En las calles de París sucedía la balacera de las vanguardias, donde todos los pintores se dejaban impactar. O casi todos. Había un grupo de resistencia que en medio del incendio jamás quiso apropiarse de las llamas. Vivían su propia aventura ajenos a todo aquello que no estuviese en el centro de su interés o de sus obsesiones. Pierre Bonnard (1867-1947) fue uno de ellos. Quizá el principal.
Formó parte del grupo de artistas que se auparon bajo el lema de Nabis, y a partir de aquella experiencia tribal decidió caminar solo. Bonnard fue un pimpollo de familia bien tocado por el talco de los mejores colegios de París. Pronto decide sumarse al convoy de los creadores y planea una estrategia de doble velocidad: por un lado, se enrola en una agencia de publicidad; por otro, crece su pasión y vicio por la pintura. Sólo hay que remar.
En medio del rugido del cubismo y el surrealismo, que dejó a tantos artistas suspendidos en el aire, Bonnard ensaya una pintura de sugerencias, de veladuras, en el límite de lo decorativo, en la audacia de la composición. Un trabajo delicado, extraordinario tantas veces, con una tensión entre la placidez y el onirismo. Hacía más de 30 años que la obra de Pierre Bonnard no se veía en España con la abundancia que propone la Fundación Mapfre de Madrid (Paseo de Recoletos, 23)en la exposición que reúne alrededor de 200 piezas, desde sus primeros tanteos a las últimas grandes telas decorativas. Y entre medias, fotografías inéditas aquí de los viajes de Bonnard por el norte de África, por España y por Venecia, así como los retratos que hizo con su cámara a Renoir y Monet.
Si en los años mozos tuvo de brújula a Gauguin, en la madurez solo se tuvo a sí mismo como norte. Desarrolló una personalísima facultad para manejar el color, con una audacia casi milagrosa. A partir de 1900 decidió que su mundo era mejor hacia dentro y se centró en escenas domésticas, en la variedad de sus amantes, en Martha (su mujer) y en todo aquello que condiciona una suerte de escena plácida. De pabellón de reposo.
Bonnard fue ensanchando el cauce de esta intimidad doméstica con escenas de una emoción condensada en las que da contorno a la sensualidad, a la incomunicación, al erotismo. "La clave de tu futuro está escondida en tu vida diaria", decía el artista. Así afianzó su idea de que era en la jurisdicción de su existencia donde estaba todo aquello que le era útil para pintar. "Es así como crea una poética personal. Un mundo reducido, con un estallido de color y una pincelada con la que intenta convencernos de la belleza de la pintura y de que el mundo puede ser mejor a través del arte", sostiene Pablo Jiménez, director de la Fundación Mapfre.
Pero Bonnard no es un pintor realista. El suyo es un espacio de figuración donde cada vez tiene más potencia lo arcádico, lo hímnico, lo vibrante del mito y de la fantasía. Así se aprecia en algunas de las piezas de madurez, donde la libertad no sólo está en el gesto sino en el boicot de la escena con elementos aparentemente innecesarios, extraños, como forzados. Seres que aparecen por una esquina de la tela. Protagonistas que son cortados... De algún modo, Bonnard experimenta constantemente con los elementos de su obra, en apariencia escasos pero capaces de ser dilatados hasta generar una constelación. Y es que, como él mismo decía, "nada muere más rápidamente que una idea en una mente cerrada".
Bonnard pintaba apartado. Miraba apartado. Vivía fuera del calambre artístico de la capital. Era un señor de buen discurso que manifestaba su rebelión casi como una penitencia. Era un pintor/pintor y defendía la pintura como el más hermoso de los primitivismos, como la mejor fiebre de la modernidad. "Te hace amar el cuadro. Tiene una gran capacidad para contagiar el placer de la pintura. Por eso se convirtió en referente de algunos artistas españoles de los años 80, como Carlos Franco y otros que formaron el grupo de la Nueva Figuración. Aquellos que reivindicaron el soporte clásico", apunta Jiménez.
El lirismo de Bonnard no tiene disciplina. Por eso mantiene el asombro intacto. Y la inquietud, que tantas veces está concentrada en los personajes de su pintura.Hombres, mujeres, niños... Seres que nunca miran de frente al espectador, a quienes no se les ve con definición el rostro. En las figuras hay algo de aparición con un punto, a veces, de cierto drama. Sucede, por ejemplo, en los cuatro autorretratos que reúne la muestra, donde este pintor bien acolchado de placidez burguesa se presenta desnudo, con un ramalazo patético, como dejando ver la otra cara de la luna, la intemperie de un hombre que no siempre es lo que dibuja.
Y es que la ambigüedad también es clave en este artista. Y lo mantiene en moderno.
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