(Recordando a Ángel González García)
1.
“Decid claramente a vuestro Patronato que el V.P. ha sido sin duda una parte de mi desarrollo como artista, decidles que ha sido la parte más importante, que me gusta castaño, negro, rojizo o dorado, rizado o liso, de todos los tamaños y formas. Si eso no les convence decídmelo.” [1]
Así –“Re: vello púbico”- escribía Edward Weston a los responsables del departamento de fotografía del MOMA durante la preparación de su primera retrospectiva, en 1946, ante las dudas del museo sobre la conveniencia de mostrar sus desnudos. La exposición los incluyó finalmente sin que se produjera ningún escándalo, pese a la atmósfera moral de esos años, en los que, por ejemplo, era ilegal mandar por correo imágenes que mostraran vello púbico. Charis Wilson, su segunda esposa y modelo habitual, recordaba a Weston examinando cuidadosamente fotografías con una lupa, no fuera que, por algunos pelos apenas visibles, peligrara el envío postal.
2.
Un artículo de prensa nos informa [2] de que en España se ha puesto de moda, entre los adolescentes, depilarse íntegramente el V.P: “Almudena no olvidará el impacto que sufrió el día en que descubrió que su hija de 15 años tenía el pubis completamente depilado. ´Me quedé boquiabierta (…) Me pregunté, ¿de dónde ha podido sacar esta idea? Ella dice que lo hace por estética, pero yo creo que lo ha sacado de la pornografía, el único sitio donde se ve como lo más normal del mundo`. A Elena, su hija, no hacerlo le daría vergüenza. ´Ellos ven raro que no estemos completamente depiladas`, cuenta ya a solas”. “Ellos”, claro, son los chicos. “Álvaro, de 18 años, sostiene que la exigencia va en ambos sentidos: “¡Yo cada tres días me afeito mis partes porque ellas también lo demandan! Si me topo con una que no lo está, me da asco”.
Más de la mitad de los adolescentes españoles de entre 14 y 17 años, nos dice el reportaje, han visto porno en Internet: “Y, mal digerido, el porno provoca nuevos comportamientos que los adultos no entienden”. Olvidemos por un momento, aunque retornaremos a él, el problema digestivo que plantea la reportera y centrémonos en el proceso de aprendizaje, que en el mismo artículo sintetiza así un médico: “Nuestros cerebros aprenden. Si te acostumbras a excitarte viendo determinados videos luego eso condiciona tus preferencias”.
En una interesante mezcla de historia del arte y autobiografía [3], Rafael Argullol rememora con claridad y delicadeza la embriaguez deslumbrada del descubrimiento del “polen de la carne” [4] en las selectas láminas de una venerable enciclopedia de arte, y traza el rastro de cómo las posturas, las redondeces, y las miradas y expresiones de los desnudos de Botticelli, Tiziano, Velázquez, y demás grandes maestros modelaron, en su primera adolescencia, su sensibilidad erótica. Hoy los jóvenes se ilustran navegando por la red de redes, y parecen estar siendo formateados eróticamente en el modelo del rasurado integral, posiblemente efecto -si la función crea el órgano, también puede afeitarlo- del reinado del tanga y el sexo oral. Y tal vez estén empezando a desarrollar lo que voy a llamar el síndrome Ruskin.
3.
El autor de “Las siete lámparas de la Arquitectura” estuvo casado seis años con la bella y elegante Effie Gray. Su enlace terminó cuando ella escribió a su padre revelando que en esos seis años Ruskin aún no había consumado el matrimonio, pretextando a lo largo de ese tiempo distintas razones –“odio a los niños, motivos religiosos, un deseo de preservar mi belleza”- hasta confesar finalmente “que había imaginado que las mujeres eran muy diferentes de lo que él veía en mí, y que la razón por la que no me había hecho su esposa era porque mi persona le había repelido la primera noche”. Durante el proceso de anulación Ruskin escribió a su abogado: “Puede parecer extraño que pudiera abstenerme de una mujer a la que la mayoría encuentra tan atractiva. Pero aunque su rostro era bello, su persona no estaba formada para excitar pasión. Por el contrario, había ciertas circunstancias en su persona que la anulaban completamente”. [5]
Nada menos que seis años –basta con recordar el libro de Lucy Lippard del mismo título para ver cuántas cosas y cuán importantes pueden ocurrir en ese tiempo- aguantando el tipo. El asombro ante el pubis súbitamente lampiño de su hija no tuvo efectos secundarios para Almudena, conocedora, como mujer moderna, del “antes y después” que ofrecen los llamados centros de estética o institutos de belleza; nombres, por cierto, bien apropiados para instituciones dedicadas al arte. Pero John Ruskin sufrió un traumático e irreversible shock en su noche de bodas, presumiblemente al encontrarse con el monte de Venus de su desposada poblado por una mata de vello púbico. Y todo, ni más ni menos, y esto es de verdad fascinante, por saber más de arte que de anatomía femenina: el infeliz nunca había visto una mujer desnuda, pero sí muchas estatuas y pinturas de desnudos femeninos sin un solo pelo en sus cuerpos de mármol o de óleo y pigmentos. La distancia entre la configuración del modelo mental del deseo y la realidad desnuda de la carne pilosa fue infranqueable, y convirtió en algo monstruoso, desfigurado y repulsivo el cuerpo anhelante de la desdichada Effie, que quedó tan virgen como mártir. Sabemos que Edward Weston, en cambio, habría disfrutado mucho teniéndola frente a su aparato fotográfico. Es lo que tiene preferir la carnosidad de la realidad a su, por definición engañosa, representación.
Lo cierto es que la alarmada Almudena se equivocaba al decir, del rasurado total, que la pornografía es “el único sitio donde se ve como lo más normal del mundo”, porque, y la prueba de su normalidad es que apenas reparamos en ello, los museos están cuajados de cuerpos que exhiben una depilación integral que, como hemos visto, puede llegar a convertirse en artículo de fe estético para personas hipersensibles como Mr. Ruskin o el joven Álvaro.
4.
De todo esto me acordaba leyendo “Las risas de Pornos”, la segunda parte del nuevo libro [6] de Ángel González García, aparecido casi al tiempo que su reciente fallecimiento. Su lectura, y la relectura del delicioso “Roma en cuatro pasos”, durante estos días tristes han supuesto un cierto consuelo ante el impacto emotivo de la pérdida, duramente temprana, de una persona excelente y afectuosa, con una mente privilegiada, que ha enriquecido culturalmente a un par de generaciones y a decenas de promociones universitarias.
En dicho ensayo, con la inteligencia marca de la casa, Ángel González explora la relación arte-pornografía recorriendo meandros siempre sorprendentes. Su intención, declara, “sin llegar a ser del todo un intento simétrico de espiritualizar la clamorosa carnalidad de la pornografía, sí que pretendía amortiguarla un poco; más aún, poner en solfa su principal cualidad: la de constituir una presencia invasiva y perturbadora. Porque os diré que cuanto más miraba imágenes pornográficas, más evidente se me iba haciendo que lo pornográfico no estaba allí, sino en otro lugar menos tangible, nunca supe dónde exactamente, aunque finalmente sospeché que donde se desata la risa, y de ahí el título (…)”.[7]
Las vallas fronterizas entre desnudo artístico y desnudo pornográfico siempre han sido zona de conflicto, y los artistas las han (a)saltado a menudo. La “Olympia” de Manet o las obras de Koons/Ciccolina serían ejemplos de devoluciones en caliente, como se dice ahora, aunque finalmente se les concediera permiso de residencia museístico. Y eso por no referirnos –Ángel González dedica unas páginas enjundiosas al que llama “paisaje genital”- al más famoso retrato de las partes pudendas femeninas, bien dotadas por cierto de V.P. por la naturaleza: “El origen del mundo” de Courbet, un cuadro que generará seria confusión a quien busque determinar si responde a un modelo pictórico, anatómico o pornográfico, o a todo ello a la vez. Que sus sucesivos dueños utilizaran para ocultarlo a ojos inocentes o indiscretos, a modo de insólita hoja de parra, otro lienzo -primero un paisaje nevado del propio pintor, y luego un hábil desvío del original, encargado a André Masson por Lacan, su úl timo propietario privado- es una interesante variación de un clásico: los cuadros suelen esconder cajas fuertes, no otros cuadros. Sería curioso saber cómo habría reaccionado Ruskin, ya sesentón cuando se pintó, de haber visto la obra, y, también, si su síndrome habría respondido al tratamiento lacaniano, que esperemos no sea necesario aplicar a los adolescentes españoles a quienes pueda repugnar el lienzo o lo que representa. Lo curioso es que, tal vez para compensar, parece que “ellos” han optado masivamente por llevar barba. Hay quien piensa que toda barba encubre algo, y también se dice que afeitársela es el más rápido disfraz. Marcel Duchamp dotó de bigote y perilla a Mona Lisa, abriendo la caja de Pandora de las cuestiones de género, pero sin embargo el cuerpo femenino de su “Étant donnés” luce un brasileño impecable.
Ángel, con su olfato único, rastrea y caza la cita exacta que pone las cosas en su justo sitio: “'Cada epidermis engendra su pelo', -escribió Baudelaire en el salón de 1846- y a renglón seguido, -'cada individuo tiene su ideal', de belleza, se entiende, aunque lo que Baudelaire dice implique la improbabilidad de un ideal universal de belleza y, por lo tanto, de la belleza misma”. [8]
El síndrome de Ruskin ilustra nuestra complicada e inescapable relación con los modelos que rigen nuestra experiencia, que tan a menudo niegan la parte de realidad que no contienen. Por ejemplo, hablando de modelos artísticos, y volviendo al problema digestivo de más arriba -“mal digerido, el porno provoca nuevos comportamientos que los adultos no entienden”-, bastaría sustituir “porno” por “arte” para obtener una preci(o)sa definición del término “arte muy contemporáneo”.
5.
Ángel protagonizó una de mis anécdotas más preciadas. En varias ocasiones, a lo largo de los años, he celebrado mi cumpleaños enviando a mis amistades una tarjeta relativa a un artista. Una de ellas, allá por 1988, decía: “Armando Montesinos tiene el placer de comunicar que Marcel Duchamp es un hueso duro de roer”. Un par de semanas después me encontré en la calle con él. Con la fina ironía que siempre le distinguió, tan corrosiva como cariñosa, pues nacía del conocimiento y buscaba su producción, me espetó: “A otro perro con ese hueso”. Como el sabio lúcido que era, nunca tuvo pelos en la lengua.
Afortunadamente para nosotros, obras como “El resto” y “Pintar sin tener ni idea” son inagotables, como lo serán los ya necesarios libros futuros que vayan recogiendo sus numerosos textos, dispersos en catálogos o relatados en sus apasionantes conferencias, en los que desplegaba, con ese insuperable estilo siempre cercano al lector o a la audiencia, su alta erudición, su humor sagaz y sus hallazgos deslumbrantes.
* Del Consejo de Críticos y Comisarios de Arte.
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Notas
[1] Janet Malcolm,”Edward Weston´s Women”, en Forty-one false starts, Farrar, Straus and Giroux, 2013, p. 178.
[2] Carmen Pérez-Lanzac, “Sin instrucciones para saber de sexo”, El País, 27 octubre 2014, p. 40.
[3] Rafael Argullol, Una educación sensorial, Fondo de Cultura Económica, 2002.
[4] “(La pintura) se interesa más por el polen de la carne que por cualquier otra seducción humana”. Frase
de Mallarmé recogida por Roberto Calasso en La folie Baudelaire, Anagrama, 2011, p. 254.
de Mallarmé recogida por Roberto Calasso en La folie Baudelaire, Anagrama, 2011, p. 254.
[5] Janet Malcolm, “Nudes Without Desire”, en op.cit., p. 189. Malcolm extrae las citas aquí utilizadas de los libros de Mary Lutyens sobre Ruskin.
[6] Ángel González García, Religión Arte Pornografía, Ediciones Asimétricas, 2014.
[7] Ibíd, p.13.
[8] Ibíd, p.86.
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