lunes, 26 de enero de 2015

Circunstancial



'La Boîte-en-valise' (1935-1941), de Marcel Duchamp.

El término castellano “archivo” procede etimológicamente del griego “arjé”, que significa “origen”, “principio”, “fundamento”, todo ello revestido de un prestigio que se corrobora en otros derivados de nuestra lengua, como “arconte”, “arquetipo” o “arqueólogo”, por citar a vuelapluma solo tres que conciernen al poder, a la psicología profunda o a la investigación de las antigüedades. Otro derivado, que he dejado a propósito aparte, es el de “arcaico”, que denomina peyorativamente algo de un pasado, ya en desuso, por primitivo y rudo, y, por tanto, inabordable. Algo de esto último se colige en el actual uso forense de “archivar” una causa judicial, que implica cerrar un caso, bien por haber sido zanjado o por considerarse irresoluble. Nos encontramos, así, pues, con que el término “archivo” históricamente se ha desprestigiado, ya que ha perdido el aura de lo venerable para convertirse en una cuestión banal por su simpleza o su refractaria complejidad.
En ese cajón de sorpresas que es el arte, el archivo ha cobrado excepcionalmente una inesperada actualidad. Véase al respecto la obra de Marcel Duchamp (1887-1968) titulada La Boîte-en-valise(1935-1941), una especie de museo portátil en forma de maleta de viaje, en la que el rompedor artista francés embutía el memorial de su obra efímera, que no consistía tanto en los objetos por él fabricados, como en un manual de instrucciones de su uso. Ni que decir tiene que, como casi todas las iniciativas de este mago de la prestidigitalización, este proyecto innovador se transformó después en una fórmula, que ha llevado a no pocos artistas a hacer de sus ocurrencias y vicisitudes una colección de sus huellas ideológicas. Pero si los artistas ahora se archivan a sí mismos, es lógico que los museos de arte contemporáneos hayan seguido la misma senda, pretendiendo ser una colección documental de su forma de coleccionar, en la que las obras de arte exhibidas apenas si merecen el calificativo de meros epifenómenos. Basta con echar hoy una ojeada a los museos de este tipo para comprobarlo, porque no es que rodeen las obras de múltiples cartelas de explicaciones didácticas, sino que las vitrinas documentales se superponen a ellas o simplemente las sustituyen, reduciendo con ello su valor a lo que tienen de información, lo que constituye una brutal reducción de naturaleza física y simbólica.
Desde este punto de vista, esta moda archivística del arte actual no nos deja de producir el malestar de lo ambivalente, porque si, por una parte, rescata, en principio, la memoria, por otra parte, la banaliza hasta el descrédito. En cierta manera, siguiendo la senda forense antes citada de archivar lo incómodamente irresoluble, parece como si ahora quisiéramos despojar del pasado todo lo que tenía de fundamental y volcar nuestra atención en el circunstancial presente y en el conjetural futuro. En este sentido, la manía archivística actual se me asemeja a la empresa imperialista de filtrar la realidad hasta acomodarla a los canales comerciales de su digitalización, caiga lo que caiga en el proceso. Más aún: empeñada esta empresa en buscar el usufructo de un consumo masivo, no teme en borrar cualquier rasgo de singularidad o excelencia. Antes, por el contrario, el problema no es cómo legar lo mejor de entre lo actual, sino en trivializarlo, como, por ejemplo, ocurre con los tan celebrados selfies, en los que nuestra cara sonriente se estampa o sobrepone a cualquier venerable monumento, mostrando que lo importante no es ellos mismos o su efecto sobre nosotros, sino nuestra insignificante presencia circunstancial. Afirmaba Ortega que “el hombre era él y sus circunstancias”, pero, al parecer, nosotros estamos teledirigidos a convertir nuestro yo en algo patéticamente circunstancial, en una estampilla de tres al cuarto. Quizás sea ésta nuestra única manera de concebir la inmortalidad.

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BLANCA ORAA MOYUA

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