Si usted es multimillonario, ama el arte y quiere que el mundo lo sepa solo tiene una opción: crear su museo. Nunca se había vivido algo similar. Infinidad de coleccionistas están abriendo museos privados para albergar sus tesoros. Ya sean rothkos o huevos de Fabergé. Una estrategia que mezcla altruismo y ego.
Todo comenzó en 2006, cuando François Pinault, dueño del emporio del lujo Kering —Forbes le estima una fortuna de 12.000 millones—, transformó por 80 millones de euros el Palazzo Grassi (un palacio veneciano del siglo XVIII) en un icono del arte contemporáneo. Añadió a su aventura el Teatrino y la Punta della Dogana, dos construcciones trazadas en Venecia por el arquitecto Tadao Ando. Tiempo después, Dasha Zhukova, esposa del millonario ruso Román Abramovich, contrataba al proyectista Rem Koolhaas para idear el Museo Garage de Arte Contemporáneo en Moscú.
Junto a una imagen vanguardista, estos espacios comparten otras señas de identidad. Los dibuja un arquitecto estrella, las colecciones son enciclopédicas (más de 2.000 obras de media) y los mismos artistas —próximos a la moda y el mercado— se repiten una colección tras otra. Este mimetismo impide averiguar si ese es el camino del arte actual o una fotografía distorsionada por los grandes coleccionistas, las galerías más poderosas y las casas de subasta.
Pero ese mundo artístico privado genera recelos. “En una época donde el mercado es tan dominante puede provocar que muchas colecciones sean idénticas siguiendo criterios de moda y etiquetas”, advierte Manuel Borja-Villel, director del Reina Sofía. Lo cierto es que hoy en día los museos privados son como un bolso Birkin: todo multimillonario del arte quiere el suyo. Con este paisaje de fondo, Martin Bethenod, director del Palazzo Grassi, relata que “la apertura de un museo es a menudo un desarrollo del compromiso de los coleccionistas hacia los artistas que apoyan. También es una consecuencia lógica del proceso de coleccionar. El deseo de posesión se transforma en la necesidad de compartir”.
En Miami, Mera y Don Rubell llevan medio siglo coleccionando arte. Atesoran 6.800 obras y cada semana los números crecen. En 1993 compraron un antiguo almacén de la DEA —el organismo gubernamental antidrogas— en Wynwood, un barrio empobrecido. Ahora es uno de los espacios privados de arte más ambiciosos de EE UU, con una filosofía clara: “Tener, conservar y compartir”. A fin de cuentas creen que es la “pasión” lo que explica este boom.
Tal vez sea así, pero Miami es la piedra de Rosetta para entender el fenómeno. Antes de los Rubell no había casi nada. Después, como en oleada, surgieron los espacios de Rosa de la Cruz, Martin Z. Margulies o Ella Fontanals-Cisneros. Todo cambió con la llegada en 2002 de la feria Art Basel a la ciudad. “Fue la bandera de marketing más grande que ha tenido Miami”, afirma Fontanals-Cisneros, quien ha reunido una de las mejores colecciones de arte latinoamericano del mundo en la Fundación Cisneros-Fontanals (CIFO).
Por ahora, tienen más de 2.000 obras y buscan entender qué significa hoy coleccionar. ¿Atesorar miles de piezas? Hay quien no cree en esta contabilidad. “Ser coleccionista no depende de adquirir muchas obras sino de la calidad en el trabajo de investigación en la búsqueda de las piezas”, observa Solita Mishaan, del comité de adquisiciones de la Tate Modern de Londres .En la otra costa de EE UU, en Los Ángeles, Eli Broad, a sus 82 años, es un hombre feliz. Tiene motivos. Una fortuna de 6.400 millones y un museo propio, The Broad, que estrenará el 20 de septiembre tras retrasos y pleitos con algún proveedor. El espacio ha costado 126 millones y el talento del estudio Diller Scofidio & Renfro. El tributo —apunta— a una pasión. “No puedo determinar el momento en el que Edythe [su mujer] y yo nos convertimos en coleccionistas serios. Pero pronto nos dimos cuenta de que todo tenía más sentido si compartíamos el arte que nos inspira con el público”.
El lenguaje del dinero
Tal vez debería ser así, pero el lenguaje del dinero se impone. Bernard Arnault, la segunda fortuna de Francia con 36.000 millones y dueño del grupo LVMH, inauguró cerca de París la Fundación Louis Vuitton. Una sucesión de velas de cristal diseñada por Frank Gehry que costó más de 100 millones y 14 años entre preparativos y construcción.
Más al norte, en San Petersburgo, el industrial ruso Viktor Vekselberg abrió en 2013 un museo dedicado a los huevos de Fabergé, de los que expone nueve. Y en Santander el Centro Botín (empeño privado de la dinastía de banqueros) estrena este año un edificio de 80 millones de euros de Renzo Piano. “Un espacio para apoyar la producción de obras y el conocimiento del arte contemporáneo”, desgrana el director artístico, Benjamin Weil.
Pero esta proliferación genera también intranquilidad. En un artículo en London Review of Books, el crítico Hal Foster se muestra escéptico: “Estas neoaristocráticas instituciones no pretenden tener conexión real con la esfera pública. Están lejos de los centros urbanos, son museos con el mismo tipo de propuesta, en el que pesan a partes iguales el prestigio y la colección y que compiten en la compra con instituciones que son, al menos, semipúblicas”. Una lucha (de dineros) desigual.
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