domingo, 7 de septiembre de 2014

Hemisferios* de Silvia Gruner - María Virginia Jaua


Intervención con hilo rojo
Sería un despropósito comenzar este texto aludiendo al caos que crece, se reproduce y reina actualmente dentro de la ciudad de México. Sin embargo, no se me ocurre otra mejor forma de hacerlo. Ya que de lo que me gustaría hablar, es precisamente de una suerte de intervención quirúrgica de la artista Silvia Gruner (México, 1959) que viene a desmontar los paraísos urbanos de la modernidad, para precisamente poder hacerlos posibles.
No otra cosa es lo que se activa en la reciente creación efímera –que unas pocas personas tuvieron oportunidad de visitar- y que la artista llevó a cabo en su casa: fuera de cualquier espacio institucional o público. Curioso que el espacio “indomesticado” para el arte, sea aquí precisamente el espacio doméstico, a diferencia de la toile d’araignée, en la que Duchamp dejó atrapada la pintura surrealista.
La intervención “Hemisferios” comienza con unos delgados hilos rojos tejidos en un cordón que nos lleva a hacer un recorrido en el que se traspasa el umbral de una casa de pueblo oculta en medio de un barrio bastante populoso y céntrico, rodeado por infinitas arterias viales, y que como muchos de los espacios residenciales mixtos de la ciudad desbordada milagrosamente sobrevive y aún logra conservar algo de su antigua calma, siempre bajo la amenaza de las despiadadas leyes del gigantismo, del consumo y de la voracidad del desarrollo anómalo que padecen las metrópolis.
Ahí, en la propia casa de la artista, en Tacubaya, comienza un viaje de ida y vuelta, en un principio ordenado y que a lo largo del recorrido poco a poco va haciéndose desquiciado. Este viaje iría de la calle a la entrada, de la entrada al patio, del patio a la cocina, de la cocina, al vaso, del vaso a la hamaca de la hamaca al árbol, del árbol al grifo, del grifo al espacio sagrado, del corazón del espacio sagrado a la flor, de la flor al muro, del muro otra vez al patio y de nuevo a la entrada de la casa, de la entrada de la casa a la calle y de la calle a la ciudad, es decir, al mundo y a su progresivo caos.
Solo hay que seguir el “hilo”, tirar de él. Y para ello es necesario el despliegue progresivo de ese filamento que al cobrar cuerpo, al desplegarse, modifica la distribución espacial, es decir, no solo disecciona sino que “arqueticturiza” los espacios invisibles y cosmogónicos de la casa, para que el observador que quiera recorrer la pieza repte, se haga pequeño, calcule los pasos, se encoja, meta primero un pie, luego otro para ir adentrándose por esos miles de hilos anudados que conectan cada uno de los puntos de la vivienda de la artista como se conectan los pensamientos unos con otros en sinapsis.
Seguimos el hilo y la casa poco a poco va descubriéndose distinta. Pero es nuestra mirada la que se ha visto alterada en esa suerte de “costura” o tejido de relaciones por el que nos dejamos arrastrar. Podríamos decir que la pieza consta de dos partes. La primera es la que se despliega a la manera de una cuadrícula “ordenada” desde la entrada de la calle, atraviesa un patio y llega hasta la puerta de la cocina. Mientras que la segunda es la que -una vez atravesado el umbral de lo íntimo- estalla en una red desquiciada de hilos: una maraña alucinante.
De pronto tenemos la sensación de que la casa “piensa”. Que es “ella” la que cobra conciencia de sí y de ese infinito entramado de relaciones vitales e invisibles entre cada una sus partes. Y establece un diálogo interno. El patio, la cocina, el cuarto de lavado, el vaso, la mesa, el jardín, la silla, el martillo abandonado y la puerta de la entrada de todos los días interconectados por el hilo infinito, vuelven a ser aquel espacio mágico de la infancia en el que jugábamos a unir los puntos imaginarios en el aire como en la hoja de papel para que se forme una figura imposible.
Porque, como sugiere Silvia Gruner, también esta pieza podría ser leída como la metáfora del sistema de relaciones que entre ambos hemisferios del cerebro se establece gracias al cuerpo calloso: el haz de fibras nerviosas más extenso y potente del ser humano. Pero no solo el más potente, sino también uno de de los más complejos. Ya que allí no solo ocurre el diálogo entre ambos hemisferios cerebrales para que trabajen coordinadamente en las funciones cognitivas y motoras del hombre, sino que ahí están ubicadas algunas de las glándulas más importantes como las que regulan los ciclos de la vigilia y el sueño, asociadas a los niveles de luz y oscuridad.
Justo ahí, en la unión de ambos “hemisferios” en ese cuerpo de conectores de funciones, al que también está estrechamente asociado el pensar, oscilan los cada vez más delgados y frágiles límites entre delirio y cordura. El pasaje, el tránsito de un estado a otro, es también uno de los temas que siempre han interesado a la artista. Hay quienes incluso afirman que en el centro de ese “cuerpo” que une ambos hemisferios del cerebro, existe un pequeño punto, en el que podría producirse la percepción de la materia oscura y de los universos paralelos, si éstos existieran.
Otros aseguran que ahí reside el alma o la compuerta de la comunicación con la divinidad. Pero regresemos a “Hemisferios” y lo que esta pieza viene a decirnos de manera fugaz y con mucha claridad. Además del complejo entramado de relaciones que se establece entre el espacio íntimo que es la casa, pero también la cabeza como su proyección, con el exterior; la pieza reconecta con algo olvidado: la propia experiencia.


Quizás la experiencia sea algo que el arte rara vez alcanza a producir en alguno de los espacios institucionalizados, no sólo por la infinita cadena de intermediarios y de discursos añadidos, sino porque son cada vez menos los artistas que se atreven a buscar aquello que podría salvarlos del profundo aburrimiento en el que se ha convertido su práctica y sus economías cómplices y fiduciarias al entretenimiento, y que con esta pieza Silvia Gruner sí lo consigue, es decir, el ejercicio de la creación en absoluta libertad.

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BLANCA ORAA MOYUA

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