En 1950, un grupo de pintores de Nueva York se reunían a toda prisa en el apartamento de uno de ellos para redactar una carta de protesta contra el Metropolitan Museum of Art, al que acusaban de ofrecer una visión reaccionaria de la pintura contemporánea americana y de despreciar el arte moderno. Habían sido excluidos de la muestra American painting today y la virulencia de aquel escrito les valió el apelativo de “irascibles”. Poco después fueron inmortalizados por Nina Leen para la revista Life. Y ahí están, serios y desafiantes, Willem de Kooning, Mark Rothko, Jackson Pollock, Clyfford Still, Robert Motherwell, Barnett Newman o Hedda Sterne (la única mujer del grupo, también la única que parece querer esbozar una sonrisa). Es la única fotografía de grupo que existe de los expresionistas abstractos, y el Guggenheim Bilbao la ha colgado en el espacio didáctico (no deja de encerrar una gran lección) de camino hacia la colosal exposición que por primera vez en más de 50 años vuelve a reunir a este lado del Atlántico a unos artistas que coincidieron en un momento y en un lugar (EE.UU., durante y después de la II Guerra Mundial) y a los que si algo identifica como movimiento, mucho más rico y complejo de lo que erróneamente se ha percibido, es la defensa que todos ellos hicieron de la diversidad y la libertad individual.
Expresionismo abstracto es una muestra irrepetible, aunque la expresión suene a más de lo mismo y esté agotada por los reclamos publicitarios de tantos museos. Reunir 33 artistas y más de 130 pinturas, dibujos, fotografías y esculturas, muchas de ellas de dimensiones extraordinarias, procedentes de colecciones públicas y privadas de todo el mundo, es un esfuerzo de titanes que difícilmente volverá a suceder en mucho tiempo. ElGuggenheim Bilbao, con el patrocinio del BBVA, ha sumado fuerzas y ambición con la Royal Academy de Londres, donde desde el pasado mes de septiembre ha venido cosechando entusiastas muestras de admiración. No hay para menos. Es una gozada ir paseando de galería en galería e ir encontrando los colores flotantes de Rothko, la energía y el movimiento de Pollock, las grotescas figuras femeninas de De Kooning, las cremalleras de Barnett Newman o los paisajes dispersos de Clyfford Still, cuyas obras salen por primera vez del museo de Denver donde las depositó. Hay salas donde se establecen diálogos luminosos con artistas que nunca antes se habían visto en España. Pero los pesos pesados tienen habitación propia, y en todas ellas la presencia constante las esculturas de David Smith, quien siempre se sintió uno más entre los pintores.
David Anfam, comisario de la exposición junto a Lucía Agirre, prefiere hablar de “fenómeno” más que de “movimiento”. Los artistas se conocían bien entre ellos pero no hubo ni manifiestos ni compartían relaciones estilísticas relevantes. Lo más parecido fue una carta que enviaron Rothko y Gottlieb a The New York Times en 1943, en la que dejaban
caer algunas pistas sobre los fundamentos del expresionismo abstracto: “Estamos a favor de la expresión simple del pensamiento complejo”, escribieron, y objetaban contra el ideal del arte puro y autorreferencial: “No existe ningún cuadro de valor que no trate de nada. Reafirmamos que el tema resulta crucial y que sólo tiene valor aquel tema que sea trágico e intemporal”. Porque lo cierto es que a partir de la década de 1940 apareció en Nueva York un grupo de artistas que producía obras de una gran vitalidad, enormes formatos que parecían impelidos por la urgencia, ya fuera a través de inmensos campos de color, goteos dinámicos, cortes o salpicaduras. Bebían en los mismos bares, como la cafetería del Waldorf, entre una clientela compuesta mayoritariamente por taxistas, vagabundos y carteristas, y en 1949 De Kooning, Kline y Reinhardt, entre otros, fundaron The Club, donde discutían de arte y los fines de semana, cuando podían costearse la bebida, consumían alcohol en vasos de papel. “De tales jolgorios surgió una imagen del artista de Nueva York hostil y, muy a menudo, ebrio”, estereotipo que sin embargo no casaba con todos, como apunta Carter Ratcliff.
caer algunas pistas sobre los fundamentos del expresionismo abstracto: “Estamos a favor de la expresión simple del pensamiento complejo”, escribieron, y objetaban contra el ideal del arte puro y autorreferencial: “No existe ningún cuadro de valor que no trate de nada. Reafirmamos que el tema resulta crucial y que sólo tiene valor aquel tema que sea trágico e intemporal”. Porque lo cierto es que a partir de la década de 1940 apareció en Nueva York un grupo de artistas que producía obras de una gran vitalidad, enormes formatos que parecían impelidos por la urgencia, ya fuera a través de inmensos campos de color, goteos dinámicos, cortes o salpicaduras. Bebían en los mismos bares, como la cafetería del Waldorf, entre una clientela compuesta mayoritariamente por taxistas, vagabundos y carteristas, y en 1949 De Kooning, Kline y Reinhardt, entre otros, fundaron The Club, donde discutían de arte y los fines de semana, cuando podían costearse la bebida, consumían alcohol en vasos de papel. “De tales jolgorios surgió una imagen del artista de Nueva York hostil y, muy a menudo, ebrio”, estereotipo que sin embargo no casaba con todos, como apunta Carter Ratcliff.
El cliché los asocia de forma colectiva con el alcohol, el divorcio, la depresión, el suicidio o la muerte trágica. Y es verdad que hubo de todo ello: Pollock tenía sólo 44 años cuando el viejo Chrysler descapotable que conducía se estrelló contra un árbol. También se ha hablado de un arte de hombres, pero hubo mujeres artistas, como Hedda Sterne (ausente de la muestra de Bilbao), Joan Mitchell o Lee Krasner. “Siempre seré la señora Pollock”, se quejaba esta última, de quien en la exposición cuelga el terroso El ojo es el primer círculo, al lado de la Elegía a la República Española de Robert Motherwell y al maravilloso Mural que Pollock realizó para la entrada del apartamento de Manhattan donde vivía su mecenas, la coleccionista Peggy Guggenheim. Porque será un arte de hombres –la muestra trata de desmentirlo, aunque la presencia de obra de artistas mujeres es escasa– pero quienes lo apoyaron desde primera hora y lo pusieron en el mercado fueron dos mujeres: la propia Peggy y la galerista Betty Parsons.
Y tampoco se puede hablar de un arte genuinamente americano, precisa Lucía Agirre. Nueva York había desplazado a París como capital del arte y hasta allí habían llegado artistas de todas partes, como Willem de Kooning , de origen holandés, que se quejaba: “Este americanismo pesa como una losa”. Y ponía un ejemplo que resulta revelador: “Eso no ocurre si procedes de un país pequeño. Cuando iba a la Academia, pintaba modelos desnudos, estaba haciendo el dibujo de un desnudo, no Holanda”.
Esta es la primera vez que el expresionismo abstracto desembarca en Europa desde que en los cincuenta el MoMA envió dos expediciones a diferentes ciudades europeas, entre ellas Barcelona, la única donde en 1955 encontró un público afín que le hizo batir todos los récords de visitantes (60.000 en un mes, frente a los 20.000 de Londres, por ejemplo, donde tenía entrada libre, o los 8.000 de Viena).
El dato no deja de ser revelador (piénsese que en aquel momento un crítico de París aún se preguntaba: “¿Por qué creen que son artistas?”), pero aún lo es más saber que detrás de aquella operación se encontraba la CIA, que convirtió a los expresionistas abstractos –máxima expresión de libertad– en un arma propagandística de la cultura estadounidense contra la soviética, subvencionando su arte incluso a espaldas de los propios artistas. El MoMA, presidido por Rockefeller, realizó gran cantidad de adquisiciones y organizó muestras itinerantes que tenían por objeto difundir el estilo de vida americano en el mundo.
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