Vista de la instalación de Wolfgang Tillmans en el Museo Dhalem. 8ª Bienal de Berlín. Foto: Anders Sune Berg
Con medio centenar de artistas y aunque muchos -tal vez demasiados- son primeras espadas en el cartel internacional, esta es una bienal modesta. Su principal seña de identidad es la mesura, la discreción casi solemne de un montaje que recupera los formatos de exposición tradicionales. La instalación del comisario colombiano-canadiense Juan A. Gaitán está muy cuidada, más cerca del sigilo del museo que del follón festivalero, y favorece el contacto directo e inapelable con obras que privilegian la definición de sus propios contornos frente a la opción de alentar sinergias con otros trabajos. Se ve muy bien esta Bienal.
Una de las decisiones curatoriales más decisivas ha sido la de evitar los espacios destartalados que han acogido durante años una forma muyberlinesa de hacer exposiciones, un estilo que perfilaron la para muchos míticaOf Mice and Men de Gioni, Cattelan y Subotnik en 2006 y What is waiting out therede Katrin Rohmberg en 2010. Gaitán los considera de otro tiempo, ligados a un momento impreciso de la historia reciente de la ciudad, entonces atrapada entre un pasado gravemente connotado y un siglo XXI dispuesto a borrarlo de la memoria de todos.
Porque, a grandes rasgos, tiendo a interpretar el proyecto de Gaitán como un intento de mitigar los efectos demoledores de la amnesia y poder así subrayar el papel jugado por Alemania en el marco de la deriva geopolítica del siglo XX. La reflexión sobre Berlín está presente, sí, pero desde una perspectiva histórica. La relación entre Occidente y la periferia, entre la vieja Europa y sus colonias, es un motivo implícito en esta Bienal, un viaje de ida y vuelta que tiene su reflejo en la capital alemana, actriz principal en tantas narraciones históricas del siglo pasado, a un tiempo verdugo y víctima, reiteradamente asolada y renacida, segada en dos mitades durante décadas y unida de nuevo para liderar la contienda de lo contemporáneo.
Esta Bienal pone el acento en la noción de territorio, y se derrama hacia el Oeste de la ciudad, no sólo evitando los tópicos asociados al Berlín del Este sino poniendo también de manifiesto los movimientos demográficos y urbanísticos que se fueron consolidando en los siglos XIX y XX, esa proto-gentrificacion que no es sino otra forma de colonialismo urbano. Los desplazamientos derivados de la expansión imperialista -con las dudosas políticas culturales que trajeron consigo- y el modo en que inciden las contingencias territoriales en nuestro discurrir cotidiano son temas también centrales -e inseparables- en la exposición.
Kunst Werke (KW), en el corazón de Mitte, se mantiene como sede oficial y bandera institucional de la Bienal, y uno se dirige ahí casi por inercia para empezar el recorrido. Como ocurre con la rotonda del Pabellón Italia de los Giardini venecianos o en la del Museum Friedicianum en la Documenta de Kassel, su planta baja suele ser el lugar en el que los sucesivos responsables artísticos de la Bienal de Berlín desvelan las claves de sus proyectos. Pero en esta edición, KW apenas guarda secretos, no tiene la intensidad de otras ocasiones y tiene una relevancia sólo tangencial a pesar de los trabajos de Irene Kopelman y Shilpa Gupta que, dicho con franqueza, son de lo mejor de la Bienal. La primera encarna el impecable tono formal de la exposición mientras que Gupta nos cuenta cómo te puede cambiar la vida en función de la latitud en la que vivas dentro de un mismo kilómetro cuadrado.
Goshka Macuga: Preparatory Notes for a Chicago Comedy, 2014
El meollo real está en el Museum Dahlem. Situado en una zona residencial del suroeste de la ciudad, es un complejo que acoge el Museo Etnográfico y las colecciones de arte no europeo amasadas durante décadas por Alemania. Gaitán no oculta su interés por el legado artístico que produjeron las políticas imperialistas alemanas en medio mundo. Una treintena de artistas exhibe sus trabajos en salas independientes dentro del museo pero en ningún caso trenzan una relación directa con las espléndidas colecciones de arte africano, asiático o mesoamericano.Uno no puede cuestionar la calidad de los proyectos aquí reunidos. Muchos -la mayoría- son extraordinarios, pero esta era una muy buena ocasión para analizar desde una perspectiva crítica el impacto cultural de las empresas colonialistas que posibilitaron la creación de este museo. Hay, parece, un interés mayor por analizar el problema desde lo museográfico, desde las políticas del display, desde lo curatorial, desde el concepto de exposición... Hay comisariados dentro del comisariado general, como el proyecto de Mario García Torres sobre la figura del músico Conlon Nancarrow en la que el mexicano se disfraza de artista, productor, coleccionista, comisario y académico en una prodigiosa instalación que rememora una época apenas conocida de un músico solitario y errante. Las obras de Wolfgang Tillmans o Mariana Castillo Deball son también buenos ejemplos para comprender que cómo decir y cómo mostrar es ya más importante que lo que se muestra o lo que se dice. Hay en una sala un grupo de gouaches del artista indio Ganesh Haloi ante los que podría pasarme horas. Son visiones interiores que nacen de la experiencia vernácula del paisaje, a caballo entre la representación y una temblorosa abstracción geométrica. Resulta interesante verlos en este museo, pues también su discurso parece haber sido colonizado e insertado en la pavorosa rueda de los lenguajes homogénicos. Y seduce especialmente la pieza de Carsten Höller, quien, a través de destellos de luz parpadeante, siembra las dudas sobre la temporalidad en que se cifran distintas piezas de oro precolombinas.
Algo más apartada pero también en el suroeste de la ciudad, Haus am Waldsee es una de esas grandes viviendas familiares que fraguaron la identidad residencial de esta zona de Berlín. Es un espacio mucho menor, de carácter doméstico, pero también aquí se exploran diferentes conceptos asociados a la gestión de los objetos culturales, a la autoría o su reverso, el anonimato (es, en este sentido, muy interesante la pieza del artista Matts Leiderstam); al fetiche y los iconos de la producción artística. Hay aquí una "colección privada" que se filtra con premeditada ambigüedad entre obras de Carla Zaccagnini, Mathieu Kleyebe Abonnenc y Christodoulos Panayiotou, las dos primeras alojadas en la dialéctica colonial y la última en la reflexión sobre la configuración de la nación moderna. Se desliza así lo privado en lo institucional y aflora de nuevo la tensión entre el imperialismo y la administración de su legado. Acierta Gaitán con la elección de Haus am Waldsee como sede de la Bienal. Encarna la expansión territorial de Berlín a principios del siglo pasado, y la historia de sus moradores judíos refleja todas las contingencias geopolíticas de las décadas que vendrían.
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