Estos días, y hasta el próximo 14 de junio, la sala de Turbinas de la Tate Modern de Londres acoge Bodyspacemotionthings, una reconstrucción de algunas de las piezas que Robert Morris realizó en 1971 con motivo de la exposición antológica que sobre su obra pretendió realizar la entonces Tate Gallery. Una exposición, la de 1971, que, con el tiempo, se ha convertido en uno de los modelos de subversión a la institución museística contemporánea.
La fama que a principios de los setenta Morris había adquirido como escultor minimalista hizo que la Tate se interesara en la realización de una exposición retrospectiva. Tras unos meses de negociación con el comisario, Michael Compton, Morris decidió evitar el modelo tradicional de exposición y decantarse por lo que llamó un modelo “no autoritario”, intentando evitar la imposición de una imagen oficial de su trayectoria. Así que, en lugar de reconstruir sus piezas minimalistas, diseñó tres espacios interactivos que creaban diferentes relaciones físicas entre los espectadores y los objetos y estructuras que dividían las áreas de la exposición. Y para ellos hizo construir una serie de objetos interactivos entre los que se encontraban un rodillo de granito para andar, plataformas de metal sobre las que había que arrastrar objetos pesados que llevaban cuerdas y que recordaban a sus piezas de nudos de la década anterior, una gran bola de madera que había que mover en torno a unas vías circulares, una cuerda de equilibrista para atravesar una parte de la galería, una serie túneles por los que cruzar y balancearse, plataformas de madera para subirse y una serie de rampas para escalar.
Todas las piezas se realizaron en materiales baratos y fueron concebidas para ser destruidas después de la exposición, procedimiento que ya había empleado Morris en sus piezas minimalistas y que volvió a emplear incluso en su retrospectiva de 1994 para el museo Guggenheim.
Junto a cada objeto o estructura había una fotografía que mostraba las posibles acciones que se podían realizar con el dispositivo, de modo que quedaba bien claro que el espectador debía interactuar con los objetos. No era un espacio para ver, sino para experimentar. Un espacio de juego. Como se ha descrito en más de una ocasión, el aspecto de la muestra era prácticamente el de un patio de recreo. Un espacio para la relación del visitante con los objetos y con las estructuras.
En cierto modo, se podría decir que aquí se adelantan muchos de los conceptos que serán teorizados por Nicolas Bourriaud en su estética relacional. El espacio artístico se convierte en un lugar para el juego y la experiencia. Como sugirió el propio Morris en una carta al comisario de la exposición, Michael Compton, pretendía crear “una situación donde la gente pudiera ser más consciente de sí misma y de su propia experiencia mejor que ser consciente de la de una versión de mi experiencia”.
La experiencia que Morris quería provocar tenía que ver con el juego y el movimiento de los cuerpos. Eso era algo que ya había examinado en sus piezas de danza, pero incluso en las estructuras minimalistas. Influenciado aún por las coreografías de Simone Forti, los objetos que Morris construirá serán esencialmente dispositivos relacionales, muchos de ellos directamente inspirados en los utilizados a principios de los sesenta en las danzas de Forti, especialmente algunas rampas de escalada.
La importancia dada al movimiento, la experiencia y el juego, en lugar de a la contemplación y a la autonomía de los objetos, intentaba desmontar tanto la noción de obra de arte autónoma como el papel del museo como espacio separado de la vida. El espacio de exposición se convertía ahora en un lugar en el que se daba cabida a actitudes que eran reprimidas en la vida social. En cierta manera, en el espectador se producía una liberación cinestésica que ponía en movimiento impulsos que habían sido reprimidos desde la infancia. A través de ruptura de las reglas, que se inspiraba en las teorías sobre la desublimación de Marcuse, Morris pretendió “liberar el objeto artístico del control represivo de lo que Maurice Berger ha llamado “el triángulo de hierro del mundo del arte”, es decir, el espacio producido por las galerías, los museos y los medios.
Esta exposición fue un intento de reinventar el museo como espacio de libertad, subvirtiendo su estructura represiva. Y esa libertad fue entendida como una amenaza por los responsables de la institución, que comenzaron a ver cómo se producían una serie de lesiones e incidentes entre los visitantes y, progresivamente, también en las instalaciones. Por tal razón, y bajo la excusa de la “protección del público”, la exposición fue clausurada a los cinco días de la inauguración.
Una semana después, y sin la colaboración del artista, el museo organizó una retrospectiva “tradicional” con obras pertenecientes a varias colecciones. Una retrospectiva que, esta vez, sí realizaba un recorrido por la obra de Morris, centrándose especialmente en sus piezas minimalistas, el verdadero objeto del deseo de la Tate Gallery a la hora de pensar en una exposición de Robert Morris.
Paradójicamente, treinta y ocho años después, la Sala de Turbinas de la Tate Modern reconstruye esta exposición frustrada que, con el tiempo, se ha convertido en uno de los referentes de la crítica institucional y de las posibilidades del museo como espacio de creación de socialidad. Parece que la experiencia con las grietas de Doris Salcedo, en las que algún espectador salió mal parado, ha fortalecido una institución que ya no tiene miedo de que los visitantes se fracturen la clavícula.
Definitivamente, el museo ha perdido el miedo al accidente.