La débil luz trémula de las velas ilumina el espectáculo de sombras. No hay espacio para todos los artistas en el imaginario colectivo, tan sólo unos pocos acarician aunque sea por unos instantes la fama, un reconocimiento generalizado que vincula una propuesta con un territorio social ampliado – y amplificado. Aun a sabiendas de esto todos reclaman como legítimo una porción de ese espacio, una plataforma que permita la continuidad de la profesión y desde la cual desarrollar todo el potencial de un talento. Pero, ¿qué es el talento? Podemos definir el talento como el capital cultural de un individuo o colectivo cuyo valor se ve definido por la necesidad social y política de ciertas funciones culturales. Pero esta necesidad viene determinada por la capacidad de asimilación y posibilidad de uso de dichas funciones por parte de un grupo social determinado.
Es aquí donde las políticas culturales –donde siquiera existen- tienen la responsabilidad como organismos capaces de hacer productivas las funciones culturales. Pero en una sociedad donde el capital, financiero y cultural, está tan sometido a fluctuaciones especulativas, la confianza en el valor real –productivo, funcional- de las propuestas se ve puesto en cuestión constantemente y la necesidad de agencias de “rating” se hace patente como únicos faros en la confusión, faros del espectáculo, traicioneros y cómplices del mercado y su lógica de escasez = valor.
Dentro de una economía basada en la escasez, en la deuda, todo exceso de producción, de arte en este caso, hace ínfima -y en muchas ocasiones milagrosa- la posibilidad de la existencia de agencias culturales independientes con la capacidad de dar valor y uso a las funciones culturales existentes, a los recursos creativos, bajo una guía experta y cualificada que analice y valore las propuestas y las ponga en circulación. La vinculación y dependencia casi siempre necesaria hacia una institución que provea de los tan necesarios recursos económicos que permitan una difusión adecuada y eficaz de las obras termina casi siempre en fracaso debido al excesivo peso que adoptan, en su dirección o control, figuras estrella, faros espectaculares que polarizan el discurso, banalizándolo y depotenciando toda su capacidad transformadora.
Un ejemplo reciente lo tenemos en la última edición de la Bienal de São Paulo en la cual un agenciamiento cultural con gran potencial de calado cultural y político termina más bien en Feria de Arte politizada y como suele ser tristemente habitual, en una maniobra improductiva de dilapidación de los recursos económicos, intelectuales, artísticos, existentes.
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