«Estaba dibujando los árboles de invierno, cuando comenzó este virus». David Hockney está en su casa de Normandía. Allí lo sorprendió la pandemia. A sus 82 años, uno de los pintores vivos más cotizados (sus cuadros alcanzan ya los 90 millones de dólares) ha querido mandar un mensaje de vida y renovación con los dibujos que acompañan este reportaje. «No creo que la pintura pueda cambiar el mundo, pero sé por experiencia que el arte alivia la desesperación». Hablamos con una leyenda. Por Sven Michaelsen / Foto: Suzanne Plunkett / Eyevine (Contacto)
Si fuese el responsable de publicidad en una tabaquera, lo contrataría para los anuncios. «¿Quiere uno?», pregunta David Hockney a su visitante mientras le alarga una cajetilla de Davidoff Magnum Classic. A sus 82 años, es un fumador feliz, dice. «El tabaco es bueno para mi salud mental. Sin cigarrillos y sin mis Cohiba, llevaría tiempo tomando psicofármacos». Hockney fuma desde hace 65 años. «No hay bohemia sin taba drogas. Deberíamos dejar que la bohemia siga viva; sin ella, una sociedad se queda sin ideas».
Este británico vive desde 1979 en una mansión en Montcalm Avenue, en Hollywood Hills, Los Ángeles [aunque el confinamiento lo pilló en su casa de Normandía, en Francia].
El suelo de su taller está lleno de quemaduras, también sus pantalones y su chaqueta. «Cuando me aparto del caballete para ver el cuadro, fumar me ayuda a concentrarme». Y cita a tres colegas fumadores: «Picasso llegó a los 91, Monet a los 86, Renoir a los 78. ¿Sabe quién ha sido el enemigo más radical de fumar?: ¡Hitler! Si hubiese ganado la guerra, habría erradicado el tabaco». Hockney sufrió hace ocho años un leve ictus que le hizo perder el habla un par de semanas. Al margen de eso, y de algunos achaques, se encuentra bien. «Pero por desgracia, me quedan pocos vicios. No he vuelto a beber alcohol desde hace 20 años. Si me ve con una cerveza, en el vaso lo que tengo es cerveza para niños». Suele apagar la luz a las nueve y media de la noche después de dos cervezas sin alcohol; su día empieza entre las cuatro y las cinco.
XLSemanal. En 2018, cuando se subastó su cuadro Portrait of an Artist (Pool with Two Figures), se convirtió usted en el artista vivo más cotizado. ¿Siguió los nueve minutos que duró la subasta?
David Hockney. No, ese tipo de espectáculos no me interesan.
XL. El cuadro representa una ruptura dolorosa. Al borde de la piscina está Peter Schlesinger, su primer gran amor, que le había dejado poco antes. En el agua bucea la nueva pareja de Schlesinger. ¿El final del amor duele menos si se pinta?
D. H. Sí. Cuando la separación se convierte en un problema artístico tomas distancia. La tristeza se transforma en material de trabajo.
XL. Es un cuadro muy íntimo. ¿Le molesta que un millonario tenga algo tan personal en su pared?
D. H. No lo pienso. La nostalgia no me interesa. Además, ser el «artista vivo más caro» es un título que no me dice nada.
“Ser el artista vivo más caro no me dice nada. Me da igual en qué paredes cuelguen mis obras. Los cuadros siguen siendo míos, los he pintado yo. El dueño solo tiene un trozo de lienzo”
XL. ¿De verdad le da igual en qué paredes cuelguen sus cuadros?
D. H. Sí, porque sigue siendo mi cuadro. Lo he pintado yo. Eso es lo que cuenta. El dueño no tiene más que un trozo de lienzo pintado que tarde o temprano irá a parar a manos de otro.
XL. Hoy la obra más cara es Rabbit, un conejo de Jeff Koons, que se subastó el año pasado por 91,1 millones de dólares.
D. H. Son cifras alocadas. Lo bueno de esos precios astronómicos es que garantizan que las obras estarán bien cuidadas. Si alguien se gasta millones, querrá que su inversión esté en las mejores condiciones para revenderla con el máximo beneficio. Para el artista, eso es tranquilizador.
XL. ¿En quién piensa al pintar?
D. H. En nadie. Pinto solo para mí. Y seguiría haciéndolo aunque mis cuadros no interesaran a nadie. Sin la pintura, me volvería loco. Quizá alguien piense que eso es una maldición, pero yo no.
XL. Ira, sufrimiento: las facetas más oscuras de la existencia casi no aparecen en su obra. ¿Por qué?
D. H. Cuando critican mis cuadros diciendo que son demasiado lúdicos, lo tomo como un cumplido. Hasta un científico en su laboratorio necesita cierto sentido lúdico para descubrir algo nuevo. Sin juego, no hay arte.
XL. Pero, ¿hay alguien que se atreva a criticarle, a un monumento vivo?
D. H. Bueno, en teoría, mis ayudantes pueden decirme: «David, tu último cuadro no está muy logrado». Pero ¿les pago para eso? Mi mejor crítico soy yo mismo. Tengo 82 años y puedo morirme en cualquier momento. Ahora, habré dejado más huella en el arte que la mayoría de los pintores.
XL. ¿Se ha vuelto más autocrítico o más autoindulgente?
D. H. Más autocrítico. Por eso, desde hace 20 o 30 años, me quedo con más de la mitad de los cuadros que pinto.
XL. Su fundación tiene más de 8000 obras suyas. ¿Qué pasará con ellas tras su muerte?
D. H. Todavía no lo he decidido.
XL. Podría donarlos a un museo.
D. H. Lo bueno de los museos es que no pueden revender obras con beneficios. Lo malo, que la mayoría de cuadros acaba en oscuros depósitos. Para un artista, el olvido es mucho peor que morirse.
XL. Pintores como Julian Schnabel recompran sus propios cuadros.
D. H. Yo no me puedo permitir soltar 90 millones por un Hockney.
XL. Cuando le preguntaron al marchante Larry Gagosian si continuará el gigantismo de cifras en el mercado del arte, contestó: «En baloncesto, se dice que un jugador que pasa de 2,10 ya no es bueno». ¿Qué quiso decir?
D. H. Conozco a Larry desde hace 45 años. En 1975 vendía pósters kitsch y hoy es el marchante de arte más poderoso del mundo. Hay que reconocer que crea exposiciones y catálogos maravillosos, pero a mí no me pregunte si nos dirigimos hacia el estallido de la burbuja. Un Rembrandt ya era caro en tiempos de Rembrandt, pero por desgracia hoy el precio de una obra de arte es más importante que su valor. En los museos se forman largas colas delante de los cuadros más caros. Muchos solo quieren ver con sus propios ojos un montón de dinero.
XL. Ha rechazado el título de sir, pero si Buckingham le pidiera retratar a Isabel II, aceptaría?
D. H. Sería un reto, es una mujer sorprendente. Pero ¿cómo se pinta a una majestad en el año 2020? Además, si pintara a la reina, vería el cuadro impreso en todos los periódicos. Lucian Freud ya pasó por ese circo con su Her Majesty Queen Elizabeth II en 2001. Eso me lo ahorro.
XL. ¿Cuántos pitillos fuma al día?
D. H. Unos 40 o 50. Siempre tengo una reserva de 2000, por si hay un terremoto. En los últimos 40 años he tenido cuatro médicos. Todos eran más jóvenes que yo y todos me advertían de que tenía que dejar de fumar. Ninguno sigue vivo.
XL. ¿Ha intentado dejarlo?
D. H. Sí, pero a las tres semanas mis ayudantes querían despedirse: estaba insoportable. No le tengo miedo a la muerte; siento curiosidad por saber si es el final o es el comienzo de una aventura desconocida. Quien lo basa todo en ser lo más viejo posible reniega de la vida y se mete en un ataúd. Picasso seguía pintando a los 91. Pero también puedes hacer como Balzac, que murió a los 51, y dejó una obra como si hubiera escrito durante cien años.
XL. Tiene librillos de papel de fumar. ¿Fuma cigarrillos de liar?
D. H. No, son para mi porro de por la noche. El cannabis me hace reír, y el que ríe no tiene miedo. Por eso el cannabis es sano.
XL. En uno de sus autorretratos más conmovedores aparece usted como una persona sorda, con la mano detrás de la oreja y gesto doliente.
D. H. En 1979, me puse el primer audífono; ya había perdido una quinta parte de mi capacidad auditiva. La sordera extrema te aísla; dejas de ir a fiestas y a inauguraciones. Te sientes apartado de la gente, desconectado, y te refugias en ti mismo. Siempre me fascinó ir a la ópera. Hoy me deprimiría porque ya no oigo ni los tonos más graves ni los más agudos. Para mí, sin cascos, no hay música.
“Asumí muy pronto que acabaría solo y sin amor. Eso lo hace todo más soportable. Cuando me invade la tristeza, voy al taller. Si perdiera la capacidad de pintar, quizá me mataría”
XL. La mayoría de sus amigos ya ha muerto. ¿Se siente solo?
D. H. Asumí muy pronto que acabaría solo y sin amor. Eso lo hace más soportable. Cuando me invade la tristeza, voy al taller y trato de imaginar algo. Mi deber es animar al mundo con un cuadro nuevo. No me planteo si la pintura puede cambiar el mundo, pero por experiencia sé que el arte puede aliviar la desesperación. A los ciegos al arte hay que sacudirlos para despertarlos.
XL. ¿Soporta estar solo?
D. H. Me llevo relativamente bien conmigo mismo; lo que sucede en mi cabeza me parece interesante. Me basto yo solo. Pero eso no quiere decir que carezca de deseos y necesidades.
“No le tengo miedo a la muerte. Siento curiosidad por saber si es el final o es el comienzo de una aventura desconocida”
XL. Las personas a su edad suelen tender al pesimismo. ¿Y usted?
D. H. Estoy cansado de la forma tan apocalíptica en la que los medios de comunicación presentan el mundo. ¿De verdad todo va siempre a peor? Mi madre vivió dos guerras mundiales y sabía lo que era que un avión alemán te arrojara bombas sobre la cabeza. Hoy les haría un corte de mangas a todos esos que dicen que nuestro planeta se está yendo al garete.
XL. ¿Votó a favor o en contra de Boris Johnson y el brexit?
D. H. Solo he votado dos veces en mi vida, y de eso hace ya mucho tiempo. Desde hace meses tengo la cabeza ocupada con el tapiz de Bayeux y no dedico ni un minuto a pensar en el brexit. El tapiz de Bayeux, del siglo XI, marca el comienzo del arte europeo. Comparado con esa maravilla, el brexit es algo marginal.
XL. En su primera casa escribió en el dormitorio: «Levántate y ponte a trabajar inmediatamente». ¿Cómo casa eso con su fama de haber sido un adicto al sexo y a las fiestas?
D. H. Era lo primero que veía cuando abría los ojos por la mañana y, de hecho, me ponía a trabajar enseguida. Los periódicos decían que era un dandi extravagante, pero la verdad es que también era un trabajador muy disciplinado. Un artista puede predicar el hedonismo, pero no puede ser hedonista. Si lo fuera, no podría tener obra propia.
XL. ¿Recuerda cuándo pensó por primera vez: quiero ser artista?
D. H. Con 11 años ya sabía quién era y quién quería ser. Eso hizo que nunca me importara la opinión de los profesores, o de los críticos y los comisarios de las exposiciones. Mi padre era contable y nada revolucionario, pero siempre me insistía en que no tenía que preocuparme por lo que los vecinos dijeran de mí. En los años 60, todo el mundo hacía pintura abstracta menos yo. Había algo dentro de mí que me decía que la pintura abstracta estaba llegando a su fin. Que siguiera mi camino en vez de amoldarme se debió en parte a esa obstinación de mi padre.
XL. En los años 60, además de la pintura figurativa, también estaba mal visto el dibujo y usted destacó también en eso.
D. H. Viví cómo las escuelas de arte dejaban de enseñar dibujo. Un error imperdonable: dibujar es uno de los instintos atávicos del ser humano igual que cantar o bailar. Todos los niños lo hacen. Yo llenaba de monigotes el cuaderno del colegio. Cuando se me acababa el papel, dibujaba con tiza en el suelo de la cocina. Lo único que decía mi madre era: «David, ten cuidado de no pintar en la pared». Enseñarle a una persona a dibujar es enseñarle a ver y cultivar su sensualidad. Dibujar agudiza nuestra mirada y nos hace percibir cosas que antes nos estaban ocultas. Esta mirada descubridora es mucho más placentera que limitarte a escanear tu campo visual con los ojos turbios. Una vez, un ganador del Premio Turner dijo que dibujar era tan anticuado como ir a trabajar a caballo. Imprimí la frase en un cartel y lo colgué en mi taller. Años más tarde, coincidí con aquel tipo. Admitió que había sido una bobada juvenil.
XL. Entre 2005 y 2013 se dedicó a pintar en su iPhone y en su iPad obras ahora reunidas en el libro My Window. Son girasoles, orquídeas…
D. H. ¿Echa de menos en esos dibujos la podredumbre del mundo? En vez de por el brexit, yo me siento atraído por el cambio de las estaciones. O por la tenue luz del amanecer: a los de ojos perezosos, esa luz solo les provoca un encogimiento de hombros. Pero yo veo en ella un espectáculo grandioso.
XL. ¿Qué edad siente tener?
D. H. En el taller, 30 años. Pero cuando salgo tengo 82, y soy un gruñón lleno de achaques. Esta divergencia es otra de las cosas que me llevan a meterme en el taller cada mañana. Si perdiera la capacidad de pintar, quizá me mataría, como hizo mi amigo R. B. Kitaj. Tenía Parkinson. La pesadilla más terrible para un artista es que le empiecen a temblar las manos. Es su final.
XL. ¿Cómo sabrá que ha llegado el momento de dejar de pintar?
D. H. Tengo la impresión de que la mayoría de los ancianos mueren de aburrimiento. Su curiosidad se ha apagado y la rutina vacía de sus días los lleva al tedio y la desesperanza. En mi caso, es al revés: yo quiero que me sorprendan, quiero descubrir porque el mundo me parece un lugar hermoso, estimulante y misterioso. Pinto desde niño y aún no sé qué hará mi pincel al segundo siguiente. El día en el que ya no sienta curiosidad frente al lienzo me mandaré yo mismo a la jubilación. Hasta ese momento, me seguiré alegrando de la llegada de la primavera. Como cantaba Frank: «I did it my way».
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