viernes, 8 de mayo de 2015

Albert Serra en el pabellón catalán de Venecia


Entrada al pabellón catalán de la Bienal de Venecia.
“Mike ha encontrado una mina de oro, algo que puede solucionarle la vida, lo que todos buscamos, llámalo bitcoins o la nueva batería Tesla capaz de almacenar electricidad. Ahora que nuestros hijos ya no pueden esperar un trabajo asalariado seguro, sólo nos queda el pelotazo, lo que en el mundo empresarial se llama start up, algo capaz de cambiar el rumbo de una vida. Y este hallazgo es lo que marca la relación entre todos los personajes”. Lo explica Chus Martínez, comisaria de La Singularidad, el proyecto de Albert Serra (Banyoles, 1975) para el Pabellón de Cataluña en la Bienal de Venecia, que se inauguró ayer —en un almacén de embarcaciones de la isla de San Pietro, dentro de los Eventi Collaterali de la Bienal—, y rodeado de la mayor expectativa nunca despertada por la participación catalana, con lo cual resultó aun más llamativa la ausencia del consejero de Cultura, Ferran Mascarell.

Va de expectativas también la película de Serra. “Ahora que el mundo occidental se ha convertido en una metáfora y que ya no tenemos un pasado común, sólo nos queda desarrollar un gran sentido de las expectativas”, asegura Martínez, aludiendo a las tesis desarrolladas por Reinhart Koselleck que le permiten establecer una conexión entre el planteamiento del director artístico de la Bienal, Okui Enwezor y esta gran instalación fílmica, que bucea en la fractura entre pasado y futuro, tiempo histórico e ilusiones.
Trabaja a menudo con amigos y nunca con profesionales. En esta ocasión buscó los interpretes a través de Facebook. “La relación entre el contenido y la forma es la apuesta. Es la primera vez que construyo un mundo de ficción alrededor de una idea: la singularidad que define la relación contemporánea del hombre con las máquinas. Mi materia prima son los actores, es lo único que moldeo, pero es una manipulación a distancia, nunca doy instrucciones durante el rodaje y la atmósfera se va creando en tiempo real a través de los diálogos y la interacción”, indica el artista que ha realizado 12 horas de película, tras rodar 82 escenas por un total de 90 horas, entre los ambientes más arcaicos de la Irlanda minera y las instalaciones de tecnología punta de la empresa Sorigué en Lleida. Apasionado por las imágenes, detallista hasta el punto de pasar tres noches sin dormir antes de la inauguración para recalibrar el sonido de la película y saturar los colores en busca de más profundidad, Serra es sin duda un personaje peculiar y pese a realizar obras cuyo disfrute no es evidente, su éxito crece como la espuma.
Lo que más choca es el contraste entre las problemáticas estilo Silicon Valley y el ambiente minero. A pesar de la cantidad de imágenes, todas las claves se encuentran en los 12 minutos de la primera pantalla con los drones sobrevolando mientras una voz en off reflexiona que “cuando los drones decidirán por sí mismos a quién matar también podrán decidir de quién enamorarse”. La frase, que esconde uno de los más candentes debates bioéticos actuales, resume la apuesta de Sierra: una mirada sobre la relación entre el hombre y las máquinas, ahora que la inteligencia artificial las está convirtiendo más en acompañantes que en meras herramientas del ser humano.El resultado es una historia de poder, sexo y corrupción, interpretada por prostitutas, mineros, un artista y un asesor financiero, todos gais sin ningún interés en perpetuar la especie. Su historia se despliega en cinco pantallas, que surgen en la oscuridad del pabellón, colocadas de modo que el espectador pueda abarcarlas con una sola mirada, aunque para captar los diálogos hay que deambular por el espacio. En la primera pantalla, una proyección de 12 minutos sirve como prólogo, resumen y conclusión de la película, mientras que en las otras cuatro, en otros tantos fragmentos de tres horas de duración, desarrollan las diferentes situaciones.

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BLANCA ORAA MOYUA

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