jueves, 6 de noviembre de 2014

Louise Bourgeois



Suele decirse que si un artista no se ha hecho famoso a los 35 años, o a lo sumo a los 40, debe olvidarse de la fama. Pero el caso de Louise Bourgeois es una excepción a esta supuesta regla.

Nacida en Francia, estudió en la école des Beaux Arts y en la école du Louvre; allí conoció en 1938 al historiador del arte norteamericano Robert Goldawater, con quien se casó y se fue a vivir a los EE. UU. La carrera de Bourgeois en este país fue de éxitos menores. Pero hacia el final de los 70, su mundo obsesivo comenzó a provocar un vivo interés y en 1982, una gran retrospectiva en el MoMA proyectó a la artista, ya septuagenaria, al primer plano de la escena internacional.

Cuando Bourgeois era niña, su familia le preguntaba: “Louison, ¿por qué hablas tanto? ¿Qué es lo que tratas de ocultar?” La voluminosa edición original de los escritos y entrevistas de la artista (Violette editions, Londres, 1998), de la que esta antología en castellano recoge sólo una tercera parte, suscita esa misma pregunta.

Cuanto más habla Bourgeois, más evidente se vuelve su intención de despistar al lector, arrojando tinta, como el calamar, para escapar a sus perseguidores. Ella, que quiso que Mapplethorpe la retratara con sonrisa traviesa y llevando bajo el brazo un enorme falo rugoso como si fuera una baguette de pan, declara una y otra vez que su creación no es “intencionalmente erótica”.

Bourgeois despliega todo su arte del camuflaje al tratar de desligarse del surrealismo, la estética de la que es una representante típica, aunque muy rezagada. Comenzó su trayectoria como escultora con unas tallas en madera derivadas de Arp. Algunas de las ideas más celebradas de Bourgeois están tomadas de otros surrealistas: la imagen del cuerpo femenino como un racimo de pechos procede de Bellmer, la Mujer-cuchillo viene de la Mujer-cuchara de Giacometti. Pero ella parece decidida a olvidar estas deudas. Desde luego abomina de André Breton y declara que su obra no tiene nada que ver con el objeto surrealista. Algo parecido le sucede con el psicoanálisis. Bourgeois manifiesta su aversión a Freud (y a Lacan); pero ella misma, con sus típicas obsesiones, es el prototipo de artista psicoanalítica. El tema dominante en estas páginas es su infancia, o mejor, sus traumas infantiles, sobre los que vuelve una y otra vez para ajustar cuentas con su padre promiscuo e irresponsable, con su madre enferma y consentidora, con la amante de su padre (que era la preceptora de la propia Bourgeois). Frente a esos fantasmas del pasado, el arte sería a la vez un síntoma y una terapia. El arte actuaría como la conversión histérica, somatizando los antiguos terrores. Pero al revivir esos miedos, la creación artística permitiría liberarse de ellos; tendría un valor catártico. Mientras Bourgeois habla, como si estuviera en el diván, el lector debe escucharla con la misma atención y sobre todo con la misma capacidad de sospecha con que el psicoanalista escucha a su paciente.
 

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BLANCA ORAA MOYUA

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