domingo, 10 de enero de 2016

Trampantojo_Calvo Serraller

'Cosas en una habitación, 25', de Fraquelo.








El trampantojo (hermoso vocablo castellano hoy también en desuso al aire de los tiempos, que aligera y pervierte el equipaje de las palabras, apocopando la precisa inteligencia de las cosas) significó, según El tesoro de la lengua castellana o española (1611), de Sebastián de Covarrubias, nuestro primer diccionario, “la trampa y engaño que alguno nos hace en nuestra presencia y delante de nuestros ojos”; o sea: algo propio de un hábil prestidigitador, de un mago y hasta de un ratero de guante blanco. En cualquier caso, una derivación posterior del trampantojo se aplicó también al arte, de suyo una esmerada reproducción ilusionista de la realidad, y, en concreto, para definir, dentro del género pictórico de los bodegones, aquellos cuyo verismo nos confundía hasta tener que palparlo.
Esta digresión viene al caso de haber visto la exposición del pintor Manuel Franquelo (Málaga, 1953), titulada Cosas en una habitación: una etnografía de lo insignificante, en la sede madrileña de la galería Marlborough hasta el 9 de enero de 2016, en la que este virtuosístico pintor hasta lo maniaco ha presentado su mundo mediante fotografías montadas sobre un bastidor de aluminio cubierto con una preparación de carbonato cálcico, algo que, a sus seguidores, nos ha dejado perplejos. Nuestra perplejidad la ha resumido a la perfección Ignacio Gómez de Liaño, en uno de los textos que acompañan al catálogo de dicha muestra, cuando afirma que los que pensábamos que sus cuadros parecían fotografías, ahora éstas se nos asemejan pinturas. ¡Cabe mayor trampantojo que esta reduplicación verista! Como siempre el arte no deja de sorprendernos, pero no tanto o solo porque ha usado siempre con naturalidad cualquier medio de expresión disponible, sino porque, mediante esta vía aleatoria, siempre nos muestra, con mayor alacridad, el mismo universo simbólico, que aumenta su fuerza precisamente cuando se anuncia como desvelamiento de lo insignificante.
En este sentido, dejando de lado lo que ha supuesto para algunos de nosotros su cambio de medio y de soporte, lo que, en definitiva, aquí interesa es cómo ese troncamiento del temblor de la mano por una técnica mecánica “vitrificada” o “higienizada” ha aumentado la plasmación de su personal mundo. Porque, a la postre, lo que importa es si el sofisticado modo con que Franquelo usa ahora lo fotográfico, amplía e intensifica, en efecto, su expresivo avistamiento de lo real.
El realismo, la vanguardia más duradera del arte contemporáneo con las técnicas y motivos simbólicos que se quieran, pues ensanchó el horizonte visual hasta lo minúscu­lo y lo insignificante, ha sido también el instrumento usado por Franquelo para su alucinante pesquisa interior y así dar pábulo de sí mismo a través de lo suyo, de las cosas que cotidianamente le rodean. Es impresionante lo que logra a través de este diapasón óptico, que, a veces, le aproxima a la atomización de la materia de Hércules Seghers, Seurat o Klee; otras, a la cristalización prismática de Mondrian; es decir: de todo lo visible, haz y envés. Una cumplida representación. Pero en esta denodada fruición de lo minúsculo, Franquelo deja también espacio para lo heráldico monumental, como en ese impresionante díptico, titulado Things in a room (Untitled*7) (2015), donde una arrugada cortina de tamaño natural, ensuciada por los avatares, se despliega en vertical como la trabajada vela de un buque fantasma errante. Y es así, como si nada, cuando nos enfrentamos a un presente, que arrastra todo el pasado, y a un pasado, ávido de porvenir. Precisamente ahí habita el arte, ese trampantojo donde se amasa lo memorable del discurrir.
Cosas en una habitación: una etnografía de lo insignificante. Galería Marlborough. Madrid. Hasta el 9 de enero.

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BLANCA ORAA MOYUA

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