Devolverle el arte a los artistas. O, al menos, volver a colocarlos en el centro del sistema. Este es el reto que se planteó Christine Marcel, conservadora jefe del Centro Pompidou, como ambiciosa estrategia de su propuesta para la Bienal de Venecia que hoy, y hasta el 26 de noviembre, abre sus puertas bajo el lema “Viva Arte Viva”. Como si en algún momento alguien le hubiera quitado el arte a los artistas. Si acaso su sitio, lo que no deja de redundar en que esa labor la quiera llevar a cabo una comisaria,irónica paradoja que demuestra que nadie es perfecto.
Digamos que con su apuesta para la 57 edición de la bienal, Marcel le ha bajado el tono áspero al discurso de comisarios de años anterores, pero le ha subido las expectativas, el deseo de confiar en lo que pueda dar de sí el arte y lo que pueden ofrecernos los artistas. Que nadie espere ver aquí soflamas políticas sobre discursos más o menos superados como hizo su antecesor Okwui Enwezor con el “Capital” marxista. Eso no significa que los acuciantes problemas sociales que soporta el planeta hayan sido eliminados de un plumazo, pero se hace alusión a ellos sin nombres ni apellidos, sin necesidad de hablar del pueblo sirio o el saharaui, sino mencionando deforestaciones, recalentamientos, minorías… Todo más en abstracto. Si me apuran, hay incluso una lectura que carga más las tintas en algunos pabellones nacionales (el sudafricano o el español, por poner ejemplos), en una bienal que sigue dándole vueltas a lo de si la “representación nacional es un concepto pasado de moda”, pero que organiza sus contenidos no en capítulos (pese a la insistencia que también se hace en el discurso a los libros), sino en “pabellones”, y que aplaude con las orejas la llegada de nuevos países a Venecia (cuatro este año: Antigua y Barbuda, Kiribati, Nigeria y Kazajistán), donde todo se mide en términos nacionales: 120 artistas provenientes de 51 naciones distintas, 103 de los cuales participan por primera vez en la Mostra…
Quizás da igual. Quizás es lo de menos que esta Bienal no sea ni de lazos rojos, ni de lazos azules, amarillos o rosas en la solapa. Tampoco es el lugar, a tenor de la cantidad de millonarios (que no siempre es sinónimo de “coleccionista”) que peregrinan entre los turistas de un lado para otro; de la cantidad de yates aparcados o circulando por la Laguna; de las bandejas de canapés y copas de champán que se estilan en algunos “pabellones nacionales”. Tampoco es esta una Bienal que hable del arte como lo hizo la de María Corral y Rosa Martínez. Esta edición quiere ocuparse más de los artistas, de su humanidad (que se declina en clave “humanista”), de su entrega y su actividad como “acto de resistencia, liberación y generosidad”.
Por eso quizás el primero de sus capítulos (o pabellón) de los 9 con los que cuenta la exposición central los sitúa a nuestra altura y reivindica en ellos su lado perezoso, su derecho al ocio y al descanso. Desde este momento les aviso que la muestra queda dividida una vez más entre el Pabellón Central (donde arranca con sus dos primeros apartados) y el Arsenale. Y que la desigualdad entre lo uno y lo otro es abismal, donde sale perdiendo por goleada lo mostrado en I Giardini. De esta forma, ya desde su errático título –“El pabellón de los artistas y los libros”– nos introduce en una especie de cajón de sastre sin mucho sentido en el que naufragan los grandes (Philip Parreno –que nos “visibiliza” las ondas móviles y electromagnéticas que nos rodean, como si no lo supiéramos–; John Waters –no por su culpa, sino por las obras secundarias escogidas por la comisaria–; u Olafur Eliasson –al que se le van de las manos los proyectos solidarios y convierte el suyo en una exhibición muy burguesa de otredades que trabajan a la vista del blanco acomodado del primer mundo).
Junto a ellos, muchos creadores “dormidos” (Mladen Stilinovic, Franz West, Frances Stark, Vorobyeva & Vorobyev…) o “que nos duermen”. También les aviso que van a encontrar en esta Bienal más alusión al trabajo manual y el croché como una de las bellas artes (los filipinos K. Núñez e Issay Rodríguez; David Medalla; Lee Mingwei; Sheila Hicks…), que libros en este sector que así se autonombra (que los trae con un gusto pésimo, empleados como material John Latham; y los interviene Geng Jianyi. También Raymond Hains, que reinterpreta las portadas de los catálogos de las bienales anteriores). Tiempo habrá para ellos en el homenaje que se hace a Walter Benjamin bajo el título “Mi biblioteca” y que al final del Pabellón Central reúne en forma de chorreón un listado con las lecturas favoritas de los artistas de la Bienal (sorprendentemente, se mencionan hasta “El Quijote” y a Miguel Hernández) y que pueden consultarse en la biblioteca en la que se ha transformado, muy cerca de allí, el Pabellón Stirling.
Si algo tiene Venecia es que la basura, presentada a toneladas o kilómetros cuadrados, queda bien donde la pongas. Como el estudio de Hassan Sharif, última licencia antes de trasladarnos al contiguo “Pabellón de las Alegrías y los Miedos” (el segundo capítulo en el mismo edificio) y donde las emociones se elevan a la categoría de bálsamo ante populismos, guerras y desigualdades, sin mucho éxito. Si acaso, mencionemos al histórico Tibor Hajas o la lectura feminista de Kiki Smith.
Lo del Arsenale, ya es otro cantar. Pero es que también sus espacios abiertos y majestuosos son más agradecidos. El recorrido allí es fluido y, en un deseo de la comisaria, va de lo más particular a lo más universal. En su intención buenrrollista –que es además muy hedonista y hasta “iluminada” (no hay más que ver ese apartado que vuelve a vincular al creador con un chamán)– y neohumanista (el hombre-artista se sitúa de nuevo en el centro de todo no para ser dignificado, sino para alabar su capacidad transformadora y salvadora de este mundo que tenemos hecho unos zorros), nos conduce por otros siete “pabellones” en los que solo algún cartel anunciador da cuenta de saltos en el recorrido.
En el “Pabellón del Espacio Común” abandonamos los individualismos en post de la colectividad y su potencialidad. Y comienzan las labores de costura con el taiwanés Lee Mingwei, aunque realmente es más satisfactorio saber que gracias a la Bienal alguno llegará a conocer a Miralda, Rabascal y Xifra (los únicos españoles seleccionados junto aTeresa Lanceta, que también borda, más adelante) y sus ceremoniales en torno a la comida. Los dos primeros, de hecho, están invitados a otra de las iniciativas de la cita, la que se ha denominado “Tavola Aperta” y que sentará cada fin de semana a la mesa a algún creador de la muestra (los de los pabellones nacionales han sido convocados entre semana) para charlar y debatir junto a los comensales que quieran acercarse. Nada más latino (y productivo) que una buena sobremesa con el estómago lleno.
Con el ahora residente en el Palacio de Velázquez Franz Erhard Walter, que necesita de los otros para activar sus esculturas, aunque aquí nadie se acercaba mucho, la verdad, y Marcos Ávila Forero, cerramos este capítulo. Forero hace buena bisagra del siguiente, el “Pabellón de la Tierra”, donde el canto ecologista es una constante. Nos reciben las puestas de sol de Charles Atlas (que termina mezclando con drag queens, que también son un sol), para alcanzar cierto tono reivindicativo en las “librerías vivientes” de Bonnie Ora Sherk, e histórico en Nicolás García Uriburu, que en 1968 tiñó el agua de los canales. Un poco a machamartillo está metido aquí el japonés Shimabuku, pero es que su fina ironía merece ser comentada. Michel Blazy recicla zapatillas de deporte y las convierte en tiestos. Sin comentarios…
La vuelta al ser humano lleva consigo una vuelta a las tradiciones. Ese es el título de otro capítulo del recorrido (el de Lanceta y también el de Leonor Antunes. O el del chino Guan Xiao, por no dejarlo todo en el plano de la manufactura), y que se puede confundir perfectamente con el siguiente, el de los chamanes, donde lo más llamativo es la carpa indígena de Ernesto Neto, la misma que desplegó hace dos años en la TBA-21 de Viena.
Mucho de hedonismo en esta bienal (Venecia lo es por derecho propio), por lo que no falta un “Pabellón dionisiaco”, que, para su comisaria, sirve para “celebrar el cuerpo femenino y su sensualidad” (¿y por qué no también el masculino, ya puestos? ¿Eso no es micromachismo?). El espacio que se le cede a la irlandesa Mariechen Danz es inexplicable, donde lo más interesante aquí lo firma un hombre, Anri Sala, y sus reflexiones sobre el folklore musical, que también incluye al andalusí. Porque también de una forma algo pueril la mujer se relaciona con la música en este sector, y de ahí los mensajes en árabe encriptados en las instalaciones realizadas por Maha Malluh con antiguos cassettes.
Hay un pabellón dedicado a los colores (esto empieza a írsenos de las manos) que desemboca en una de las obras más fotografiadas de esta Bienal, la que mezcla arquitectura-diseño-confección y costura, por decir algo positivo de la “Pasarela al más allá” de Sheila Hicks. Afortunadamente, el último de los pabellones, el del “Tiempo y el Infinito”, nos recuperan para la cita, donde Liliana Porter es un valor seguro, pero más interesante es la performance de Edith Dekyndt, con un joven preocupado porque no se le deforme un “cuadrado” perfecto de polvo contenido en los límites de una proyección de luz sobre el suelo (“One Thousand and One Night”). Pero el sueño se rompe con la continuación de este sector en el Giardino delle Vergini, totalmente prescindible y con propuestas, algunas, de vergüenza ajena.
Como todo en Venecia es superlativo, no se dejen guiar por el tamaño de las colas en los pabellones nacionales como termómetro de la calidad de sus propuestas. De hecho, algunos las provocan en un deseo por limitar el aforo, como es el caso del finlandés, en los Giardini, con un surrealista vídeo sobre el futuro de este país a cargo de Erkks Nissinen y Nathaniel Mellors; o el estadounidense, este, con mayor razón de ser y cierta conciencia social, totalmente intervenido y orquestado por Mark Bradford, muy cerca de allí.
En las inmediaciones, han sido preparados para la performance, el y el brasileño de Cinthia Marcelle y el alemán de Anne Imhof. Este últimoeleva el suelo y crea uno falso de cristal para desarrollar bajo el mismo las acciones de esta artista que se ha alzado con el Premio a Mejor Pabellón. El galardón al mejor artista de “Viva Arte Viva” ha sido otro alemán, Franz Erhard Walther, que curiosamente expone ahora mismo en el museo del director del jurado, el español Manuel Borja-Villel). Merece la pena no centrarse tanto en el camión invertido exterior de Erwin Wurmen Austria como para atreverse a entrar en su edificio y disfrutar de sus “Esculturas de un minuto” (o de la obra lumínica de la que se ha convertido inevitablemente en su telonera, Brigitte Kowanz). Francia transforma su espacio en un ámbito vivo, un estudio de grabación que es un mano a mano entre Xavier Veilhan y Christian Marclay como comisario.
Entre los pabellones del Arsenale, sobresalen tres muy políticos: el sudafricano (que sí que ha venido a hablar del horror de las guerras y la tragedia de los refugiados e inmigrantes con Candice Breitz y Mohau Modisakeng), el neozelandés (y la gran pantalla “móvil” de Lisa Reihanaque actualiza lo que fue la colonización en la isla) y el de Túnez (“The Absence of Paths”, repartiendo pasaportes mundiales a diestro y siniestro. El lirismo del irlandés (Jesse Jones) o la ironía de Perú como “país del mañana” (Juan Javier Salazar) se pueden ver eclipsados por la falla en forma de caballo de la argentina Claudia Fontes o la fábrica de cristos con final sorpresa en el piso superior (“no photos!”) del italiano (es el triunvirato de Giorgio Andreotta Calò, Roberto Cuoghi y Adelita Husni-Bey), a años luz de la reflexión sobre poesía y música, con un alfabeto inventado, de Carlos Amorales en el mexicano, con el sello de Pablo León de la Barra como comisario.
Hemos dejado para el final otros dos pabellones “transnacionales”. Uno es el suizo, que se plantea la siempre negativa de Giacometti de representar a su país en este lugar. El otro, por descontado, el español, apartida, de Jordi Colomer y Manuel Segade. Digamos que “¡Únete! Join Us!” es un buen proyecto que desconcierta al espectador de la Bienal, ya que la suya no es una propuesta fácil, más bien fragmentada, que este tiene que ir reconstruyendo en su cabeza y eligiendo finalmente si la asume o la rechaza. Para eso están las escultóricas-gradas, en las que uno puede dedicarse a seguir a las tres protagonistas de los vídeos, aprender a bailar como en Bollywood o simplemente terminar de comer o consultar el móvil. En el fondo, esas son opciones tan legítimas de estar en el mundo como cualquier otras, mientras otros se encargan de llevar a cabo las “revoluciones”.
Si aún les quedan fuerzas, hay más pabellones (hasta 87) y más citas expositivas extramuros, diseminadas por toda la ciudad. Mención especial, por ejemplo, la propuesta catalana de Mery Cuesta como comisaria y Antoni Abad como artista, que intentan “visibilizar” la Venecia que no se ve con recorridos guiados por invidentes. Eso da pie a un delicioso mapa sonoro de la urbe de los canales. Damien Hirst es el rey en la Dogana y el Palacio Grassi; Jan Fabre en la abadía de San Gregorio (recuperando el trabajo en hueso y cristal de 40 años de profesión); Mark Tobey en la Fundación Peggy Guggenheim; Pistoletto en San Giorggio Magiore; Phillip Guston, protagonista en la Academia, mientras Fernando Zóbel lo es en la Fondaco Marcello. Y una algo decepcionante “Intuitions” en el Palacio Fortuny, donde un mal montaje puede crujir de lleno una idea genial con grandes obras que ilustran el poder evocador de los artistas. Justo lo que perseguía Christine Marcel.
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