domingo, 29 de abril de 2018

La pintura “inmoral” que descubrió a la primera manada hace más de un siglo

La pintura que descubrió a la primera manada hace más de un siglo
La pintura que descubrió a la primera manada hace más de un siglo



El cuadro fue censurado por inmoral el mismo año en que se mostró en público, en 1906. Antonio Fillol retrató una rueda de reconocimiento de una violación a una niña. 

Antoni Fillol, “PINTOR INMORAL”. Así, mecanografiado en la cartela, junto al cuadro retirado y herido de muerte. “OFENSOR DE LA DECENCIA Y DEL DECORO”. El pintor habla: “El asunto ni era inmoral ni cosa parecida. Me limitaba a pintar en él una de esas brutalidades que de tiempo en tiempo realiza la bestia que el hombre lleva dentro, para excretarla”. Habla de una violación, un tema absolutamente tabú entonces. Violación de una niña. Pero para el jurado, cegado por la hipocresía, es una ofensa de la moral y el decoro. Y lo expulsan.
Un abuelo campesino arropa a su nieta en la rueda de reconocimiento, en las Torres de los Serranos, en Valencia. Cuatro presos pasan delante de ellos. La pequeña maltratada hace un gesto de cubrirse la cara con las manos, está atemorizada al encontrarse de nuevo con el salvaje. Todo queda en manos del abuelo protector, que interpela al que se supone es el culpable, pero miran dos ante la displicencia de los alguaciles.
El sátiro recién desenrollado después de más de un siglo.
El sátiro recién desenrollado después de más de un siglo.
La prensa se hizo eco del estremecedor caso y el pintor quedó impresionado. En la Exposición Nacional de 1906 lo presenta, con el título de El sátiro, dos metros de alto por tres de ancho. Ese año fueron retiradas otras tres, entre ellas una de Romero de Torres, Vividoras del amor. La corrección política del país encadenaba censura tras censura. Algunos periódicos como El imparcial cargaron contra aquel jurado melifluo, a quienes se les descalificó como burgueses dedicados al ocio y al entretenimiento. Y enfrentaron El sátiro contra Doña Juana la loca, de Pradilla (hoy en el Museo del Prado), como la quintaesencia de pintoresquismo de “arcaicas vanidades patrióticas”.

Lucha de clases

Antonio Fillol (1879-1930) no fue un cobarde con inquietudes. Hijo de zapatero, se convirtió en pintor social cuando sólo interesaba la porcelana fina. Nunca fue forastero en su barrio, ni extraño a sus problemas. Reaccionó ante la violación -como años más tarde haría Picasso frente a las noticias del bombardeo de Guernica- y dejó testimonio de nuestro pasado, espantado con la indefensión de las mujeres y la voracidad de los hombres.
 

Autorretrato, 1915.
Autorretrato, 1915.
Nuestro pintor no abandonó al adolescente nihilista sin miedo a morir desnudo, en manos de la hipócrita incomprensión social. Su éxito fue creerse capaz de cambiar el mundo, a pesar de que la censura le hizo desmontar el lienzo del bastidor de madera, enrollarlo y mantenerlo durante más de un siglo alejado de la vista pública. Sólo pudo verse en el Círculo Regional Valenciano de Madrid, antes de que en 2015, volviera a la vida pública, en la Sala Municipal de Exposiciones de Valencia, donde el catedrático de historia del arte Javier Pérez Rojas montó la exposición Naturalismo radical y modernismo, en Fillol.
Sus herederos donaron el lienzo maldito al Museo de Bellas Artes de Valencia hace tres años, pero nunca se ha expuesto. Abandonado en los almacenes, como metáfora del olvido en el que se encuentra el pintor más progresista del siglo XIX, uno de los artistas valencianos más atípicos de su generación sigue esperando una oportunidad. El Museo del Prado tiene seis obras suyas, todas están prestadas en depósito y ninguna expuesta.

Arma beligerante

Ni siquiera La bestia humana (1897), la más reconocida, en la que denuncia la prostitución y la degradación personal: “La pintura deja de ser un campo de representación neutral para convertirse en manos de Fillol en un arma de beligerancia y denuncia de la hipocresía social”, se puede leer en la web del Prado sobre esta soberbia obra.
La bestia humana, 1897.
La bestia humana, 1897.
Cuesta creer que el museo no mantenga ni una obra suya en sala, que ni se haya planteado recuperar su figura -absolutamente desconocida- para una exposición temporal. Si atendemos al arsenal de asuntos que nuestro protagonista desvela en sus cuadros podemos encontrar una explicación: abortos, drogadicción, violaciones, etc. Demasiado explosiva, un quilombo para la corrección del siglo XXI. Quien entre a tratar a Fillol debe estar a su altura, porque el propio pintor aclara que prefiere el asunto a la pintura.
“Esos malabaristas de la pintura moderna cogen el rábano por las hojas”, dejó escrito. “Lo de menos en ella rte es el ropaje. Lo sublime de Velázquez no es la facilidad de hacer pintura, sino la facilidad prodigiosa de hacer vida, como lo hicieron Sandro Botticelli, Lippi, Vinci, Holbein, Joanes, Greco, Ribalta, Van Dick, Ribera y Goya, y tantos otros. Si la pintura es artificio, no acumulemos engaño sobre engaño. Hagamos vida”, reclama. Es un pintor sin paños calientes, un artista a las bravas. Demasiada realidad para la sensibilidad del Museo del Prado. Él mismo denuncia un éxito lisonjero de las pinturas adquiridas por los museos.

Apasionado insólito

La suyas no lo son. En sus cuadros, de alto octanaje social, “indaga en factores sociológicos y psíquicos con la idea de hacer de la pintura un documento verídico y de análisis de las pasiones humanas”, cuenta el experto en su obra, Javier Pérez Rojas. Es uno de los artistas valencianos más atípicos de su generación, tanto por la forma como por el contenido.
La gloria del pueblo, 1895.
La gloria del pueblo, 1895.
“Fillol había asumido la pintura de temática social como un compromiso ideológico, como un arma de denuncia y defensa frente a todo tipo de opresión; su perspectiva se situaba generalmente al margen de la visión lacrimógena, buscando temas fuertes y provocativos”, escribe Pérez Rojas en el extraordinario catálogo de su exposición. “El sátiro es una de las obras más insólitas de la pintura social española”. “Con está obra Fillol se supera a sí mismo como pintor social atento a denunciar el delito y la injusticia”, cuenta.
El hijo del zapatero se esmeró en rescatar de los periódicos aquellos sucesos, que la Historia iba a hacer desaparecer por no estar protagonizados por un general de altura o un poderoso mandatario. De no haber sido por nuestro pintor, la inocencia habría sido atropellada por quienes tienen los medios para ejercer el relato. Asumió el rol protector de los desfavorecidos y las injusticias, además de unos beneficios exiguos por luchar por los derechos de los demás.

Pobre pero guerrero

Mientras los indiferentes se hacían de oro, Fillol renunció a las comodidades que le habrían reportado un arte acomodado. Tiene 43 años y escribe que sus ilusiones siguen tan vivas como siempre. “Creo en míy espero de mi voluntad y de mi convencimiento la realización de algo que sea mirado con alguna complacencia y con algún respeto. Veremos...”
Eso a pesar de que la víctima garantiza una buena historia, sobre todo en un lienzo, obligado a simplificar la historia, totalizada y clausurada en una imagen. Fillol construye en un golpe visual, una alberca de emociones sobre las historias de quienes quedan fuera del retrato de la Historia. El pintor pone en marcha una maquinaria mitológica del desfavorecido -con poco reconocimiento-, que fue continuada por el fotoperiodismo y la fotografía documental.
Para Pérez Rojas, El sátiro marca uno de los puntos culminantes de su “naturalismo radical”, de su compromiso social y de su defensa de los más débiles, así como de la denuncia de la corrupción, la explotación, la opresión y las miserias humanas. No extraña que tantos se sintieran aludidos y trataran de destruirlo poniendo como excusa “la decencia y el decoro”. Así dice la sentencia del jurado: “Por no hallarlo conforme al respeto y decencia que se debe al público, sin responder tampoco a los altos fines de nuestro arte”. Para entonces, Sorolla ya había pintado Trata de blancas, mucho más placentero, mucho menos apasionado, audaz y atronador.


jueves, 12 de abril de 2018

Marta García Aller anuncia El fin del mundo tal y como lo conocemos



FERNANDO DÍAZ DE QUIJANO | 19/09/2017 

Marta García Aller. Foto: Giulio Piantadosi
A la hora de trazar un mapa del futuro, surge un obstáculo importante: no existen aún las palabras necesarias para describirlo de manera precisa. Por ejemplo, en 1859 el escritor Oliver Wendell Holmes explicó a sus lectores de The Atlantic que el moderno invento de la fotografía era "como un espejo metálico" en el que "se derramaba el rostro". La anécdota viene recogida en El fin del mundo tal y como lo conocemos (editorial Planeta), un libro de Marta García Aller en el que la periodista de El independiente y colaboradora en Onda Cero recopila cuantiosa información sobre los cambios más importantes que se están produciendo y se producirán en las próximas décadas en muchos campos de la actividad humana. Se trata de un libro divulgativo riguroso y ameno que no sorprenderá a los aficionados a la futurología, pero sí al público no especializado.

Cuando pensamos en el futuro, tendemos a imaginar las cosas que llegarán, pero resulta mucho más esclarecedor dibujar ese futuro identificando las cosas que dejarán de existir. "Es como mirar por el retrovisor de un coche. Aún no vemos los tramos de carretera que tenemos por delante pero sí vemos lo que vamos dejando atrás", explica la periodista, que se ha especializado en la realización de reportajes de fondo sobre avances científicos y tecnológicos poniendo el foco sobre los cambios que pueden provocar en nuestra vida cotidiana. "La rapidez con la que está cambiando el mundo es la pregunta principal a la que hay que dar respuesta periodística", opina la autora.

El fin del mundo tal y como lo conocemos se divide en dos partes. García Aller dedica la primera a señalar cosas que se acaban y la segunda se ocupa de ideas que se acaban, siendo este segundo grupo el que a juicio de la autora tendrá un mayor impacto en el comportamiento humano.

Entre las cosas que se acaban, la autora incluye el fin del trabajo, y analiza sus pros y sus contras. "Es mejor ir haciéndose a la idea. Todo lo que pueda hacer un algoritmo lo terminará haciendo. En las anteriores revoluciones tecnológicas automatizaron los trabajos físicos. Ahora les toca a todos los demás. Sobre todo a los más rutinarios", escribe García Aller. No en el libro, pero sí al ser preguntada por ello, incluye dentro de este saco a su propia profesión, el periodismo, y señala que ya hay agencias de noticias que automatizan las informaciones con los resultados deportivos o los valores de la bolsa.

En sucesivos capítulos trata también el fin de las "cosas": ya no se pagará por tener, sino por usar. Del mismo modo que ocurre con Spotify o Netflix, ocurrirá -ya está ocurriendo- con los vehículos. En las páginas siguientes también anuncia el fin del dinero, de los volantes, de las tiendas, el del petróleo como principal fuente de energía (quizá la muerte más previsible de todas las que recoge el libro y que la mismísima OPEP acepta para 2040) y hasta de los camellos de la droga, sustituidos progresivamente por los cibercamellos que operan en la deep web.

En el terreno de las ideas, nos encontramos con el vaticinio del fin del reloj biológico que obliga a la maternidad en una franja de edad determinada; el fin de la globalización, con la llegada del proteccionista Trump a la Casa Blanca y el triunfo del Brexit; el fin de la utilidad del aprendizaje de idiomas con la llegada de los programas la traducción simultánea...

De todos los cambios que recoge el libro, el más inquietante es probablemente el fin de la privacidad debido al rastro que de manera consentida dejamos al usar todo tipo de aplicaciones móviles. El más esperanzador, el fin de la muerte. Y el que, en opinión de la autora, más está cambiando el comportamiento humano: el fin de la conversación. "Es algo omnipresente pero todavía no nos estamos haciendo todas las preguntas que deberíamos acerca de lo que esto supone". Hace diez años nació el primer teléfono inteligente, la primera versión del iPhone, y dos o tres años después empezaron a popularizarse a gran escala. De modo que no hace ni una década que los teléfonos con conexión a internet se hicieron ubicuos, pero en tan poco tiempo han conseguido transformar radicalmente nuestra vida cotidiana. "Cuando comemos con la familia o los amigos, hablamos mientras miramos el teléfono de reojo. Este es uno de los fenómenos que los psicólogos están estudiando en profundidad, porque está afectando de manera muy importante en nuestra manera de comunicarnos", señala García Aller. Hace unos meses, Ático de los Libros editó en España En defensa de la conversación, de la reputada psicóloga del MIT Sherry Turkle. García Aller recoge de este libro las consideraciones de la investigadora estadounidense, que "alerta de que los smartphones están poniendo en peligro la empatía y hasta la capacidad de relacionarse con naturalidad".

¿Inmortales?

El capítulo dedicado al fin de la muerte, la gran quimera del ser humano, tiene como principal protagonista a María Blasco, la directora del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas y una de las mayores expertas del mundo en la "lucha contra el envejecimiento". La clave de esta línea de investigación es que el envejecimiento se trata como una enfermedad que se puede curar, ya que una de las causas que lo produce es la pérdida de telómeros (los extremos de los cromosomas). En ese mismo capítulo aparece otro científico español, Juan Carlos Izpisúa, catedrático del Laboratorio de Expresión Génica del Instituto Salk de California, que ha conseguido el rejuvenecimiento celular en ratones mediante la manipulación genética. También figura el gerontólogo inglés Aubrey de Grey, a quien consideraban un excéntrico por anunciar el fin de la muerte hace décadas y cuyas tesis ahora no suenan para nada descabelladas. Antes el tema de la eterna juventud o el fin de la muerte por causas naturales sonaba a ciencia ficción o a esoterismo, pero ahora se trata de una rama de la biomedicina en la que grandes compañías como Google y otras firmas de Silicon Valley están invirtiendo muchísimo dinero. Además de la reprogramación celular, la medicina preventiva a partir de la secuenciación del genoma y de la bioimpresión de órganos artificiales, los expertos anticipan otros muchos avances derivados de todas estas nuevas líneas de investigación, menos relevantes pero de mucho interés, como la cura de la calvicie gracias a las células madre.

Otro gran asunto que tiene por delante la biomedicina es la integración de la inteligencia artificial en el cerebro humano. Para la inmensa mayoría se trata de una fantasía irrealizable, pero ya hay muchos expertos e inversores que no solo lo ven factible, sino muy cercano. El magnate Elon Musk, fundador de la compañía de coches eléctricos de lujo Tesla, el mismo que quiere ser el primero en construir el Hyperloop y colonizar Marte, ha creado Neuralink, una empresa para lograr esta fusión de hombre y máquina. Las grandes compañías, probablemente con una mezcla de entusiasmo, fanfarronería y estrategia de marketing, ponen a circular vaticinios sorprendentes. La empresa china Huawei, que reconoció el año pasado estar explorando la perspectiva de la inmortalidad a través de la fusión humano-máquina, afirma que en 2035 "los niños podrán utilizar aplicaciones para chatear con sus abuelos muertos, ya que habrán descargado previamente su conciencia humana en computadoras". Por su parte, Ray Kurzweil, director de ingeniería de Google, calcula que en 2045 "seremos un híbrido de pensamiento biológico y no biológico, y será anacrónico tener un solo cuerpo".

Para escribir este libro, García Aller ha pasado más de un año hablando con cientos de expertos de campos como las telecomunicaciones, la psicología, el arte, la biomedicina o la docencia. "Hay que consultar a mucha gente para montar el puzle de las últimas tendencias, y muchos de ellos están en desacuerdo. Por tanto este libro no es un oráculo, sino una brújula para hacernos las preguntas adecuadas con respecto al futuro", señala la autora.

BLANCA ORAA MOYUA

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