jueves, 21 de enero de 2016

La escultura insatisfecha






Desde la muerte de Jorge Oteiza, hace ya más de una década, el panorama del arte vasco ha dejado caer su velo para dar mayor visibilidad a una gran cantidad de escultores competentes, muchos con una idiosincrasia propia, pero tal vez sólo uno ha sido capaz de autoafirmarse más allá de su influencia. El trabajo de Juan Luis Moraza (Vitoria, 1960) es a la vez culminación y transgresión de un tipo de escultura que hunde sus raíces en el formalismo moderno, que asignaba al acto creativo la misión de desmontar la realidad y volverla a construir para, mediante su extrañamiento, poner en marcha nuestra conciencia fenoménica que permite descifrarla y encontrar, quizás, un misterio. Pero es también tradición, lo que explica la cualidad en algunas de sus creaciones de los caracteres propios de la estatuaria antigua. A este binomio se añade su voluntad experimental, que se traduce en un proyecto calculado y riguroso, al modo de los análisis estructurales de la ciencia o la lingüística, un laboratorio donde el espectador puede establecer curiosas analogías a la hora de explicar sus indagaciones formales, mostrar una verdad, pero una verdad de algo que, al fin, está oculto y que a la vez es portador de todas las significaciones.
El Museo Reina Sofía es ahora el passe-partout de otro museo: una colección propia cuyo fin y principio es el propio artista. La república de Moraza es un museo irrepresentable, hiperrepresentado, pero sobre todo presentativo, donde el mito es invención y proyección. La exposición no es una retrospectiva al uso. El artista ha agrupado trabajos entremezclando piezas de décadas anteriores con otras más recientes y las ha organizado en sistemas complejos —Repercusiones, Implejidades y Software— que denomina “situaciones”. Así, las obras forman un todo que no puede ser desperdigado ni concluso, a la manera de una escultura insatisfecha (por utilizar la expresión oteiciana), una máquina deseante enmarcada en una cuarta dimensión que busca cuestionar permanentemente la pasividad del espectador.
Moraza destituye la institución, reduce el museo a una hoja de mano susceptible de ser leída y “participada” a través de símbolos/monumentos que en las salas aparecen como articulaciones de objetos, líneas y curvas: tacones de zapatos de diferentes medidas y modelos, trozos de marcos, urnas electorales que contienen urnas (haciendo imposible el voto), juegos de cama y manteles serigrafiados con textos legales, herramientas y reglas de medición, moldes de cráneos, figuritas y juguetes se muestran revertidos, torsionados, colocados dentro de vitrinas o sobre pedestales y espejos. Las obras son definiciones espaciales de aspectos sociales, culturales, monumentales; y, cuando no, tienen que ver con el cuerpo, la psique, la intimidad. El artista las fusiona en una topología representacional, de dentro afuera y de fuera adentro, como una banda de moebius.
Los dispositivos de exhibición se muestran como elementos neutrales o metonimias: una bandera sin ondear que es también una pintura abstracta; destornilladores y hachas que son una extensión de nuestras extremidades, duras funcionalmente, blandas y frágiles en su uso; un clavo y una aguja acostados sobre la pared en toda su apariencia antropomórfica. Son espacios y aconteceres que apelan a la lógica de la celebración —y advertencia— de la república contemporánea, en la que cada individuo debe representarse a sí mismo y responsabilizarse de su propio destino.
Una muestra, en fin, concienzuda y muy exigente, ejemplo del reconocimiento de Moraza como constructor de una obra donde estética, ontología y deseo se identifican.

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BLANCA ORAA MOYUA

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