abre con (1976) de Pere Portabella, una película que ha permanecido casi desconocida hasta la actualidad, al menos para el público más amplio fuera del ámbito del connoisseur. El cineasta catalán, en un extraño documental que emplea recursos del cine experimental y de ficción, muestra las tempranas ambiciones europeístas de Felipe González, las dudas de las organizaciones obreras y el poder de los sindicatos, que en los años siguientes se dejarían caer cuesta abajo por el tobogán del neoliberalismo.
En la historiografía de España se ha empleado un tono limpio y continuo para representar lo que sucedió entre los años finales del franquismo y 1992 –por mantener el límite histórico en el cual Teresa Grandasha ideado su relato curatorial. Se suele llamar a este periodo la “transición”. No obstante, últimamente ha ido ganando decibelios un ruido de fondo, intermitente pero sostenido, que acoplándose a la armonía tonal del relato más difundido, lo pone en suspensión. Sin embargo esta discordancia no es nueva, como se puede apreciar en el libro de Teresa María Vilarós El mono del desencanto. Una crítica cultural de la transición española, 1973-1993 (1998), presente en la exposición; o en los trabajos pioneros del propio Portabella, o de Llorenç Soler, quien con su film (1977), también a la vista en el MACBA, nos recuerda cómo era el votante de las primeras elecciones democráticas en España tras la muerte de Franco: impactan los testimonios a pie de urna, entre los cuales una votante espera a que el marido le diga a quién tiene que votar, u otro reconoce que es analfabeto y que su hijo le ha dado una papeleta que no sabe a quién representa.
Lo que es más novedoso es poner atención a esa discordancia, que a pesar de los contratiempos ya tiene genealogía. La tensión transición/continuismo resultaba evidente al revisar la historia, y se adivinaba incluso en aquella historia oficialista de la que forma parte la controvertida pero canónica narración (1995), de Victoria Prego. Apostando por la elaboración de una crítica necesaria que reposicionase el relato histórico –y que lo hiciese de un modo anticanónico–, en el segundo cubículo de ‘Gelatina dura’ encontramos un buen ejemplo: (1996), la apropiación y rearticulación de la serie televisiva de Prego, de la mano de Marcelo Expósito, Fito Rodríguez y Gabriel Villota.
Hoy en día, el ámbito del museo de arte contemporáneo parece ser el único espacio institucional, configurador de esfera pública, en el que es posible mostrar estos documentos artísticos que desvían el relato histórico canónico. Pero, ¿cómo hay que ver estos documentos de la contrahistoria de la “transición”? La obra de Portabella (155’), en la primera sala, aunque privilegiada por el tamaño de la proyección, hay que verla de pie o sentándose en el suelo, con un sonido un tanto pobre y rodeada de muchos otros vídeos y filmes; el filme de Soler (23’) se ve sentándose en un puf casi a ras de suelo frente a una televisión a baja altura, que no permite la observación apropiada si uno está de pie; a Expósito, Rodríguez y Villota (53’30”) hay que atenderlos de pie, y oírlos mal, porque con el audio del vídeo se mezclan los audios de las proyecciones de alrededor; a Vilarós (285 páginas) hay que leerla en cuclillas, a la salida del recorrido expositivo. ¿Se trata de un gesto curatorial para remarcar que las otras historias más allá del canon deben alejarse de la cómoda claridad sonora, digna del interior de una sala insonorizada, de la monohistoria de la “transición”? El display incómodo solo acompaña correctamente a obras muy cortas, o realizadas para superar la duración. ¿Qué sucede con obras como películas, libros o vídeos largos, que han sido preparados para un tiempo de observación lento?
Hay otro detalle que no puede pasar desapercibido: en las exposiciones de arte contemporáneo, los vídeos y documentos visuales, así como aquí Informe general y los demás, se muestran como se experimenta la historia: siempre ya empezados. Si no están preparados para esta visión fragmentaria –y muchos no lo están–, el espectador tiene que soportar el desvelamiento del efecto antes de conocer la causa, tal y como ha sucedido con la crítica al discurso canónico sobre la “transición”. El visitante tiene que procesar y almacenar la segunda parte de la obra en su memoria reciente, para luego contrastarla con el principio, que verá a posteriori. La ruptura de la linealidad del relato es evidente.
Asimismo, una exposición “de tesis”, como ‘Gelatina dura’, presenta una gran saturación de datos –vídeos, películas, música, audios, trabajos visuales, documentos gráficos, revistas, libros–, que sin duda modifica la temporalidad de la experiencia del espectador. No puede captarse en una sola vista –o visita–, ni quizá en varias, si no es desde una observación fragmentaria. Es el visitante/espectador quien debe realizar su propio montaje de la exposición, reconstruyendo el discurso propuesto a partir de los datos dispersos que es capaz de captar, unidos a su propia experiencia personal. Sucede entonces que los datos artísticos de la exposición pierden peso frente a los conceptos planteados. ¿Ayuda esto a hacer valer la fragmentación de las historias plurales frente a la univocidad del relato literaturizado?
Hoy en día, pos-15-M, se habla de una “segunda transición”, aunque parece que no han cambiado mucho las tornas. Los movimientos ciudadanos han llegado a las instituciones, a aquellas instancias que se crearon durante la dictadura y se cultivaron durante la “transición”. La izquierda está sumida en una desesperación autocrítica imposible de encontrar entre los defensores del neoliberalismo, y continúa jugando al juego del poder con el tablero y las reglas instauradas por los poderosos. La derecha, segura sobre su triunfo, no hace, ni hará, absolutamente nada para mejorar la situación, como si el mundo girase a su alrededor en vez de sobre sí mismo. Frente a este panorama, una/uno no puede sino preguntarse si las lecturas no lineales, incómodas, fragmentarias y saturadas, como la que ofrece la muestra del MACBA, tienen alguna razón de ser; o si, por el contrario, hacen perder fuerza, al institucionalizarla en un ámbito más especulativo que actuante, a una corriente crítica que parece todavía necesitar más tiempo para completar una visualización alternativa del pasado reciente de España.
La exposición ‘Gelatina dura’ acaba con otra película de Pere Portabella, (2015). Portabella ha realizado una segunda parte del filme de 1976 centrándose en los nuevos movimientos ciudadanos. Mediante conversaciones que se inician en el museo y sus alrededores y saltan a la calle, a la política y las instituciones, se acompaña de la mano al espectador en un recorrido crítico por la realidad social de la primera crisis del siglo XXI. Al igual que en la primera parte, la narración se estructura fuera de las premisas habituales del cine documental –sin voz en off, sin linealidad. Está compuesta por una serie de conversaciones filmadas empleando maquinaria y recursos visuales cinematográficos, en las que diversos agentes sociales, desde políticos a activistas, desde científicos a teóricos de la cultura, articulan un relato del momento presente sin guión previo ni modificaciones por parte del director. A pesar de la seriedad que emplea, y por encima de algunos de los datos que aporta –es sobre todo apabullante la conversación de los científicos–, la obra resulta por momentos esperanzadora, con un tono optimista subyacente que no es habitual en el discurso sobre la España actual.
¿Qué puede decirnos de esta obra su presentación en el entorno expositivo? Informe general II se ve en un cubo negro, proyectado en una gran pantalla frente a la que una/uno puede sentarse en asientos muy parecidos a los de un cine. En un gesto curatorial cargado de significado, esta película, que hace el papel de conclusión lineal, totalizante y sumaria de la exposición, aparece como una obra al fin disfrutable desde la comodidad de una sala oscura. Se ha pasado por salas blancas saturadas, en las que la heterogeneidad y la mezcla visual y sonora impedían captar la totalidad de los contrarrelatos expuestos. La ruptura de la linealidad y la fragmentación habían tomado la exposición. Aquí, de repente, podemos sentarnos a reflexionar, acompañados por Portabella. La incomodidad deja paso a la sorpresa y, en cierta medida, al optimismo. La no linealidad se mantiene, pero se asienta, creando un sedimento crítico. El fragmento se articula en una extensa red de agentes sociales en diálogo creativo. Lo curioso del caso es que estos tres ingredientes han saltado del entorno expositivo al interior de la obra.
La incomodidad de la teoría crítica, la ruptura de la linealidad posbenjaminiana y la estética del fragmento, que durante el siglo XX se desarrollaban desde las disciplinas de la filosofía, la historia y el cine, parecen haber formado un nuevo canon. Ya en el siglo XXI, la nueva pauta parece más débil y heterogénea que el canon precedente. La cuestión que permanece es si conseguirá desplazar al monolito de la historia hasta ahora contada.
Hasta el 19 de marzo
MACBA: Plaça dels Àngels, 1 – lunes, miércoles, jueves y viernes de 11 a 19.30h; sábados de 10 a 21h; domingos y festivos de 10 a 15h
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