sábado, 19 de marzo de 2016

El Bosco, el pintor del pecado




El Bosco, el pintor del pecado





«Entre las pinturas de estos alemanes y flamencos, que, como digo, son muchas, están repartidas por toda la casa muchas de un Jerónimo Bosco, de que quiero hablar un poco más largo por algunas razones: porque lo merece su grande ingenio, porque comúnmente las llaman los disparates de Jerónimo Bosco gen-te que repara poco en lo que mira, y porque pienso que, sin razón, le tienen infamado de hereje; tengo tanto concepto (por empezar de esto postrero) de la piedad y celo del Rey nuestro fundador, que si supiera era esto así, no admitiera las pinturas dentro de su casa, de sus claustros, de su aposento, de los capítulos y de la sacristía...». Así narra, cuenta o describe en uno de sus libros el Padre Sigüenza, historiador, poeta, teólogo, monje de la orden de los Jerónimos y bibliotecario del Monasterio de El Escorial. En un siglo de divisiones y sectarismos religiosos, de amenaza del turco en el Mediterráneo y de infieles protestantes en el norte de Europa, Felipe II, el «rey prudente», monarca de medio mundo y «campeón» de la contrarreforma, adquirió para sus colecciones reales la polémica obra de un pintor enigmático y controvertido, denostado por el catolicismo y visto con reprobación y censura por priores, sacerdotes, obispos, cardenales y otros celosos vigilantes de la fe. Su nombre, Hieronymus Bosch, más conocido en la actualidad como El Bosco.

- Un difícil bestiario

En un momento de la historia en que la duda o la discrepancia eran observadas con atención, la fan-tasía contaba con detractores, y la imaginación de El Bosco aglutinaba sospechas incómodas por su extravagante bestiario de animales imposibles y criaturas inventadas. Este artista de biografía incompleta, con más suposiciones y conjeturas que hechos probados, y del que se ha afirmado que pertenecía a una secta religiosa, denunciaba la pecados del hombre a través de sus codiciadas piezas. Sus tablas, impregnadas de un humor más medieval que renacentista, son un exhaustivo repaso a los variados y abundantes pecados que nublan el corazón del hombre. A esta denuncia, enriquecida en parte por la imaginería de los libros miniados, no escapaba el pueblo, la nobleza ni, por supuesto, la iglesia, como puede percibirse en «El carro de heno». Felipe II, monarca ilustrado, educado en el gusto por la pintura, que recibió clases de dibujo y que era un entendido en las bellas artes y no un mero comprador, acogió en El Escorial las obras de este creador, que compraba y perseguía en el mercado. Un gusto que el padre Sigüenza tuvo que defender desde sus escritos, argumentando que el pintor, en el fondo, era un alma recta que denunciaba las desviaciones y malos comportamientos.
El Escorial, todavía hoy hogar simbólico de El Bosco, aunque parte de sus obras las conserve hoy el Museo del Prado, inauguró ayer una muestra que homenajea el paso de sus obras por este «monas-terio/palacio y que exhibe «Cristo con la cruza a cuestas», el único óleo que disfruta de su autoría en esta exposición, y la copia de «El carro de Heno» (el original está en El Prado). Esta última tabla, fechada en 1510, ha arrojado datos interesantes durante el reciente proceso de restauración y se da ya por demostrado que se ejecutó en el taller del pintor por un ayudante que conocía en profundidad la técnica del maestro y que, con toda probabilidad, se realizó bajo la supervisión de éste. Junto a esta pieza, de enorme calado a pesar de ser una copia, se exhiben los valiosos tapices inspirados en «El jardín de las delicias» y en otras pinturas relacionadas con el artista.
La exposición pretende subrayar que la presencia de este artista en nuestro país se debe, sobre todo, a un monarca, Felipe II, y un edificio, El Escorial, que se había convertido en residencia real y cuyas estancias y galerías había que decorar con los gustos de sus residentes. El Padre Sigüenza, como Ambrosio de Morales o Felipe de Guevara, ante la debilidad «bosquiana» del rey, dio cuenta de la intención moralizadora de estas piezas y cómo estas sátiras son una invectiva contra los vicios y los hábitos perniciosos que adquieren los hombres, siempre seducidos por la avaricia, la lujuria y los dones banales que rodean este mundo. Como afirmó Sigüenza: «Sus pinturas no son disparates, sino unos libros de gran prudencia y artificio, y si disparates son, son los nuestros, no los suyos».

El tríptico de los placeres mundanos

Nadie escapa a las tentaciones del mundo. El Bosco pintó «El carro de heno» con ironía, casi con la alegría y el desenfreno que impregnan los cantos goliardos de «Carmina Burana». El pintor volcó mucho humor y mucho ingenio para mostrar los vicios y pecados, pero en esta pintura alcanzó una de sus cimas. El Escorial muestra, tras una exhaustiva restauración, la copia de época que se encargó –«todo gran cuadro tiene una gran copia», se aseguraba antes– y pueden apreciarse los divertidos detalles que la suciedad y posteriores barnices habían ocultado a la mirada.
- Una larga corte
Ni los reyes, ni los nobles ni la Iglesia. A los placeres mundanos sucumben todos sin distinción de clase. El Bosco retrata aquí una cabalgata de figuras destacadas de la sociedad.
- Bestiario fantástico
Este desfile de hombres con atributos de animales se relacionan muchas veces con demonios. La inspiración de este bestiario podría estar en las fiestas populares de la época.
- Detalle interesante
La restauración ha revelado un detalle que no aparece en el original de esta pintura que conserva El Prado: una jarra de vino que está junto a un religioso.
- Mujer con rana
Las ranas y los sapos se vinculan con la lujuria. Esta parte del tríptico pertenece al infierno y la mujer, con este animal entre sus piernas, simboliza que ha sido condenada por dicho pecado.


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