraleve que nos dejó Marcel Duchamp también se intenta pensar el meta-espacio en lo “efímero”. Ese extraño neologismo de infraleve concebido por el mismo Duchamp sugería un meta-espacio indecidible y un “desajuste” en el “infra” infinito de su “levedad”. Leamos de nuevo las palabras del artista:
“Infraleve (adjetivo) no nombre –no hacer nunca de ello un sustantivo.”
“Pintura sobre vidrio/ vista del lado no pintado/ da un infra/ leve.”
“2 formas moldeadas en el mismo molde (?) que difieren entre sí por un valor separativo infra leve. Todos los “idénticos” por muy idénticos que sean, (y cuanto más idénticos son) se aproximan a esta diferencia separativa infra leve.”
“A flor.”
“Al intentar poner una superficie plana/ a flor de otra superficie plana/ se pasa por momentos infra leves.

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*Traducción María Virginia Jaua

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