Un refinado crápula, Utsugi, de 77 años y con una salud muy quebrantada por una hipertensión desbocada, viendo venir la muerte a pasos cada vez más agigantados, se deja poseer por su muy acendrada erotomanía en la peligrosa forma de encandilarse por los encantos de su bella y casquivana nuera, Satsuko, la cual sabe explotar el inocuo delirio de este anciano ya físicamente impotente, pero dotado con la considerable fortuna como para colmar los caros caprichos de esta desaprensiva mujer. De esta manera, el propio Utsugi, que escribe un diario, nos va informando de los progresos en esta relación perversa, que no pueden consistir en otra cosa que las muy diversas y, por fuerza, alambicadas maneras con las que secretamente accede, como voyeur, a la intimidad física del hermoso objeto de su deseo. Esta historia podría resumirse como el patético final de un viejo verde, porque el fervor que le produce esta excitación acelera a todas luces su más que previsible fallecimiento. Siempre se ha hablado de la estrecha relación que hay entre el amor y la muerte, aunque, en la peculiar situación de Utsugi, este fatal anudamiento entre ambos adquiere un cariz dramáticamente perentorio.
De todas formas, el acicate al leer el relato de la desenfrenada pasión de Utsugi trasciende la vulgaridad del deseo, no solo porque el lujurioso anciano es consciente en cada instante del peligro que corre con esta aventura, sino precisamente por las sofisticadas formas artísticas con las que lo provoca. La última y más insensatamente prodigiosa es la que le lleva a planear el diseño de su propia piedra tumbal con el relieve de los bellos pies de Satsuko, para lo cual, y ya en las últimas, adquiere unas resmas del mejor papel y convence a la joven para que, entintadas en rojo sus plantas queden así estampadas y sirvan como modelo, una operación morosa que personalmente él se encarga de llevar a cabo, provocando su fatal frenesí.
El arte es una forma de pensamiento, pero con la peculiaridad de que vehicula aspectos oscuros e indescifrados de la personalidad humana, todo lo cual hace que sus productos sean a veces más confusos e intolerables para el sentido común, aunque también que estén dotados de una incomparable densidad simbólica. Este es el caso de Utsugi al revestir con toques de refinada belleza su atávico deseo, pero, sobre todo, del autor de su fábula, el escritor japonés Junichirô Tanizaki (1886-1965), cuyo Diario de un viejo loco (Siruela) acaba de ser publicado en nuestro país con una excelente traducción a partir de su versión inglesa de María Luisa Balseiro.
Escrita entre 1961-1962, esta novela fue una de las últimas publicadas por el genial Tanizaki, cuando contaba justo con 77 años, y causó sensación entre sus colegas contemporáneos más dotados, como Mishima y Kawabata. Este último, al leerla, le comentó al primero con agudeza premonitoria, en una carta fechada el 17 de abril de 1962, que Diario de un viejo loco le había “maravillado: me pregunto (y esto queda entre nosotros) si esta obra maestra no tendrá valor de testamento”.
Parece obvio, en fin, que, como no podía ser menos, las personalidades de Utsugi y Tanizaki se confunden, pero no solo por la lógica identificación entre el retratista y el retratado, sino por ser ambos la válvula de escape artística de la verdad inconfesable que todos llevamos dentro. En este sentido, podemos afirmar que el arte entronca con el pensamiento puro, que no hay que equivocar con el razonamiento o con la cognición, pero el arte, a diferencia de aquel, no teme transfigurar la realidad sin filtrar toda clase de residuos corporales, con lo que esa su impureza nos transporta un mensaje radioactivo único, lo cual quizá nos explique que siga perdurando entre nosotros muchos siglos después de su invención.
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