Las distintas versiones de esta historia difieren respecto a los detalles, pero todas coinciden en lo esencial: Andy Warhol estrechó por primera vez la mano de los integrantes de la Velvet Underground en diciembre de 1965, cuando eran la banda residente del Café Bizarre, un local del Village neoyorquino del que no tardarían en ser despedidos. Lo hizo gracias a Barbara Rubin, figura central del cine underground de los sesenta, que poco después abandonó los excesos de la ciudad para unirse a una secta hasídica, antes de morir a los 35 años de una infección contraída durante el parto.
La banda, cuyo nombre se inspiraba en un estudio psiquiátrico sobre la desviación sexual, había sido fundada meses atrás por John Cale, joven discípulo del compositor vanguardista La Monte Young, y por Lou Reed, letrista y vocalista recién salido de la universidad con un expediente brillante, pese a sus problemas para acatar la autoridad.
Su música eléctrica y sombría, unida a la poesía violenta de sus letras, su interés por el ruido y una puesta en escena tan gélida como antitética a los swinging sixties, logró fascinar a Warhol. El artista no tardó en ficharlos para que actuaran en la Factory, el estudio que había abierto en 1963 en el quinto piso de un edificio de Manhattan. El mismo Reed lo describió en su día como un flechazo: “Estábamos hechos el uno para el otro. Las canciones escritas antes de nuestro encuentro ligaban perfectamente con los temas de sus películas. Andy nos dio la oportunidad de convertirnos en The Velvet Underground. Antes, no éramos nada y no interesábamos a nadie”.
La sede del Centro Pompidou en Metz, enclave industrial de la Lorena francesa, celebra ahora el 50º aniversario de ese flechazo con una nueva exposición, titulada Warhol Underground. Hasta el 23 de noviembre, la muestra recorre los vínculos del artista con la escena vanguardista de Nueva York y trata de determinar hasta qué punto influyó en su obra. “En realidad, todas las rupturas estéticas se hacen en grupo. Warhol fue lo contrario a un autista encerrado en su torre de marfil. Supo observar y escuchar, nutriéndose de cuantos le rodeaban”, sostiene Emma Lavigne, directora del museo y comisaria de la exposición. “Se inspiró en esa constelación de artistas que malvivían en el Lower East Side, a la que ayudó económicamente, pero también en los herederos de la Beat Generation, las figuras del movimiento Fluxus y los dioses de la contracultura como Robert Rauschenberg, John Cage, Merce Cunningham o Jonas Mekas”, añade Lavigne. Sin olvidar a las llamadas superstars de Warhol, personajes de la noche neoyorquina, como Candy Darling, International Velvet u Ondine, a quienes prestaba una atención fluctuante. Todos pasaron por este refugio de las vanguardias, frecuentado por artistas excéntricos, ángeles caídos y toxicómanos de distinta índole.
Serigrafías y retratos
El recorrido de la muestra incluye las primeras serigrafías ejecutadas en su taller, como las famosas latas de sopa Campbell y las cajas de estropajos de marca Brillo, pasando por sus retratos de Elizabeth Taylor (Ten Lizes) y la tétrica reflexión sobre la silla eléctrica (Big Electric Chair). Pero también las películas que Warhol rodó en la Factory, a razón de 15 al año, entre las que figuran Sleep, Kiss, Empire o Chelsea Girls.
En la primera sala de la exposición, frente a un sofá rojo idéntico al de la Factory original, un centenar de fotografías dan fe de la vibrante cotidianidad del lugar. La modelo Edie Sedgwick aparece bailando en una fiesta. El poeta Gerard Malanga, principal ayudante de Warhol y responsable del casting de aspirantes, se apoya en una pared plateada, el color que envolvía toda la Factory. Y la cantante Nico aprende los primeros acordes de There she goes again, entre visitantes tan ilustres como Dylan, Tennessee Williams o Truman Capote.
Entre los autores de las imágenes figuran nombres tan reputados como los de Nat Finkelstein, Steve Schapiro y Stephen Shore, reclutado a los 18 años por Warhol. “En 1965, rodé un corto que se proyectó en el mismo cine neoyorquino donde Andy exhibía sus películas. Me pidió que le siguiera y lo hice”, recordaba Shore poco después de la inauguración. “Dejé el instituto y pasé mis días en la Factory, convirtiéndome en uno más. El contacto con los inquilinos de la Factory, que se convirtieron en amigos, dio lugar a cientos de fotografías con las que aprendí el oficio”.
“Solo pagaba el alquiler”
Otro de los personajes asiduos era el fotógrafo David McCabe, contratado a los 25 años para que retratase a Warhol durante los doce meses de 1964. McCabe se opone a la leyenda de que el artista vampirizó a sus jóvenes súbditos en beneficio propio. “Sé que Edie [Sedgwick] se sintió utilizada, pero en realidad fue ella misma quien se autodestruyó. Warhol solo le dio la fama”, asegura. “Podía ser frío con la gente que no le caía bien, pero conmigo siempre fue respetuoso y cooperativo. Percibió mi talento a la tierna edad de 25 años y me prestó una atención de la que me sigo beneficiando hoy, cincuenta años después”, añade.
El propio Warhol negaba ser lo más interesante del lugar: “La gente creía que en la Factory todo giraba en torno a mí. En realidad, yo solo pagaba el alquiler”.
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