El artista abre a 'La Esfera de Papel' el estudio donde trabaja parte de su obra cerámica y donde despliega sus nuevos proyectos
"Lo más grave es la regresión en casi todo: política, moral, de convivencia. El regreso de los reaccionarios parece imparable"
La teulera tiene dos portones de entrada. Uno a la orilla de la vieja carretera que une Palma y Manacor. El otro, al costado de un camino de tierra al borde de varias huertas vecinas. Desde la verja de entrada no se advierte lo que ahí sucede. Esta vieja empresa cerámica tiene, por fuera, el aspecto maleado de las fábricas en desuso. Pero cualquier indicio de abandono se desbarata al entrar, asedia la mañana por un sol de agua que alumbra este pueblo de Mallorca. Un sol que baja golpeándose contra todo.
Miquel Barceló adquirió el tejar cuando estaba a punto de zozobrar. A finales de la década de 2000. El primer relente de la crisis enfriaba el negocio de la construcción. Quería un taller propio para trabajar el barro. Y aquí ha levantado un espacio aparentemente caótico que, a la vez, responde con precisión al sustrato racional del artista. Un hombre complejo que coincide con el pintor estadounidense Philip Guston en la sospecha de que la pintura es tierra coloreada. Barceló trabaja con arcilla de Mallorca. Hace y deshace piezas. Busca formas que casi nunca están previstas: cabezas, tótems, pescados, vasijas, formas híbridas, maquetas, cerámicas mordidas, vapuleadas, heridas, rotas. Todo se dispersa por la nave principal como una familia inconcreta, inesperada, creciente.
En este espacio se ensambla el pasado con el siglo XXI. La gestualidad y el trabajo primitivo del barro con la pulsión de un hombre acompasado por muy distintas tradiciones: del país dogón al Himalaya. De los fondos marinos de la cala Mitjana al barrio del Marais de París. De aquella Barcelona de los 80 a ese otro Nueva York de los 90, que trotó bajo el palio de Leo Castelli y compartiendo pasotes con Basquiat. De Tailandia al cabo Farrutx. Barceló es un tipo que trabaja con su propia vida. A veces de un modo inquietante. La teulera es un espacio de recogimiento, casi privado. No le divierte que haya demasiada gente alrededor. Al final de la nave están los dos hornos para cocer la cerámica. Alcanzan los 800 grados y mantienen el infierno vivo durante casi un día. Hornos morunos alimentados con distintas maderas para encontrar la combustión perfecta. Hornos de ladrillo cuyas paredes interiores se recubren con una capa de adobe (barro y paja) antes de ponerles fuego. La misma tecnología que hace 2000 años. Tan precisa como imprevisible. Barceló llegó a la teulera hace un rato con esa fiesta pequeña de los tímidos y el mono de pintor enmedallado de salpicaduras.
Viene de casa de su madre, Francisca Artigues (92 años), están rematando los últimos bordados para la exposición que ya exhibe en el pabellón Villanueva del Jardín Botánico de Madrid. Barceló habla rápido y se mueve con pequeños espasmos de ardilla. "Vamos al taller". El taller es la nave grande, que tiene por arriba algunos cristales mellados. Barceló trabaja en varias piezas a la vez. Es su manera de no dispersarse. "No, mejor vamos a los hornos. Ahora no estamos cociendo nada porque pasé el verano pintando y en India". Estramos en esas cuevas de ladrillo como si fuésemos a nuestra cremación. "Ha muerto Ceseepe. ¿Sabes que vivió casi tres años en mi estudio de París? Pero era tan silencioso que ni me enteraba. Él pintaba de noche y dormía durante el día, así que nos cruzábamos poco. Me gustaban las cosas de Ceseepe".
Cuando los hornos prenden y se cargan hasta arriba de piezas de barro, Barceló aprovecha de ellos hasta el humo. Nada es desperdicio. "Si subimos por ahí llegamos a la chimenea del más grande. Cuando está en función me gusta dejar arriba algunas cerámicas o algunos cuadros para que se impregnen de hollín. El hollín da una textura muy extraña y sugerente. Parece pintura, pero una pintura que se vuela si le pasas el dedo. Es muy mágico".
- Y es otra más de sus invocaciones a lo inesperado.
- En verdad no busco nada. O en este caso no es que busque, sino que las cosas suceden. El humo está ahí y yo lo veía perderse sin saber qué hacer con él. Hasta que comprendí que podía ser un material más del cuadro o de la cerámica. Por eso me gusta tener varios talleres, porque en cada uno suceden cosas nuevas. Incluso hay obras empezadas que las dejo estar, y por efectos ajenos a mi voluntad es como si se fuesen rematando solas. La acción del humo sobre el barro ya cocido o sobre algunos cuadros tiene mucho que ver con eso, con la forma natural en que algunas obras acaban. Hay intervenciones que no tienen que ver con nosotros. Es algo que ya hice en mi pueblo de Mali introduciendo papeles y telas en las termiteras gigantes, sin saber qué sucedería. Luego también aprovecho las brasas para destruir lo que no me gusta.
- ¿Tira mucha obra al fuego?
- He quemado muchísimo, sí. Todo aquello que considero fallido. Pinto sin demasiadas celebraciones, rodeado de dudas. La parte del artista que no se ve está llena de fracasos. De piezas que no salen. No me gusta acumular los despojos... Me contaron que en estos hornos, antes de que yo los comprase, se han destruido también muchos papeles notariales de cuando el boom de la construcción y esas cosas.
Barceló tiene seis o siete proyectos en marcha: varias exposiciones en Japón, la presentación de las ilustraciones que ha hecho para la edición Fausto de Goethe(en cuidada edición de Galaxia Gutenberg), el encargo de una serie de cabezas de filósofos para una fundación, el proyecto de intervenir en una capilla desacralizada de la que no da demasiadas coordenadas. "Ese trabajo me ilusiona mucho. Haré un lenguado de arcilla que se extenderá por todo el suelo y sus bordes reptarán a media altura de las paredes. Habrá que entrar descalzo y los visitantes caminarán sobre el lenguado. Es una aventura muy excitante la de intervenir en una capilla sin culto".
Peces, ajos, tomates, crustáceos, estrellas de mar, pulpos. Barceló nunca se distancia demasiado de Mallorca. Nunca traspapela su infancia. Los motivos de una parte de su obra están en este lugar incompleto que es una isla. Esta tierra acumulada y de puntillas sobre el agua. "Mis obsesiones vienen de la niñez. Casi todas se concretan ahí. Nunca me he psicoanalizado, pero sí creo en las crisis como fuente de alimento. Quizá por eso me gusta tanto la soledad. Poder estar solo es un lujo. En la ciudad tengo que ver a mucha gente, pero luego paso meses en este taller, o en el de pintura, y no me gusta que haya nadie alrededor. Trabajo con muy poca gente cerca. Detesto que me vean pintar. Eso es como si me observaran masturbándome. Hay cosas que no quieres que sean observadas por los demás".
Barceló habla paseando entre las piezas, rayando con una llave la fina capa de barro seco con la que oscureció los cristales de la nave. La luz entra del oeste y no le gustaba. De este modo ha estirado una vidriera imprevista con un raro ballet de cuerpos y formas en fuga. "Es como un dibujo infinito", dice. "Me atrae esa idea por lo que tiene no sólo de inacabable, sino de inesperado. Es algo que te da la arcilla, porque nunca sabes qué sucederá cuando la trabajas. Las performances que hago con barro las vivo como una transgresión. Y aquí, en la teulera, me fascina el largo tiempo de espera hasta ver por dónde se agrietó una pieza; o cómo responderá a la cocción, si resistió al fuego. El barro de Mallorca, además, tiene una textura muy especial. Al salir del horno parece pan candeal".
- Trabaja de una manera muy arcaica.
- Sí, soy consciente de que en plena alucinación por las tecnologías voy a contracorriente de muchas cosas. A mí me seduce la idea de cambiar, de moverme por no aburrirme, pero para eso no necesito hacer lo que no quiera. A mí me desagradaba cuando en los años 80 y 90 veía que algunos hacían lo mismo que yo. Entonces necesitaba huir frenéticamente de mí mismo. Eso es algo que aún me sucede. Necesito cambiar, cambiar mucho, quizá con la única intención de volver al origen.
- ¿Tiene sensación de repetirse?
- No, no creo que me repita. Para mí sería terrible e insoportable sentir que me estoy copiando. Me aterraría. Y no tiene nada que ver con lo que piensen los otros. Nunca he dedicado un segundo a saber qué se opina de mí. Tengo el privilegio de hacer lo que quiero, cuando quiero y donde quiero. Sin dar explicaciones.
- ¿Cuando está en el taller le importa lo que sucede fuera?
- Claro. Estoy atento al mundo. Leo periódicos. Leo libros. Charlo con mis amigos escritores o filósofos. Y resulta desconcertante la inestabilidad global en la que estamos.
- Inestabilidad y regresión.
- Eso es lo más grave, la regresión en casi todo: política, moral, de formas de convivencia. Da miedo. Por desgracia, el regreso de los reaccionarios parece un movimiento imparable. Nunca hubo una sociedad tan presuntamente informada y tan poco enterada.
- Algo así no sucede espontáneamente.
- La falta de cultura es una de las carencias peores de una sociedad, porque facilita el paso a los monstruos. Ahora el mundo es una fábrica de ignorantes y eso sólo puede generar peligro. Da igual Europa, China o India.
- ¿Cree en la responsabilidad del artista?
- Me siento cercano a John Berger en ese asunto. Él asumió una responsabilidad intelectual muy activa. Algunos critican que lo hiciera desde su casa de los Alpes, pero cada cual escoge su lugar en el mundo para ejercer la crítica o el compromiso o la nada. En cualquier caso, hoy estamos huérfanos de maestros.
Barceló tiene 61 años. Mantiene algo de aquella estampa original de muchacho transparente, pero le asoma una seguridad que delata tiempo acumulado. Quizá porque los desengaños ya pesan más que la inocencia. Pinta con una cierta desnudez a modo de conquista. Cada vez necesita menos para que el cuadro funcione. "Los pintores aprovechamos bien los años. Es una ventaja del oficio. No me molesta envejecer, aunque calculo que acabará jodiéndome".
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