Por extraño que pueda parecer, este es el tiempo de los museos. Por muy obsesionados que andemos con las prisas o precisamente gracias a eso, necesitamos detenernos para dedicar un largo espacio en nuestras vidas a la mera contemplación. Una experiencia íntima, el contacto visual, un diálogo en silencio con la belleza, el misterio, la intriga, la atracción de una obra de arte elevan al ciudadano contemporáneo hasta el punto de merecer la pena la espera, el desplazamiento, incluso la aglomeración.
¿La recompensa? Un momento de confesión, sin más celosía que las pertinentes medidas de seguridad, con piezas irrepetibles, originales, únicas, en plena época de distribución masiva en serie de todo tipo de objetos o manifestaciones, incluidas las culturales. El valor de lo que no se puede volver a producir y ha quedado consagrado para la historia en mitad de un pulso contra el tiempo, del que ha salido ganando. La poderosa singularidad de la obra de arte.
El museo es la casa del pintor, comenta Eduardo Arroyo en su particular Guía del Prado. El refugio donde se inspira, el techo que cobija la identidad del creador. Son sendas por recorrer, respuestas, indicaciones, su brújula. Pero también es el gran foro ciudadano: un prominente lugar de reunión para el disfrute y la reflexión. Para el asombro, la emoción callada y la admiración.
Quienes llevan sus riendas hoy en día se desenvuelven en las fricciones propias del presente. Quizás seamos hijos de la época más regocijante, abierta, plural y contagiosa que haya existido nunca en cuanto a la relación de la cultura con la ciudadanía. Los retos del silencio y la paz que requieren los museos, la experiencia casi de comunión religiosa que podríamos demandar a la contemplación del arte a menudo no se corresponden con el recurrente, aunque no permanente, tumulto que se vive en los grandes museos.
El País Semanal ha propuesto a seis responsables de algunas de las principales pinacotecas del mundo una cruda elección rayana casi en el fetichismo. Cada uno de ellos debía elegir de la colección que tiene a su cargo una sola obra y posar con ella.
Miguel Zugaza se pliega ante el emblema de Las meninas, de Velázquez, en el Prado. Nicholas Penny, dentro de la National Galleryde Londres, ha elegido Un concierto, de Lorenzo Costa, donde se plasma un palpable diálogo entre la música y la pintura. Wim Pijbes, en el Rijksmuseum de Ámsterdam, se ha decantado por el revuelo asustadizo de El cisne amenazado, de Jan Asselijn. Sabine Haag, del Museo de Arte Histórico de Viena, apuesta por el Salero, de Benvenuto Cellini, una escultura de mesa en oro y marfil, robada y felizmente recuperada. Jean-Luc Martinez, en el Louvre, no se resiste ante la imponente Victoria de Samotracia en plena restauración, y Thomas P. Campbell, en el Metropolitan de Nueva York, escoge el Templo de Dendur.
Todos los centros que dirigen fueron creados y abiertos al público en el siglo XIX. Más bien que mal, con las avalanchas y el interés de la gente en aumento, como pueden y les dejan –si descendemos al trauma de la última era de los recortes en el Prado, por ejemplo–, han ingresado ya en la dualidad real/virtual del siglo XXI. Un museo pudiera ser el mayor legado que las generaciones precedentes logran dejar a a sus hijos. Con esa concepción, heredera de la Ilustración, Europa fue abriendo en sus capitales y sus ciudades bandera las puertas de estos templos cívicos.
Hoy, el efecto imán no es suficiente. Ni lo único por explotar. Hoy y mañana, los museos pueden trasladarse a nuestros hogares a través de Internet. Lejos de menguar el interés en la experiencia real, los avances tecnológicos la aumentan. Pero vayamos por partes.
Una de las grandes preocupaciones de los directores de grandes museos no es detener las avalanchas –bienvenida sea cada vez más gente a sus salas–, sino ordenarlas. Una delegación de responsables de pinacotecas francesas acaba de visitar España para que les expliquen cómo abordar la apertura siete días a la semana.
El Louvre, antes de su ampliación en la era de Mitterrand, recibía 2,7 millones de visitas al año. La obra, con su famosa y polémica pirámide a la entrada, calificada además como faraónica, fue proyectada para acoger a cuatro millones. El complejo de Ramsés se quedó corto. La exhibición de grandeur también. En 2013, el museo parisiense fue el más visitado del año, con más de 10 millones de personas. La ola ha obligado a invertir 53 millones de euros en recomponer la acogida y los itinerarios.
El hecho de que el Louvre continúe en una auténtica transformación para afrontar la creciente fiebre por el arte llevó a Jean-Luc Martinez, su director, a proponer una fotografía suya con la Victoria de Samotracia junto a un andamio. Quería dar testimonio de una de las restauraciones más cruciales del Louvre en los últimos tiempos. Simbolizar la constante carrera de un museo en pos del cuidado de sus tesoros. En este caso, los técnicos revisaron 20 piezas de mármol de forma separada para dejarlas como nuevas.
“Tengo una relación afectiva con esta obra. Fue mi guía al entrar a un museo por primera vez. A medida que recorría la escalera me atrapó su belleza, la magia que le aportaba al lugar”. Con el tiempo también le convirtió en experto en escultura griega, romana y etrusca: “Su virtuosismo, su capacidad de seducción…, su reto constante al conocimiento. Es una obra que, a medida que la estudias, nos confirma la sensación de que cuanto más creemos saber, más ignoramos”.
Un lugar como el Louvre –con 2.300 empleados– quiere mantener su posición en el mundo de hoy. Un mastodonte así, cuyo tiempo medio de visita está en 2 horas y 40 minutos, con un 60% de gente que pisa sus salas por primera vez, necesita estar a la altura de los tiempos: “Me hace feliz que cada vez acuda más gente al museo, que crezcan los aficionados a la historia del arte, nuestro reto consiste en ofrecer una experiencia personalizada”, comenta Martinez, que lleva dos años al frente de la institución.
Abrir todos los días puede ser una solución a su avalancha. Se trata de una iniciativa que ha supuesto un giro primordial para las pinacotecas españolas. El Prado lo puso en práctica en 2012. Miguel Zugaza, su director, resalta la importancia de la medida y pone sobre la mesa los resultados. Más cuando en los últimos siete años el Estado ha recortado su aportación en un 60%.
Zugaza se amarra a Las meninas para simbolizar la adelantada y profética visión que tuvo Velázquez en su día, reflejada en su cuadro: “El protagonista es el espectador ante la contemplación de una obra”. Un espectador que se suponía en posición de privilegio. De hecho, el cuadro colgó de las paredes donde despachaba Felipe IV: fue pintado para él. El tiempo expandió ese privilegio a todo el mundo. Al público global que hoy lo admira. “Desde que Luca Giordano lo calificara como la teología de la pintura, no ha bajado de su pedestal hasta hoy”, afirma Zugaza.
Zugaza se amarra a Las meninas para simbolizar la adelantada y profética visión que tuvo Velázquez en su día, reflejada en su cuadro: “El protagonista es el espectador ante la contemplación de una obra”. Un espectador que se suponía en posición de privilegio. De hecho, el cuadro colgó de las paredes donde despachaba Felipe IV: fue pintado para él. El tiempo expandió ese privilegio a todo el mundo. Al público global que hoy lo admira. “Desde que Luca Giordano lo calificara como la teología de la pintura, no ha bajado de su pedestal hasta hoy”, afirma Zugaza.
Las meninas son emblema del Prado. Su protagonismo desafía al tiempo. Pero como símbolo de la diversidad de visiones que nos ofrece el presente, Zugaza también podía haber elegido El jardín de las delicias, de El Bosco. “Es una obra cuya visita en el museo resulta completamente distinta a la que puedes disfrutar si lo ves en alta definición en tu casa. En la sala sólo captas una experiencia limitada, si entras al detalle en el ordenador, descubres muchas más cosas”.
El cataclismo que la irrupción de Internet ha supuesto para los mercados de casi todos los sectores culturales ha producido en el mundo de los museos el efecto contrario: “Nos ofrecen la oportunidad de cumplir nuestra misión a escala global. Quien no pueda acercarse físicamente a Madrid, puede entrar en el Prado desde cualquier lugar del mundo”.
Otro aspecto para el paradójico equilibrio del presente. No otra cosa supone dirigir un museo para Wim Pijbes, responsable del Rijksmuseum de Ámsterdam: “Resulta una acción de balance que se pone de manifiesto entre amplias y diferentes propuestas sin perder de vista los detalles más ínfimos”.
Pijbes lo resume eficazmente con un proverbial arte de birlibirloque haciendo uso de los eslóganes: “Dar servicio a un público amplio con un toque personal. Transformar el Rijksmuseum en tu Rijksmuseum”. En ese aspecto, él ha elegido como símbolo este poderoso Cisne amenazado, de Jan Asselijn: “Por su fuerza, su soberana belleza que le otorga poder absoluto. Una vez contemplado, no puedes olvidarlo”. En tu retina queda el solemne revoloteo blanco en defensa de su nido, con la imagen de la amenaza ante la belleza que se revuelve haciendo valer la dignidad de su supervivencia. Bonita metáfora para los tiempos oscuros dentro de un cuadro pintado por el artista barroco holandés en 1650 y que para Pijbes merece la pena y justifica el esfuerzo de una visita. “En un mundo de preponderancia virtual y vida acelerada, el valor de experiencias auténticas atrae cada vez a más gente”. Con todos los inconvenientes que ello puede conllevar. Con las dificultades que supone armonizar la transformación de instituciones creadas para minorías en el XIX a recintos para mayorías en el XXI.
Nicholas Penny, responsable de la National Gallery en Londres, que abandona este año el cargo, reflexiona sobre la metamorfosis: “Nuestros centros, creados hace dos siglos para poblaciones más reducidas, no se han desarrollado lo suficiente para desenvolverse en la sociedad del turismo de masas. Contamos con un enorme volumen de visitas en la National Gallery –más de seis millones–, y eso supone una gran dificultad para el disfrute tranquilo de algunas de nuestras obras. Me pregunto a menudo cómo se las arregla un joven artista a la hora de estudiar la obra de Rafael o Miguel Ángel en el Vaticano. Es un auténtico problema y lo será mayor para mis sucesores y quienes llevan museos en París, Florencia o Roma, más que para nosotros”.
Los museos más concurridos de Londres –El Británico, la Tate Modern y la National Gallery–, se colocan año tras año a la cabeza de la lista de los 10 más visitados del mundo. “Existe una gran reticencia en las sociedades democráticas a expresar cualquier cosa que sugiera que lo popular es malo. Pero resulta innegable que a menudo los libros más vendidos no son los mejores. Lo mismo ocurre con las exposiciones más visitadas. No son siempre las mejores, lo mismo que las obras de arte favoritas del gran público”, afirma Penny.
Las creencias e intereses de cada época se dan la mano, según el responsable de la National Gallery. “No siempre el verdadero amor al arte mueve a los turistas a sentir que deben contemplar una obra; lo mismo que en la época medieval, no era siempre el fervor lo que motivaba a los peregrinos a viajar a pie largas distancias”. Aunque eso no ensombrece lo fundamental: “Para mí es un hecho y afronto con una enorme convicción que los museos pertenecen a la gente y no deben ser tratados como un recurso para los privilegiados o los mejor educados”.
Para manejarlo se requiere un perfil con determinadas características: “No es fácil. Debe tratarse de alguien experto en la materia y con una considerable experiencia de comisariados y organización de exposiciones, asimismo con disposición de emplear tiempo en labores administrativas, así como habilidades para la dirección, la influencia y la recaudación de fondos de donantes. Queda poco tiempo en cambio para acudir a la biblioteca, organizar como quisiéramos las exposiciones o ayudar a un joven colega en una investigación, es necesario sacrificar mucho de lo que nos gusta, pero, aun así, el trabajo tiene sus recompensas”.
Como disfrutar las veces que uno lo desee de una íntima relación con las obras que adora. Es el caso de Un concierto, pintura de Lorenzo Costa. La pieza junto a la que Penny ha elegido posar: “Me impresionó desde el primer día que pisé el museo con mi padre en 1950”, recuerda Penny. Debió ser grande el impacto. Porque hoy, el responsable de la pinacoteca prepara un catálogo sobre el arte proveniente de Bolonia y Ferrara en su colección. “Como historiador del arte me resulta fascinante. Para mí representa el inicio de un género que floreció después durante siglos y que resultó especialmente atractivo para los seguidores de Caravaggio”, comenta.
El arte de recaudar fondos resulta fundamental en estos tiempos. En EE UU sacan ventaja porque las instituciones culturales apenas cuentan con aportaciones de los Gobiernos. Pero en Europa se ha debido forjar una generación de gestores que ha tenido que aprender a cabalgar a partes iguales entre el dinero público y privado. El caso de Zugaza y el Prado en España representa mejor que nadie ese viaje con un cambio de estatus legal incluso en el museo.
Atrás quedan los tiempos en que la pinacoteca madrileña vivía prácticamente a cargo del Estado. Hoy, el 70% de los fondos de su presupuesto –42 millones de euros– los aporta el museo. Aunque no es lo deseable: “Lo ideal sería que del Estado provenga la mitad y la otra parte quede equilibrada con las recaudaciones de visitas y las aportaciones privadas”, comenta Zugaza.
No es el caso del Metropolitan de Nueva York: con fondos en su mayoría privados, sigue desarrollando formatos que atraen gran público y marcan tendencia en la gran liga mundial del patrimonio. Para Thomas P. Campbell, su director, la excitación de dirigir el Met reside en la mezcla de varios campos: “La tecnología, el viaje, la formación, marcarse metas que unan la utilidad con la creación”, asegura.
O un sencillo traslado a través del tiempo. Como ha hecho él al elegir El Templo de Dendur, obra egipcia del siglo I antes de Cristo, regalo del Gobierno de dicho país a Estados Unidos en 1965. Hoy puede apreciarse desde Central Park a través de unas grandes cristaleras en las, según asegura Campbell, “se simboliza el aroma de convivencia entre la antigüedad y la vida moderna en un palpable sentido de la historia dentro de un ambiente que lo torna real y muy relevante al tiempo”.
El director del MET recuerda también la primera vez que lo vio: “Me impactó su poderío, la monumentalidad transportada. Se ha convertido en uno de los grandes iconos del museo, me impresiona cómo la obra nos habla de la resistencia de la cultura, de su supervivencia; conlleva un gran mensaje para el mundo presente”. El de la prisa, la masificación, donde, según él, resulta un reto guiar al visitante hacia los lugares aislados: “Existen muchos dentro de nuestro museo y, aunque son difíciles de encontrar, representan mejor que las colas o los amontonamientos la mágica experiencia que uno puede vivir dentro”.
Siempre que no sea la que se dio en el Museo de Historia del Arte en Viena un 11 de mayo de 2003. Lo cuenta Sabine Haag, su responsable desde 2009. Puso de manifiesto otro de los problemas fundamentales en la mente de cualquier director: el robo de una pieza. Dejamos el punto de thriller para el final. “Era la Noche de la Música, se cerraba tarde. Algunas alas del edificio estaban en restauración. Un hombre aprovechó los andamios, rompió una ventana y se llevó el Salero, de Benvenuto Cellini, una de nuestras obras más preciadas. Tardó 90 segundos. No había nadie, al día siguiente fueron las señoras de la limpieza las que se dieron cuenta de que faltaba”.
El ladrón resultó ser empleado de una empresa de seguridad. “Estaba familiarizado con nuestras medidas. Fue todo un revuelo en nuestro país y fuera. Por eso no pudo colocarla, entre el seguro y la policía acabaron atrapándole. Les dijo que había enterrado la pieza en un bosque cercano a la ciudad. En enero de 2006, volvió al museo”. Hoy es la obra que Sabine Haag considera su emblema. “Viví todo eso como directora de la colección, cuando nos fue devuelta pueden imaginarse lo que nos emocionamos”.
El ladrón resultó ser empleado de una empresa de seguridad. “Estaba familiarizado con nuestras medidas. Fue todo un revuelo en nuestro país y fuera. Por eso no pudo colocarla, entre el seguro y la policía acabaron atrapándole. Les dijo que había enterrado la pieza en un bosque cercano a la ciudad. En enero de 2006, volvió al museo”. Hoy es la obra que Sabine Haag considera su emblema. “Viví todo eso como directora de la colección, cuando nos fue devuelta pueden imaginarse lo que nos emocionamos”.
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