En los siglos XIX y XX, los museos derivados de colecciones particulares eran un lugar común. La Thyssen-Bornemisza, en Madrid, o la del magnate del acero Henry Clay Frick, en Nueva York, figuran entre las más famosas. A estas alturas del siglo XXI, el futuro del arte depende más que nunca de que los grandes coleccionistas privados expongan sus tesoros. Para lograrlo, a veces es preciso construir el nuevo centro. Y a eso precisamente se ha dedicado durante los tres últimos años el mayor coleccionista particular de Holanda, el industrial químico Joop van Caldenborgh. El resultado es el nuevo museo Voorlinden de arte moderno y contemporáneo, ubicado en un parque natural de 40 hectáreas, también de su propiedad que abrirá al público el 11 de septiembre. Situado en el municipio de Wassenaar, contiguo a La Haya, y cerca de las dunas del Mar del Norte, el edificio suma 20 galerías en el espacio de un campo de fútbol. En otro gesto típico de la deriva artística actual, su director es Wim Pijbes, antiguo responsable del Rijksmuseum de Ámsterdam.
El sueño de Van Caldenborgh chocó con varias realidades. Él buscaba un lugar abierto en la naturaleza, y no consiguió ponerse de acuerdo con los Ayuntamientos de Róterdam y La Haya. Voorlinden es el nombre del parque natural, cercano a su domicilio, que incluía una casa señorial de estilo inglés fechada a principios de 1900. El entorno mezcla paisajismos de tres siglos (XIX al XXI) pero el museo es un edificio geométrico de piedra de color arena, enormes cristaleras y techos transparentes. Desde fuera, produce un efecto casi irreal entre el césped y un estanque. Dentro, el estudio de arquitectos Kraaijvanger, de Róterdam, ha aunado la frase favorita del coleccionista (“todo es posible”) con su deseo que el arte llegue al mayor número de personas posible.
Hirst y Warhol
“La blancura de las paredes, las líneas rectas y la luz conducen al visitante, sin notarlo, a las tres secciones propuestas: la colección principal, que irá variando, las muestras temporales y las obras permanentes”, dice Pijbes, mientras señala un cuadro de Warhol, un damien hirst de primera hornada, con unas colillas en diversos grados de retorcimiento, y unas nubes de Magritte. Forman parte de la muestra Luna llena, montada por Suzanne Swarts, con parte de la colección principal.
Pero el olfato de Van Caldenborgh supera el catálogo de las firmas obligadas. Aparte del chino Ai Weiwei, el italiano Maurizio Nannucci o el argentino Guillermo Kuitca, en su lista hay nombres como la fotógrafa estadounidense Sherrie Levine; el pintor italiano Enrico Castellani; su colega francés Yves Klein; el postimpresionista holandés Jan Sluijters o la artista chipriota Haris Epaminomda. Los que no aparecen ahora, irán surgiendo en rotación.
Para la exposición inaugural y temporal, se propone una antología del estadounidense Ellsworth Kelly. Fallecido en diciembre de 2015, es la primera dedicada a su obra desde su muerte, con préstamos internacionales, en especial del MoMA neoyorquino. Los colores sólidos de Kelly y sus telas geométricas, que parecen tener volumen, resumen otro de los lemas del coleccionista holandés, “alegrar la vista para pasarlo bien en un museo”, según la la paráfrasis del director Pijbes. En la sala dedicada a los trabajos permanentes, destacan cinco esculturas cilíndricas y macizas de cristal, firmadas por la estadounidense Roni Horn. Son sólidas y no se pueden tocar, pero parecen llenas de líquido en tonos pálidos. Casi al salir, la piscina del argentino Leandro Erlich es un gozoso trampantojo. No se puede nadar, pero sí meterse dentro. Fuera, espera el parque.
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