lunes, 7 de septiembre de 2015

Carl Andre: escultura como lugar, 1958-2010








La bajó del cielo al suelo. Y así la escultura dejó de ser solo un hito vertical para extenderse de forma horizontal a ras de tierra, creando un espacio para recorrerla, vivirla e integrarse en ella. Hoy puede no sorprender a nadie, pero cuando Carl Andre (Massachusetts, EEUU, 1935) rompió en los años sesenta con ese concepto de monumentalidad y con la postergación de la escultura con respecto a la pintura causó una auténtica conmoción en el mundo del arte.
A su madre, sin embargo, sus obras no le decían mucho. Lo recordaba entre risas el propio artista desde Nueva York en conversación telefónica con EL PAÍS, unos días antes de la presentación en el Museo Reina Sofía de su gran reprospectiva Carl Andre: escultura como lugar, 1958-2010, a la que no asistió este lunes. “Mi madre siempre quiso que yo le esculpiera una gaviota y yo le decía: ‘Conozco a otros artistas que te pueden hacer eso, pero yo no’ y ella se ponía a llorar”, dice. “Mi padre tampoco entendía lo que yo hacía, pero le diré una cosa: de él heredé mi amor por los materiales”, añade.
No en vano, Andre nunca olvidó la imagen de sus padres sacando al porche todos los utensilios de metal que tenían en casa para su transformación en armas, como se había solicitado por las autoridades, a raíz del inesperado ataque japonés a Pearl Harbour, en 1941, explicaba Yasmil Raymond, una de las comisarias de la muestra, organizada por la Dia Art Foundation de Nueva York en colaboración con el Reina Sofía, que se podrá ver en Madrid hasta el 12 de octubre.
“Andre tenía un gran amor a los materiales. Y como sus padres, no desperdiciaba nada. El paisaje de su tierra, la naturaleza, las canteras de granito, las minas, le marcaron muy pronto”, señala la comisaria, junto a la obra Lever (1966), formada por una hilera baja de 137 ladrillos refractarios que sale de la pared con el aparente propósito de mostrar un camino.
Metales, maderas de cedro, hormigón, arena y cal son los materiales de los que está construida “la constelación de piezas, como cartografías que se encuentran en islas espaciales”, según definición del subdirector del museo, João Fernandes, que componen la muestra, cuya parte principal se exhibe en el Palacio de Velázquez, subsede del museo.

Pero el nombre de Carl Andre se asocia indefectiblemente al minimalismo, al reduccionismo, la repetición y el serialismo que caracterizan buena parte de su creación, como se puede observar mientras se camina bajo las luminosas y relajantes salas del Palacio de Velázquez, entre los leños de sus primeras obras, los jalones de hormigón en formación geométrica, la hipnótica espiral o las planchas metálicas pisables. Estas ultimas ya se pudieron ver en la exposición que en 1988 se organizó en el cercano Palacio de Cristal.Se trata de una selección de las esculturas de uno de los artistas más relevantes y complejos del minimalismo. Una de las figuras del cambio del paradigma en el arte que se produce a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, subrayó Manuel Borja-Villel, director del Reina Sofía. También se le considera uno de los precursores del land-art, con vínculos estrechos con el arte povera y con planteamientos cercanos al arte conceptual, además de ser autor de una importante obra poética, tal vez eclipsada por la plástica, que se muestra en el edificio Sabatini, sede central de la pinacoteca, en compañía de sus Dada forgeries, que relacionan la obra de Andre con los ready-made de Marcel Duchamp.
¿Ha muerto de éxito el minimalismo? “El minimalismo nunca se irá”, responde Andre. A continuación, sin embargo, abomina de la crítica y del mercado del arte, de los movimientos y de las etiquetas, del discurso concebido por la historiografía y amplificado esquemáticamente por los medios de comunicación. “Nunca me ha importado lo que digan los críticos. Es que no saben lo que dicen. Hoy hay demasiadas cosas mediocres, pero, si tienen publicidad, se venderán. Eso es lo que le importa al mercado. A mí me da igual. Nunca busqué ponerle nombre a lo que hacía y jamás explico mis obras, ¡que no significan nada!”, enfatiza. Minimalismo, land-art, arte conceptual... “Todas esas categorías son una mierda”, agrega el autor en un tono entre provocador y sincero.
Tampoco le preocupan las tendencias del arte actual: “De una manera extraña, el arte no me interesa. No saldría de mi casa para ir a ver arte. Solo voy a mis propias exposiciones, o a las de mis amigos o de mis amantes. No es que esté mal lo contemporáneo; es que no es interesante”. ¿Y su arte? “Me interesa a mí y eso es lo que importa”.
El nombre de Andre saltó de las páginas de arte a las de sucesos cuando en 1985 falleció su esposa, la artista cubana y precursora del body-art Ana Mendieta, al caer del piso (el 34) que compartían en un edificio del Greenwich Village de Nueva York. Se le acusó de asesinato, aunque fue absuelto tres años después. “No quiero hablar de eso. Fue una tragedia para mí, para todos. De repente, la gente se dividió entre los que me odiaban y los que no. Por un tiempo se suponía que yo era el mayor estafador que el mundo había visto”, responde.
Retirado de la práctica artística en 2010, Andre, de 79 años, ha ayudado a organizar esta retrospectiva que ahora recala en Madrid, procedente del Día de Nueva York, y que posteriormente viajará a Berlín, París y Los Ángeles. “Espero que no sea mi último disparo de moribundo. Quiero quedarme un rato más”, concluye.

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BLANCA ORAA MOYUA

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