Entrevistamos a María Luisa Fernández, quizá la gran desconocida de la Nueva Escultura Vasca. Tras dos décadas sin producir regresa con una exposición llena de conciencia ecológica y sutil ironía.
Cuando la galería Maisterravalbuena anunció que incorporaba a María Luisa Fernández (Villarejo de Órbigo, León, 1955) a su grupo de artistas, muchos aplaudieron la decisión, expectantes ante el comeback de una escultora que llevaba dos décadas sin exponer obra nueva en una galería comercial. Se ha hecho esperar un poco más de lo previsto, pero ya podemos disfrutar de 7,608,766,433 + –, con la que Fernández plantea su inquietud por los efectos nocivos de la superpoblación humana en la naturaleza, regresando así a algunas cuestiones que ya trató el demógrafo Thomas Malthus en el siglo XVIII. Unas estilizadas esculturas que representan cuerpos humanos incompletos, unas figuras zoomorfas que parecen residuos plásticos o una instalación de pequeños óleos sobre lienzo abordan la cuestión desde un sutil sentido del humor.
Desde el inicio de su carrera, Fernández se ha alejado de la grandilocuencia para abrazar la sorna: así era cuando en 1979, siendo aún estudiante de Bellas Artes en Bilbao, dio sus primeros pasos junto a Juan Luis Moraza con el colectivo CVA (Comité de Vigilancia Artística), que “empezó como una broma, y también como una protesta contra el mercado del arte, y funcionó con más humor que eficacia. Estábamos en tercero de carrera y era un curso muy especial, prácticamente no asistíamos a clase por una serie de cosas”. Moraza y ella, además de Elena Mendizabal, Txomin Badiola, Angel Bados o Pello Irazu, conformaron el grupo conocido como Nueva Escultura Vasca, aunque irónicamente ella era leonesa (“pero el País Vasco me trató fenomenal, siempre tuve mucho reconocimiento por parte de sus instituciones”), lo que a priori la convertía en un elemento discordante. También lo hacía su desconfianza hacia el exceso de discurso teórico. En 1991, cuando Moraza le pidió una pieza para una colectiva que él comisariaba como parte de un sesudo seminario sobre la muerte del autor, ella no dudó en aportar un impermeable: “Por esa impermeabilidad mía a ciertos tipos de teoría. Era incapaz de meterme en algo en lo que no estuviera implicada emocionalmente, y también de forma práctica”.
Pero precisamente el escultor Jorge Oteiza, que operaba como una figura paterna para el grupo, defendió que el artista debía teorizar y explicarse mucho. Él mismo lo hacía constantemente.
Sí, sí, él y otros artistas han hecho mucho hincapié en que el artista debe ser completísimo, ser también un historiador. Yo eso no lo comparto. Para mí es haciendo como teorizas. Que luego un artista pueda también escribir me parece estupendo, pero para mí eso ya es otra disciplina. Yo es que no tengo todas las habilidades.
Oteiza era un referente, pero como todo “padre” representaba la autoridad. ¿Sentíais la necesidad de rebelaros contra ella?
En mi caso al menos sí. Aunque la suya también era una teoría muy emocional, muy sentida, y además muy interesante, así que tampoco tuve nunca problema en entenderlo. Él escribía sobre un sentir vasco, distinto a otras formas de estar en el mundo. Eso, como leonesa, a mí me daba envidia porque no hay ningún pensador que haya hablado en esos términos tan emocionales sobre una manera nuestra de ser. Es lo que tienen los nacionalismos, que deben subir mucho la autoestima
Algo también característico es que eras una mujer dentro de una disciplina considerada históricamente masculina como la escultura.
He sido escultora siempre, desde la facultad. Sí, en mi contexto sí me sentía diferente por ser mujer, e imagino que Elena [Mendizabal] lo mismo. El feminismo para mí significaba un poco eso, una manera distinta de pensar y de estar en el mundo. Hoy también debería marcar una diferencia, creo.
Tras exponer en galerías como Oliva Arauna, en los años 90 interrumpiste tu producción artística y prácticamente no volvió a saberse de ti hasta 2015 con la retrospectiva Je, je… luna, en Azkuna Zentroa de Bilbao y el MARCO de Vigo. ¿A qué se debió este parón?
Me trasladé del País Vasco a Galicia para dedicarme a la enseñanza. Debía buscar otro medio de vida. Después de la expectación que en los años 80 habíamos despertado los artistas vascos, de pronto muchos quedamos invisibilizados. Mi exposición en la galería Trayecto de Vitoria [Burlas expresionistas de 1993] pasó completamente desapercibida. Tuve una última exposición en Pamplona, y después participé en otras más pequeñas o colectivas, pero no tenía un taller y no producía. Lo que tampoco importaba, porque de todos modos nadie me pedía obra.
¿Y por qué has decidido regresar con esta nueva exposición?
La comisaria Beatriz Herráez encontró en 2013 el catálogo de una exposición mía en Vitoria que ella había visto cuando era estudiante y que aún recordaba, y se puso en contacto conmigo para proponerme hacer Je, je… luna. Todo partió de ahí. El galerista Pedro Maisterra la vio y habló conmigo para que expusiera en Maisterravalbuena, así que volví con toda la ilusión del mundo.
El nombre de la exposición hace referencia al número de habitantes de nuestro planeta, y ciertamente es una cifra que produce vértigo. ¿Por qué te preocupa tanto la superpoblación?
No lo sé muy bien. Antes de saber que Malthus existía ya me preocupaba el exceso de población y el deterioro que eso supone para la naturaleza. Después he leído entrevistas y textos de otros que tenían ese mismo sentimiento, incluso de gente anterior a Malthus. Y tenían menos motivos que nosotros hoy en día para preocuparnos, considerando que a principios del siglo XX la población mundial no llegaba a mil millones.
Pero la superpoblación global coincide con un envejecimiento de ciertas regiones del mundo. ¿Quizá el problema esté más bien en el reparto de la población y los recursos?
Yo pienso que el planeta es limitado, que es lo que es y no más. Para que una sola especie pueda vivir, se está destruyendo completamente al resto. El ser humano no es perfecto. Es un animal egoísta y pedir que sea bueno, sensible y estupendo es mucho pedir. Tendría que entender la necesidad de controlar la población, es decir, de controlar la natalidad, pero no está por la labor de hacer eso. Mi idea en la exposición era jugar con estos elementos, pero desvincularlos de la tragedia. No quiero tampoco aleccionar a nadie, que para eso ya está la política. Pero ese sentir hacia el mundo es lo que me ha ayudado a generar estas piezas y relacionarlas.
Ya que lo mencionas, algo que recorre toda tu trayectoria es el sentido del humor. Esa matización humorística, esa huida de la gravedad es uno de sus aspectos más interesantes. Y volvemos a lo del impermeable.
El humor es otra forma de arte, menos emocional quizá. Al usar el humor se desvía el trabajo de la tragedia que podría ser.
En la exposición destaca una serie de piezas que funcionan un poco como tótems, pero que también recuerdan al trabajo de escultores como Alberto Sánchez, Giacometti o incluso Brancusi, por esa estilización y ese predominio de la verticalidad.
Realmente en esas piezas tenía una voluntad hiperrealista. Me habría gustado hacerlas con un escáner y que salieran como cuando se hacen catas de terreno para ver los distintos estratos: pues lo mismo, pero con un ser humano. Pero no pudo ser porque habría hecho falta generar un programa y todo eso, así que las tallé yo misma. Después de hechas, podían confundirse incluso con unas piezas verticales de Louise Bourgeois o por supuesto con tótems de otras culturas. Pero en teoría nacen de la idea de que haciendo esa prospección se distinguirían más y resultarían más evidentes esos espacios que tenemos en el centro del cuerpo, entre las piernas o en el cuello.
Es así. Y de hecho provocan en el espectador una sensación extraña, de atracción-repulsión.
Sí, desde luego algo extraño se siente porque finalmente es una figura humana completa e incompleta a la vez. En algunas se ve la madera, pero otras están como recubiertas de una especie de piel de óleo. Reconociendo la figura, queda minimizada al extremo. De todos modos, es muy difícil explicar lo que se siente de verdad ante una obra. A mí me ha pasado con una crucifixión de Gregorio Fernández o con una pieza minimal de Richard Serra. Me siento cercana a la idea de ese proceso mágico que se genera con las imágenes. Nunca sé por qué se genera esa emoción, por llamarla de alguna manera. Ni en mis obras ni en las de los demás. Imagino que a ti te habrá pasado ante una buena exposición.
A menudo sentimos esa emoción sin saber exactamente por qué, y después la racionalizamos, nos damos explicaciones que pueden resultar más o menos coherentes. Pero en el fondo no tenemos la explicación última de por qué nos emociona o gusta tanto lo que hemos visto.
¡Es que no la hay! Me ocurrió viendo una exposición de Virgilio Viéitez, que hacía un tipo de fotografía muy parecida a otros contemporáneos suyos, con las mismas composiciones y todo. En la de Viéitez pasaba algo. La emoción que se sentía era increíble, fuera de toda lógica. Y en la de otro contemporáneo que presentaba las mismas fotos no pasaba absolutamente nada. ¿Qué había en la de Viéitez que no había en las otras? ¿Qué pasa en dos trozos de hierro de Serra que no pasa en otros dos trozos de hierro cualesquiera? Pienso que el arte es conceptual y está cargado de símbolos e información, pero la operación que convierte algo en especial queda más cerca de la magia que de otra cosa. Lo mismo que el humor, que tampoco tiene ninguna lógica.
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