Ferran Barenblit (Buenos Aires, 1968) acaba de desembarcar en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA) como su nuevo director, tras la sonada polémica que precipitó la dimisión de su predecesor Bartomeu Marí. Barenblit habla con exquisita diplomacia matizando y midiendo sus palabras, pero a menudo durante la conversación se embala, sonríe y gesticula haciendo evidente su entusiasmo.
Tu trayectoria está ligada al arte contemporáneo, así que tendría sentido empezar preguntando qué te hizo dedicarte a él…
Tendría que responder mi yo adolescente que estudiaba Historia del Arte… En la facultad solo te enterabas de que había artistas vivos en quinto, era una formación muy convencional en ese sentido. Pero tuve un privilegio muy especial en el año 88: tener acceso a estudios de artistas. Trabajé ayudando a un fotógrafo, Leopold Samsó, y descubrí que había un mundo artístico muy rico en los ochenta: así tuve claro que quería trabajar con el arte contemporáneo. El mapa institucional español no estaba organizado aunque empezara a vislumbrarse, y ni el mapa global ni el mercado eran lo que son ahora. Me sentí privilegiado.
Fuiste comisario en el New Museum de Nueva York como asistente de su directora, Marcia Tucker. Leyendo la necrológica que le escribiste parece que le tenías admiración… ¿Qué aprendiste de ella?
Al mudarme hace poco de Madrid a Barcelona recogí todos mis libros y me reencontré con uno fundamental, su autobiografía como curadora-directora de museo, que se publicó póstumamente: A short life of trouble. Yo empecé como becario en prácticas en el New Museum, y luego me pude quedar dos años. De Marcia lo aprendí todo. Fue extremadamente generosa con quienes pasamos por ahí, nos trató con cariño a muchos barceloneses como Carles Guerra o yo mismo. Aprendí que cada persona que llega a un museo es importante… Todos nos teníamos que sentar como mínimo quince minutos por semana en el teléfono, que sonaba constantemente porque no existía todavía el e-mail, para entender la diversidad de preguntas que podían llegar. Aprendí las extensiones políticas del arte y las artísticas de la política, el sentido de trabajar en una institución en que tiene lugar una extensión de la vida ciudadana.
Más adelante fuiste comisario jefe del Espacio 13 de la Fundació Joan Miró. ¿Cuál de las exposiciones que comisariaste ahí recuerdas como más significativa?
Es difícil… No fui necesariamente comisario jefe, más bien comisario invitado. Fue un modelo que funcionó muy bien en la Barcelona de los noventa: la Capella, la Sala Montcada de La Caixa… Espai 13 solía repetir un poco más a los comisarios que invitaba. Era una escuela maravillosa, una oportunidad global para los que veníamos de otros lugares: Fede Montornés de Grenoble, Mónica Regàs de París y yo mismo de Nueva York… Volví gracias a esa maravillosa oferta. Venía de un museo importante en el mundo del arte pero visitado por un número reducido de personas en Nueva York, nada que ver con lo que es el New Museum ahora. Llegar de repente a un lugar dedicado a públicos menos restringidos, con medio millón de visitantes al año en esa época, fue una oportunidad única de producir en buenas condiciones, trabajar con una atención mediática altísima y recoger el legado de Miró. La Fundación ha hecho siempre muy bien en mantener Espai 13 como un lugar clave en el que experimentar, a veces equivocarse…
En Ironía reuniste obras de primeras espadas del arte contemporáneo como Delvoye, Cattelan, Koons, Broodthaers… ¿Son la ironía y el humor un tema importante en el arte actual?
Absolutamente. Ironía fue el siguiente paso de la Fundación, que nos ofreció a varios la oportunidad de comisariar exposiciones de gran formato en las salas superiores. Confirmar la alternativa… Ironía fue mi primera exposición colectiva, y todas las ideas vertidas ahí las mantengo quince años después, casi sin cambios. La ironía es clave en la cultura contemporánea. Es diferente al humor. El humor implica aceptación de la verdad, un enunciado, un chiste. La ironía es duda y aceptación de la duda, la ironía está en el quizás. No existe de por sí, está implícita en el texto, un «hace buen día, ¿eh?» puede ser literal o irónico, inicia un juego entre emisor y receptor que nunca se acaba. El grado de interpretación de la ironía depende de cada receptor. Muchas de las piezas de Ironía no eran específicamente irónicas o divertidas, y no digo tampoco que todo el arte contemporáneo sea irónico. Pero la ironía es el espacio de la indeterminación, con extensiones políticas muy deseables… Crea un campo sumamente intenso en el que trabajar, un punto de partida básico como marco de referencia para el arte contemporáneo. Sobre todo en la historia. Fíjate en cómo el cine ha tratado el episodio posiblemente más negro del siglo XX, el Holocausto: ha habido dramas muy buenos, pero las películas más eficaces han sido las comedias: desde El gran dictador hasta La vida es bella hablan del mayor desastre de forma irónica.
Pero hay quien se ha metido en líos precisamente con ese tema, como Guillermo Zapata y los tuits que le obligaron a dimitir como concejal de Madrid…
Es el problema de la ironía. Un pensador del siglo XIX propuso inventar el punto de ironía o point d’ironie para marcar un pensamiento como irónico: era como una interrogación al revés (؟). Ahorraría muchos malentendidos. Hay campos del ejercicio humano que no son irónicos, y posiblemente la política explícita no lo sea mucho, no entiende la ironía. Tampoco el humor, aunque me gustaría ver en la política un grado más de sonrisa. La duda es tremendamente saludable, la ironía implica no estar en posesión de la verdad… La certeza es terriblemente peligrosa.
Leí en un catálogo que en esa época tuviste una discusión con una funcionaria de aduanas que derivó en un debate interesante.
Aprendí mucho de ella: fue un encuentro de quince minutos que muestra la potencialidad del arte. Se había estropeado un sensor que necesitábamos para una exposición. Lo mandamos urgentemente a EE. UU. a reparar y en dos días lo devolvieron, arreglado, por mensajero. Recibimos una notificación de que el objeto estaba retenido en la aduana de Barcelona. Voy para allá, pregunto cuánto hay que pagar por la exportación temporal… La aduanera saca la tablet, busca «obras de arte» y me indica un porcentaje. El importe era reducido, pero le contesté que eso no era una obra de arte sino un objeto tecnológico para la exposición. Ella me dio una respuesta brillante: «Yo he estado muchas veces en la Fundación Miró, y he visto cosas que nunca hubiera imaginado que fueran obras de arte. Yo estoy recibiendo un objeto que va a la Fundación Miró y si va ahí, es una obra de arte». Y la frase clave: «En su museo, usted dice lo que es o no una obra de arte, pero en mi aduana soy yo quien decide qué es arte o no lo es». Había entendido perfectamente qué es el arte contemporáneo, y seguro que era una persona que disfrutaba mucho de ver exposiciones. Me pareció absolutamente certera.
¿Cómo le explicarías el arte contemporáneo a un público cada vez más escéptico que jalea cuando una mujer de la limpieza tira por error una obra de arte a la basura?
La respuesta a eso es muy compleja. Anécdotas así refuerzan la idea de que el arte es lo que hace la vida más interesante. La forma de explicarlo es sobre todo pensando en la complejidad de la sociedad contemporánea. No hay motivo para pensar que una sociedad compleja en todos los sentidos no lo sea también en la cultura en general y el arte en particular. Los museos estamos expuestos a esa complejidad. Que haya determinadas obras que puedan no parecer obras de arte demuestra que el arte está respondiendo a su lugar y que juega en ese espacio. La idea de la supuesta falta de destreza para realizar una obra refuerza precisamente las inmensas destrezas que hacen falta para realizarla.
¿Destrezas más conceptuales?
En realidad son las mismas que hace cuatro siglos… Lo que ocurre es que ha cambiado el mundo más que el propio arte. Si piensas en Las meninas como obra cumbre del arte español, los elementos que la constituyen siguen siendo de una validez absoluta, y siguen estando presentes en la producción contemporánea.
En 2002 fuiste nombrado director del Centro de Arte Santa Mónica (en esa época llamado CASM). ¿Cómo explicarías las peculiaridades de este centro?
Santa Mónica cumplía una función clara de centro de arte: lugar sin colección, basado en la producción, donde se pudiera experimentar, abrir una producción contemporánea a un público más amplio, y trabajar con un fuerte conocimiento global articulado con lo que estaba ocurriendo en local. Por ejemplo, pusimos en marcha un archivo de dosieres de artistas catalanes, cubriendo la necesidad de documentar ese trabajo en tiempo real. Creo que esa función se cumplió haciendo posibles muchas obras, dedicando recursos a la producción… Y en articulación otras instituciones, claro.
En lugar de trabajar con un comisario jefe, en Santa Mónica creaste una «mesa curatorial» en la que participaban comisarios independientes de forma rotativa. ¿Cómo funcionó ese experimento?
En ese momento y allí creo que funcionó bien, pero claro, igual no soy la persona más adecuada para evaluarlo [ríe]. Hacía falta una diversidad de visiones, un lugar de toma de decisiones en común, que pensara en los tiempos más recientes. En Santa Mónica usaba una frase de Marcia Tucker: «los últimos cinco minutos», que hubo quien entendió como referente a las últimas tecnologías, pero no… Los últimos diez minutos ya eran demasiado tarde. Y para eso hacía falta un sistema así, un comisariado múltiple con sus defectos y virtudes: frescura, cambio de visión cada cierto tiempo, gran diversidad, presencia siempre de una persona local y otra de fuera…
Comisariaste un proyecto en Santa Mónica llamado Dieciséis facturas de Maria Eichhorn, que consistía literalmente en eso, dieciséis recibos detallando los gastos de la exposición… Una forma de reflexionar sobre cómo se emplea el dinero en un centro de arte. ¿Hasta dónde debe llegar la transparencia cuando se usan fondos públicos?
Curiosamente ese proyecto fue extremadamente económico, y sin embargo fue muy discutido por la decisión de la artista de hacer visible el coste. Maria Eichhorn ha realizado proyectos fascinantes relacionados con cuestionar el propio trabajo del arte. No olvidemos que el arte es un tema fundamental en el arte contemporáneo, como la música lo es para la música… Nuestra mayor novela habla sobre todo de la literatura, su punto de partida es un señor que pierde la razón leyendo; nuestra mayor pintura es una reflexión sobre el hecho de representar que incluye a su autor… Es habitual que el arte hable de sus propios procesos. Eichhorn entendió muy bien que la institución en que estaba había creado un discurso a partir de la producción. Y también reclamó la necesidad de remuneración del artista: la primera factura era la de sus propios honorarios, e incluyó conceptos paralelos que no quedan visibles, como la factura del hotel o el avión. Sintomáticamente, como buena artista conceptual, Eichhorn es extremadamente precisa y materialmente exquisita: las facturas eran reproducciones facsímiles perfectas, incluso invitaba al público a llevárselas… ¿Hasta dónde debe llegar la transparencia en las instituciones? En primer lugar, a cumplir la ley: para eso se ha hecho la ley de transparencia, avanzada y compleja. Es deseable la máxima transparencia con fondos públicos, acompañada de una explicación de por qué se hacen las cosas: a veces pueden parecer baladíes las decisiones de las instituciones culturales, pero están acompañadas de una reflexión muy profunda.
El arzobispado de Barcelona cede el claustro del Centro Santa Mónica a un alquiler simbólico de un euro, a cambio del uso cultural público del espacio y tener derecho de veto… Que se usó una vez, para pedir la retirada de un cartel con una foto de Tracy Emin acercándose billetes a los genitales. ¿En tu etapa topaste alguna vez con ese derecho de veto, sea en forma explícita o implícita?
En absoluto. Jamás he actuado bajo presión, censura ni amenaza de censura.
¿Has podido actuar con libertad?
Cuando me preguntan si soy libre para hacer lo que quiera yo suelo contestar algo provocativamente: «No, no soy libre ni tú quieres que lo sea. Tú no quieres a un caudillo en la dirección de un museo, que haga exactamente lo que quiere». Parece haber una cierta presión desde contextos sociales para que un director de museo actúe exactamente según sus deseos y gustos. Un director de institución no hace lo que quiere: hace lo que debe. Igual que cualquier otra persona que trabaje en una institución… A veces se cruzan gustos personales, creencias, cuestiones biográficas que no te puedes quitar de encima, hay muchos elementos en juego. Pero siempre matizo que no le podemos preguntar a alguien si actúa con libertad, porque no debería querer actuar con esa libertad. Espero que se entienda que reclamo que la institución pueda ponerse siempre sus propios límites y actuar dentro de esos límites. Prefiero ser muy honesto en decirlo así. El director no tiene derecho a hacer lo que le da la gana, tiene que jugar a ese juego de no hacer lo que quiere sino lo que debe.
Durante tu etapa en Santa Mónica hubo alguna crítica desde la Administración diciendo que se debería promocionar más a autores locales frente a extranjeros. ¿Cómo crees que se puede conseguir una articulación entre lo local (barcelonés, catalán, nacional…) y lo global?
En Santa Mónica sí creo que trabajamos con autores locales, pero poniéndolos en un contexto global. Nuestra obligación era fomentar esa articulación. Para mí, esa sigue siendo la respuesta: los contextos en que hay que estar insertos hoy en día son globales. El conjunto de la sociedad puede aspirar a generar una narrativa, no específicamente sobre lo local, sino a través de lo local. Eso es a lo que en este siglo XXI estamos encaminados, hablar para el mundo a través de una visión propia. Aquí entran muchas circunstancias contradictorias… ¿Es posible que cada ciudad europea tenga su propia forma de ver el mundo?
¿Un factor diferencial?
Es posible que exista, sin necesidad de generar nuevas leyendas contemporáneas creadas por la necesidad de posicionarse globalmente. Hay ciudades más ricas que otras en su capacidad de generar contextos diferentes y capas de lectura. Una institución cultural da respuesta a muchas esferas. Una es la de los creadores, académicos, críticos de arte, curadores… Pero sobre todo tiene que tener en cuenta las expectativas de los visitantes que entran en la institución para disfrutar de ella; no van a venir a ver siempre lo que tú desees, ahí entramos de nuevo en las libertades y los deseos. Esas expectativas están sometidas a múltiples condicionamientos. Primero, el lugar que ha ocupado Barcelona en el contexto global de los últimos ciento cincuenta años. Es una ciudad que juega con un espacio indefinido, ni lo suficientemente cerca del centro de poder como para participar de lleno en algunas decisiones ni lo suficientemente alejada como para ofrecer una visión exótica y distante. ¿Qué pasa con esos territorios intermedios? Hay centros de poder del arte, nos guste o no: no es que sean mejores, sino que acumulan mayor circulación de poder. Luego hay otra cuestión: en el mundo global ha habido una necesidad de, desde un punto de vista extremadamente simplista, responder a las necesidades globales de ciertas localidades, lo que condiciona la recepción y una cierta parte de la producción cultural, que va a buscar esas expectativas. Barcelona ha generado en el mundo global, incluso en los que jamás han puesto los pies aquí, unas expectativas concretas. ¿Qué ocurre cuando la producción cultural no responde a esas expectativas? Eso nos ocurre también a nosotros cuando vamos fuera. Dime una ciudad cualquiera con una tradición local en el referente global…
Venecia.
Hmm, Venecia no es de nadie.
Moscú.
Voy a Moscú y quiero alguien que me hable de la etapa soviética. ¿Y si no habla de eso? Piensa en un lugar más exótico. ¿Qué vas a buscar al arte africano? ¿Te hablarán de cuestiones específicamente africanas? En España ha pasado: buena parte de la visibilidad de los artistas ha tenido que ver con la tauromaquia. Goya, Picasso y Barceló han hecho tauromaquia, pero ¿qué ocurre si no la trabajan? ¿Cómo posicionarte en el mundo global a partir de la posibilidad de romper esas expectativas?
El verano de 2008 dimitiste como director del Santa Mónica por discrepancias con el conseller de Cultura de la Generalitat en aquella época, Joan Manuel Tresserras. ¿Cuál fue el detonante de esas diferencias de opinión?
Me fui con la sensación de que mi trabajo había acabado: el momento del relevo llegó cuando se propuso convertir el Santa Mónica en un lugar más amplio y crear un nuevo espacio para un centro de arte. Yo llevaba seis años y había insistido en que el director debía ser relevado; un centro de arte no es un museo, debe tener un recambio más frecuente. Me fui de la manera más discreta posible, con la intención de que no fuera una situación polémica, ocurrió todo muy rápido y creo que el conseller lo entendió. La noción de polémica fue montada quizá después, pero no por mi salida.
Se dijo que Tresserras quería más visitantes para el Santa Mónica… ¿Es válido utilizar el baremo del número de visitantes para evaluar el éxito de un proyecto?
¿Por qué no? Sí, claro que sí. Lo que creo es que vivimos en un país que lo cuenta todo por millones. Cuando no se sabe cuánta gente ha ido a una manifestación se dice que fueron un millón, es el número estándar. Hay instituciones de referencia en Europa que tienen dieciséis o veinte mil visitantes al año, y aquí ochenta mil nos parecen pocos. Reboto la pregunta: ¿cuántos visitantes debe tener una institución cultural para que cumpla su función social? A mí los argumentos neoliberales no me interesan. Y hay uno muy tentador, el coste. Pero las artes visuales somos baratas, hay otras cosas más caras que son igualmente imprescindibles. La evaluación de las instituciones es mucho más amplia y compleja que el número de asistentes, aunque no hay que renunciar para nada a quién va dirigido y cuánta gente tiene que asistir.
A veces se combinan grandes exposiciones que atraigan visitantes con muestras más experimentales… En un catálogo del CASM dijiste: «lo mejor que puede hacer un centro de arte con su presupuesto es poner en marcha nuevos trabajos artísticos, más allá de dedicarlo a generar impresionantes dispositivos expositivos destinados a impactar a un público». ¿Ves lo mismo aplicable a un museo?
Para un centro de arte lo sigo viendo: su función es poner en marcha trabajo de artistas. No todo tiene que ser caro, pero algo puede necesitar producción… Y generar otro tipo de trabajo intelectual: una conferencia es un trabajo, un concierto es un trabajo. Eso es un centro de arte. Pero es legítimo que un museo indague también en otros objetivo. Yo más bien seré siempre de una cierta sobriedad expositiva para concentrarme en la producción cultural en sí misma, que puede ser más amplia. Quizá algo me quede de eso, entendiendo la diferencia entre un centro de arte y un museo, con una responsabilidad patrimonial muy alta.
Cambiaste Barcelona por Madrid y el CASM por el CA2M (Centro Artístico 2 de Mayo). ¿Cómo entraste en el CA2M?
Por concurso. El 2 de Mayo se había inaugurado de forma interina y no tenía aún director. Fue una apuesta: creí que ahí había algo posible y así fue… Acabo de salir de ahí tras siete años y un mes, dejando ahí grandes amigos y con la satisfacción de haber hecho realidad una intuición.
El CA2M tenía una colección eminentemente fotográfica, pero se fue abriendo a otros formatos…
El 2 de Mayo es un museo, a pesar de que se nombre centro de arte, que tiene la colección de arte contemporáneo de la Comunidad de Madrid. Como todas las colecciones institucionales, es muy diversa y se fue acumulando a lo largo del tiempo de una manera un tanto arqueológica, por capas, con mucha fotografía adquirida en los noventa. Para explicar el CA2M recurro a cuatro ideas: la primera, un formato convencional: la definición del ICOM de «museo de arte contemporáneo» se aplica al pie de la letra al CA2M. En aquella época florecían instituciones experimentales que no se autodefinían como museo, pero el 2 de Mayo no pretendía desafiar a las tipologías convencionales. Punto dos: formato medio, lo que funcionó muy bien cuando arrancó la crisis: un edificio medio, cinco mil seiscientos metros cuadrados, un presupuesto que permitía operar… Y buenas relaciones entre Administración tuteladora y centro tutelado: ni en el peor momento de la crisis dejaron desatendido el museo. La tercera idea es su carácter único en Madrid: no hay otra institución comparable dedicada exclusivamente al arte contemporáneo. En Barcelona hay una red amplísima: MACBA, Fundación Miró, la Fundación Tàpies… En Madrid hay programas extraordinarios a todos los niveles, La Casa Encendida y mil más, pero no una institución dedicada exclusivamente al arte contemporáneo. Hay un museo nacional que no es comparable por dimensiones y por amplitud cronológica: es un museo de arte moderno y contemporáneo, cuyo punto de partida es el año de nacimiento de Picasso, 1881.
Una convención…
No se me ocurre otro nacimiento, aparte del del año 1, que marque un punto de inflexión así. Y la cuarta cosa que define al CA2M es su situación periférica, metropolitana. Madrid es una ciudad un tanto esquizofrénica: inmensa, bien comunicada por metro, cercanías, autovías… Pero la ciudad simbólica se condensa en el centro: lo que está más allá de una caminata a pie del kilómetro cero no existe. Madrid aún tiene que aprender a querer a su área metropolitana, con un potencial cultural y social brutal. Y ahí está el CA2M, en Móstoles, una población de clase trabajadora al suroeste de Madrid, un tejido que no tiene nada que ver a priori con el arte contemporáneo.
En invierno de 2011 comisariaste allí la exposición Amarrado a la pata de la mesa, del artista conceptual Wilfredo Prieto. Era una exposición con muchas piezas pero que se recorría en pocos minutos, con obras como una cerilla apagada llamada Estrella muerta. En el catálogo escribiste: «un museo contemporáneo tiene que competir dentro de la economía del ocio: ofrecer una visita rica, interesante, ni demasiado corta, ni demasiado rápida. Este caso va a impugnar esta norma no escrita». ¿Cómo respondió el público a esta, digamos, transgresión?
Extraordinariamente bien. El texto lo escribí antes de la exposición, obviamente, y al final el público pasó muchísimo tiempo en la muestra. Cada una de las piezas generaba reflexiones de gran intensidad. El público lo disfrutó una barbaridad, se hizo muy cómplice de una cierta valentía expositiva en que se desafiaban determinadas dinámicas, se exponía mucho en el suelo… Abrió un riquísimo debate. La institución aprendió mucho al trabajar con Wilfredo, que sigue estando en el corazón de la institución: tiene dos piezas en la colección, una de las cuales fue una cesión suya, Cuba Libre…
¿La de los dos charcos, uno de ron y otro de Coca-Cola?
Esa. La presentamos muy a menudo… No estaba preparado para pensar que el público reaccionaría tan bien con esa exposición.
Precisamente con Prieto se desencadenó una polémica a raíz de la venta en ARCO de su Vaso medio lleno, literalmente un vaso medio lleno de agua, por veinte mil euros. ¿Cómo explicarías esta obra (y su precio) a un espectador escéptico?
Del precio no tengo mucho que decir: yo del mercado sé muy poquito y entiendo casi nada, también me sorprenden sus decisiones… Pero creo que Vaso de agua es una buena pieza. Quizá no es mi favorita de Wilfredo, pero demuestra una inmensa capacidad de eficacia al abrir un debate sobre la esencia misma del arte que otras piezas mucho más trabajadas no consiguen. A mí me parece extraordinaria Cuba Libre, u otra mejor todavía, Agua bendita… Que era un charco de agua bendita, puesta ahí en colaboración con un sacerdote. Trabaja a partir de la coordenada duchampiana del readymade, y hace pensar que el agua bendita es el primer readymade de la historia. En los inicios del cristianismo, determinadas sectas le agregaban sales al agua al bendecirla para que tuviera alguna diferencia… Pero a nivel efectivo eso no es necesario: se considera diferente esa agua por un acto que realiza una persona en calidad de sacerdote. Eso traza un paralelo con el propio hecho artístico, como ocurre con el vaso de agua.
En 2014 expusieron en el CA2M los artistas de performance Los Torreznos, con una muestra que se llamaba, espera que cojo aire, Cuatrocientos setenta y tres millones trescientos cincuenta y tres mil ochocientos noventa segundos. En lugar de exponer en las salas del museo, se adueñaron de los lavabos, la recepción, el ascensor, la megafonía… ¿Cómo reaccionó el público a ese cambio de enfoque?
El de Los Torreznos fue un proyecto tremendamente exitoso. Son leyendas vivas en todo el mundo, pero sobre todo en Madrid; están ya en los sitios antes de haber llegado. No es tanto que se apropiaran del espacio físico, sino de todo el espacio conceptual del museo. ¿Cómo hacer una exposición individual que no ocupe un espacio durante varios meses? ¿Cómo expones a dos artistas de performance? Susi Bilbao, la diseñadora del catálogo, vio que todas las fotos eran iguales, dos tipos con traje oscuro en escena, y entendió que lo importante eran los pies de la foto… Así que sustituyó todas las imágenes por recuadros negros, el catálogo parecía de Malévich. Hicimos también una exposición poniendo sus vídeos unos días en las salas, y propusimos visitarla a ciegas, tapándose los ojos, ya que era lo único que se podía ver. También quisieron ocupar otro espacio preparando una performance exclusiva para el personal del centro. Ocurrió por sorpresa en mi último día de trabajo allí, dijeron que tenían una deuda que cumplir con el director y comisario…
¿Crees que hoy en día la performance está suficientemente representada en museos, ferias y galerías?
Cada vez más. La performance se puede rastrear a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, eclosiona en los sesenta y en particular los noventa… Tiene importancia por cómo modela el arte a través de la performatividad, el cuerpo humano como lugar en que se entrecruzan muchas cuestiones. Hay un cruce muy interesante entre cuerpo y tiempo; el tiempo por encima de todo, como valor propio del capitalismo cognitivo, el tiempo como generador de valor o de su contrario. Los Torreznos tenían una pieza en el ascensor en la que daban la hora exacta, con su voz y a su estilo, cada minuto diferente del siguiente. Esa importancia del tiempo, cruzada con la importancia del cuerpo y sus extensiones políticas, vitales y emocionales, resalta la importancia de la performance y sobre todo de la performatividad.
En marzo de 2015 estalló la polémica en el MACBA: el día antes de inaugurarse la muestra La bestia y el soberano, el director Bartomeu Marí consideró inadecuada la escultura Haute Couture 04 Transport de Ines Doujak, al mostrar a Juan Carlos I sodomizado por la activista boliviana Domitila Barrios, a su vez sodomizada por un perro. ¿Cómo viviste el desarrollo de esta polémica?
La viví como todo el mundo, a través de los medios… Un seguimiento a distancia. En ese momento, obviamente, lo último que podía pensar era que algún día estaría aquí contestando a esta pregunta.
¿Qué falló: la comunicación entre comisarios y director, presiones externas…?
No tengo mucha información, y no quiero jugar con las cartas marcadas de predecir el pasado cuando ya ha ocurrido. Lo que pasó puso a prueba a la institución, no resultó bien. Seguramente hubo multitud de elementos que no funcionaron y que no son atribuibles a una única decisión. Me piden mucho que valore eso, pero me parecería injusto para los protagonistas y para los trabajadores del museo. De lo que sí estoy seguro es de que todos hicieron lo que consideraron mejor para la institución, y actuaron con la impresión de que tomaban la mejor decisión posible.
¿Qué tabúes inatacables hay en Barcelona? ¿La monarquía? ¿La religión? ¿El procés?
No sé si hay tabúes. Muchas veces la respuesta no está en el qué sino en el cómo. ¿Se puede hablar de todos esos temas? Sí. Pero es verdad que el arte, por algún motivo que nunca he tenido del todo claro… [Pausa] Te cito a Marcia Tucker de nuevo. La segunda exposición que vi en su museo fue la de Andrés Serrano, que incluía Piss Christ, con un Cristo en un bote de orina…
Una obra estéticamente muy bonita…
Sí lo era, sí. Marcia, que estuvo en mitad de esa polémica, decía: ¿qué tiene la obra de arte que genera un debate tan tenso y enconado? Además, estamos en un país muy barroco, contrarreformista, en que el valor de la imagen no es el mismo que en otro lugar. ¿Por qué hay cosas que resultan más radicales desde el arte que incluso desde el cine? Hay películas que se proyectan en televisiones públicas que si fueran obras de arte habría que dar muchas explicaciones. Pero el cine y la literatura tienen un derecho adquirido a hacer ciertas cosas. El 80% de los libros de las bibliotecas públicas, empezando por los clásicos, están repletos de circunstancias innombrables. Quizá tiene que ver con el espacio específico del arte y el papel tradicional de los museos en el imaginario colectivo: templos del conocimiento donde reside una verdad superior, con un tránsito de sabiduría unidireccional generosamente compartido con la audiencia… Eso que se espera del museo lo pone en una situación de mayor autoridad moral, en lugar de ser un espacio en que se debaten ideas en la arena pública. Quizá las polémicas vienen más de ahí que de los temas que se pueden tratar. ¿Hay fórmulas para tratar los temas? Sí. ¿Hay límites? Quiero creer que no, o que solo hay uno muy claro: un museo solo puede hablar desde la inteligencia y el criterio. La provocación de una propuesta se contrarresta con su validez en un sistema global de ideas.
¿Ves factible que el museo sea un espacio de debate?
No solo factible sino deseable.
Quizá es más fácil en un centro de arte que en un museo…
En un museo los temas son diferentes a los de un centro de arte, más amplios, la responsabilidad patrimonial lo vuelve todo más complejo… Un museo está más situado en la arena pública. La respuesta es rotundamente sí al debate, pero desde el espacio que puede ocupar un museo, que no es ni una universidad, ni una asamblea popular ni el Congreso de los Diputados. Es un museo. Y como tal, tiene una arena muy definida en la esfera global, y hay que caminar en esa dirección, siempre de la mano del criterio y la inteligencia. Que nadie espere obviedad, lugares comunes ni respuestas claras. Como cualquier lugar contemporáneo, un museo abre más preguntas que da respuestas.
El mercado del arte ha acabado absorbiendo y asimilando muchos movimientos originalmente antiartísticos, revolucionarios o que intentaban abrir un arte fuera de las leyes del mercado… Desde el dadaísmo hasta el arte corporal, todos han ido encontrando la forma de comercializarse y mercantilizarse. ¿Es esto inevitable en el arte?
Parece que el objetivo del arte del siglo XX fue intentar crear la obra que fuera imposible de ser exhibida y coleccionada, y el trabajo del museo ha sido intentar hacerla exhibible y coleccionable. El arte funciona en parte desde esa tensión de apropiarse de lo imposible: es el reto, la frontera. Peter Berg habla del objeto reticente, el que nunca fue creado para ser expuesto en un museo. El Museo de Antropología, por ejemplo, expone objetos con un significado para las sociedades que lo crean, sea práctico o sagrado, y cuando se sitúan en un contexto museístico lo hacen de forma reticente. En cambio, parece que el destino final del arte del siglo XXI es acabar en el museo, ya se crea pensando en su inserción en el museo. La obra de arte se inserta en esas tensiones.
¿Qué opinión te merecen las ferias de arte internacionales, sean de primera fila como ARCO, sean más modestas como Marte, la feria de Castellón?
Existe cierta presión para que las ferias de arte sean todas iguales… Yo voy a muy pocas, pero las que me gustan son las que no se parecen a las mejores, sino las que son diferentes.
¿Qué te llevó a presentarte como director del MACBA?
Los concursos son un buen sistema para la búsqueda de candidatos, así que me presenté teniendo la convicción de que en estas cosas hay que participar. También por una cuestión personal: me sentía feliz con la oportunidad de que un comité tan prestigioso leyera mi proyecto y poder hablar dos horas con ellos.
En el acta del resultado de ese comité se comenta que tu proyecto refleja bien el ADN construido por las direcciones anteriores. ¿Cómo describirías ese ADN?
Este museo cumple ahora veinte años, y cualquier persona que ocupe este despacho no puede sino pensar en su historia. En estos años no solo ha acumulado una colección, sino también experiencias, discurso y un público que ha ido creciendo con él. Creer que uno parte de un lienzo en blanco sería una ingenuidad inmensa. Mi primer trabajo aquí fue preguntarme qué ha vuelto el museo diferente e imprescindible. A partir de esa definición, que tiene que ver con la forma de mirar el arte de la posguerra, para mí vienen varios trabajos. El primero tiene que ver con algo que los norteamericanos saben hacer muy bien. El New Museum tenía una colección semipermanente en que ninguna pieza tenía más de treinta años en ningún momento. No funcionó muy bien a nivel práctico, creo, pero era una forma de debatir la necesidad de que un museo siga siendo contemporáneo. «Museo» y «contemporáneo» son términos excluyentes, el tiempo va avanzando y todo museo debe cambiar algún día, por ejemplo creando un nuevo museo con obras de 1910-1980, o pensando otras soluciones, muchas. La clave es hacer un tránsito en la visión de la institución y ver en qué ha cambiado durante esos veinte años y dónde tenemos que centralizar la narrativa. Hay que poner el reloj del MACBA en hora, lo que no quiere decir ni que pongamos en duda la cronología ni el trabajo hecho hasta ahora. Pero a partir de ahí quiero agregar más niveles temáticos a los ya existentes, seguir creciendo.
¿Tienes ya decidido tu equipo? Creadores de contenido, comisarios…
Esta es mi cuarta semana aquí. Mi primera obligación es pasar tiempo con los trabajadores, algunos de los cuales están aquí desde la inauguración del museo, y tomar el pulso a la institución antes de tomar una decisión ajena a sus dinámicas. Necesito un poco más de tiempo… Hay gente que cree que lo tengo ya todo bajo control, y no.
Se habla en el acta de la «adecuación del proyecto al presupuesto del Museo». ¿Cómo planeas llevar un museo en época de recortes?
El presupuesto tiene que crecer, porque la ambición del museo es grande y la oportunidad, ahora que la tenemos delante, es inmensa. Hemos hablado de un crecimiento exponencial de espacios que hará que este museo camine de forma muy decidida. Estamos viendo cómo puede crecer este presupuesto, pero tiene que hacerlo, sobre todo tras años de recortes.
Una de tus primeras acciones al frente del Santa Mónica fue una remodelación que requirió obras… ¿Prevés aquí obras de calado similar?
Nada que no estuviera previsto antes.
En el Van Abbemuseum de Eindhoven se hizo en 2007 un experimento en que los visitantes podían votar online a qué partes de la colección permanente del museo se podía acceder en cada momento. ¿Ves factible hacer algo así con la Colección MACBA, es decir, una especie de comisariado participativo?
No conocía la experiencia, pero parece tentadora, ¿no? Hay que pensar cómo generar estos sistemas de participación, dónde es sensato aplicar esta democracia participativa. Es una forma de involucrar al público que está muy bien. Hay otras: lo importante de la Colección es que esté muy al alcance del público. Desde luego no se va a mostrar permanentemente, ningún museo de arte contemporáneo del mundo lo hace… Es un terreno de experimentación. Por mi experiencia en el CA2M creo que las colecciones son muy agradecidas para el público, porque les permiten una visión amplia del arte contemporáneo sin necesidad de subirse a la visión del comisario de una colectiva, lo que requiere un esfuerzo por parte del espectador, comparar una pieza con otra, pensar el porqué de su inclusión… Visitar una colección permite un tránsito más transversal y encontrarse con el arte con un punto menos de intermediación, lo que a veces es deseable. Hay exposiciones que se montan de forma didáctica, intentando explicar una totalidad del arte contemporáneo: hay museos con colecciones que lo permiten y siguen ciertos cánones occidentales intocables del arte establecido. Bien por ellos ؟
¿Ponemos aquí el point d’ironie?
Por supuesto.
También se menciona en el acta un deseo de vincular el museo con la escena urbana, y en particular con el Raval. ¿Cómo buscas desarrollar ese encaje?
Lo experimentamos mucho en Móstoles… Los encajes de una institución con su entorno tienen que pasar por los lazos emocionales. Hay una frase de Chris Dercon: «El museo tiene que ser más afectivo y menos efectivo». Los museos tienen que trabajar más esa afectividad, esa capacidad de establecer relaciones que pasa en gran parte por la generación de microcomunidades, espacios en que el público asistente no esté viniendo a ser iluminado por la institución de una forma soberbia, de modo que una visita le sirva para cumplir una cuota de arte para los próximos meses… Sino que unas personas acudan a la institución por un motivo determinado, una exposición o una actividad, y entre ellas se generen unos lazos emocionales. En el CA2M funcionó maravillosamente bien el grupo de la Universidad Popular, un lugar de formación liderado por Pablo Martínezen que el único requisito es que no hay requisitos. Se reúne todos los miércoles por la tarde… Eso genera un grupo de debate, que siempre acaba en el bar de enfrente.
El bar como centro cultural…
Estamos en el Mediterráneo, ¿no? [Risas]. Por ejemplo, el grupo del del huerto era un espacio para discutir sobre ecología, el fin del petróleo o el cultivo de la berenjena. A partir de esos grupos y esas afectividades, piensas un poco más a lo grande y puede salir una idea interesante que resuelva el encaje del museo en el Raval, en Barcelona, en el área metropolitana, Cataluña, nacional e internacional, todas las claves… Yo iría mucho a lo ciudadano y a lo metropolitano, a la metrópolis Barcelona que creo conocer bien, y que entendí mejor cuando me fui a Madrid. Es un territorio apasionante.
Has vivido de cerca los recientes vuelcos políticos en los Ayuntamientos de Barcelona y Madrid… ¿Cómo crees que la llegada de Ahora Madrid y Barcelona en Comú va a cambiar el mapa del arte en estas dos ciudades?
Los mapas del arte son más inmunes de lo que parece a los cambios políticos. Puede cambiar alguna circunstancia: un museo como este tiene tres administraciones y debe responder a todas ellas… Pero pensar que un cambio municipal puede cambiar el mapa de la producción cultural, el ecosistema artístico en su globalidad… Bueno, ojalá sea así y para bien.
Y la parte institucional…
Esa claro que variará, obviamente. Si hablamos de la posibilidad de que un Ayuntamiento genere un cambio sobre las instituciones: claro que sí, es su deber. Todavía es pronto para ver cómo.
¿Está afectando al mundo artístico el revuelo político en torno a la posibilidad de independencia de Cataluña?
No, la realidad discurre sin ser dirigida por esos vectores. Lo que sí creo es que el arte actúa por analogía. El arte tiene que acompañar a la sociedad en una situación como esta: sus anhelos, sus sueños, sus reflexiones y fracasos. No de una forma directa, lo que no me parecería atractivo, sino como un espacio de reflexión inteligente. Me gusta pensar en el efecto mariposa de la teoría del caos: una mariposa mueve sus alas y puede generar un huracán en otro lugar si en medio hay multiplicadores adecuados y bien organizados. Lo digo con mucha contundencia: la próxima revolución va a empezar en un museo, si no es que ha empezado ya en el MACBA. Lo que pasa es que jamás lo voy a poder demostrar [ríe]. Pensar que estás generando una revolución es lo que me hace venir cada día a trabajar. Posiblemente empiece con algo que ve alguien, quizá joven, que le provoca un pensamiento que pone en marcha otro, que desencadena otro, que activa otro y eso genera un efecto mariposa que acaba convirtiéndose en huracán… La próxima revolución empezó ayer en el MACBA.
Se ha creado recientemente cierta polémica en la primera muestra de Miserachs, a raíz del criterio expositivo de incluir figuras recortadas a partir de las fotografías. ¿Cómo te posicionas en esa polémica?
Es muy fácil juzgar cuando ya está hecho. Yo esa exposición, como público, la disfruto y me gusta verla. Entiendo que haya un sector de la fotografía que esperaba ver otro tipo de exposición, pero haber hecho esto no invalida que en el futuro la obra de Miserachs se presente de otra manera. ¿La estrategia es repetible? Probablemente no, porque ya se ha hecho. La cuestión es pensar en el papel de la fotografía actual, qué ocurre con la fotografía cuando todos tenemos en el bolsillo una herramienta fotográfica. Pensar cómo será la fotografía dentro de veinte años, cuando tal vez no se recuerde la fotografía sobre papel, en analógico… Yo revelaba fotos, ahora ya nadie sabe lo que es eso.
¿Qué temas podemos esperar que se traten durante tu etapa?
Planteo tres, básicamente. El primero tiene que ver con performatividad, donde se cruzan conceptos muy contemporáneos como tiempo y cuerpo, pensar con el cuerpo… Mirando sobre todo lo que ocurrió en los noventa en Cataluña. Un segundo que tiene que ver con la importancia de las culturas populares contemporáneas, nada que ver con las culturas populares convencionales, sino movimientos culturales que no han sido absorbidos del todo por el mainstream. En una cultura rica y canalla como la de Barcelona hay un espacio cultural no convencional y no hegemónico que ha enriquecido ampliamente las artes visuales y la cultura. Te pongo como ejemplo varias exposiciones que hicimos en el CA2M: Sonic Youth, Pop politics o Punk, investigando cómo las artes visuales se han nutrido del espacio de experimentación previo de la música: su agenda política, el género, un eje incluso de drogas, el club como espacio máximo, la emancipación del punk… Eso que hablamos ahora del espectador emancipado del museo la música lo había hecho ya. ¿Quién es dueño de quién, la estrella de su fan o el fan de la estrella, que lo resitúa en su espacio simbólico como quiere? Y planteo un tercer eje temático, una reflexión asumiendo el fin de las utopías. Una cuestión política. ¿Qué ha pasado? Hay una frase maravillosa del RAQS Collective: «No es deseable que el futuro sea cautivo del presente». ¿Cuántos anhelos, sueños e ilusiones se han visto imposibilitados, se han quedado por el camino en el tránsito de la modernidad a la contemporaneidad? Jeremy Deller hablaba bastante de esto. ¿Hacia dónde llevar este contenido social, estos sueños incompletos que la contemporaneidad no ha podido digerir? ¿Qué hacemos con ellos? No con nostalgia, no pensando que eran imposibles, sino que el futuro no puede ser rehén del presente.
Una nueva narrativa frente al There is no alternative…
Por eso la exposición del RAQS se llamaba Es posible porque es posible. Ante el pensamiento único, el creer que hay una sola narrativa, la que el neoliberalismo ha dicho que es la única posible, que el mercado debe modelar nuestras vidas… ¡Porque no hay alternativa! Pues quizá sí hay alternativa. El momento político tiene que ver con ese pensamiento de que hay alternativas. No existen verdades, un museo es un lugar para cultivar las dudas.
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