martes, 16 de junio de 2015

Txomin Badiola: “La cultura tiene una función social urgente: crear ciudadanos despiertos”





Bilbao, calle Irala, tostas a un euro, casas grises, casas rojas, aceras con las tripas fuera y una cortina de lluvia al fondo. En el barrio, la primavera parece un otoño manso. Paraguas urgentes que desembocan a espaldas del coso de Vista Alegre, carnicerías, bancos y talleres estrechos, en el número 4 está Luci-Arte y en el 2 un escaparate gris que encubre quilates de talento. Dentro reposan silentes las maquetas de Pello Irazu y de Txomin Badiola, artistas que comparten estudio. Tras 35 años de carrera, Badiola (apellido de salitre) se enfrenta ahora a su pasado con motivo de la retrospectiva que prepara para el Museo Reina Sofía de Madrid, que se inaugurará en 2016. Además, le acaban de conceder el premio Gure Artea 2015 a la trayectoria artística. “Nunca viene mal una palmadita en la espalda”, dice con un barniz de ironía.
¿Cómo recibe un artista como usted, nada autocomplaciente, un galardón como este?
-Me lo tomo como una especie de reconocimiento a mi carrera, como algo positivo.
Lo digo porque en la cultura siempre ha habido cierto reparo a que las instituciones fagociten aquello que patrocinan.
-El peligro ya no es ese. Para los artistas creo que el arte ha dejado de ser un instrumento político, aunque siempre cumple un papel político, claro. Ahora, los artistas no somos nadie, no influimos en nada.
Pero las cifras de los museos son notables, la fotografía se ha democratizado…
-Se ha producido una especie de popularización de la cultura. Esta masificación de la estrategia cultural dentro de otras estrategias más grandes (económica, turística…) hace que podamos interpretar que hay una aproximación mayor de la gente a los temas del arte, pero de ahí a pensar que esas personas crean que el arte les puede servir como herramienta en la vida cotidiana...
Es la ceremonia de la confusión.
-Y por eso la cultura es más necesaria que nunca. Tiene una función social urgente: crear ciudadanos despiertos y atentos a la realidad.
Eso puede resultar obsesivo.
-El arte es una herramienta de doble filo: proporciona muchos placeres y al mismo tiempo exige estar despierto. El arte exige preguntarse, y eso puede llevarnos a una situación incómoda, pero también nos ayuda a mirar la realidad de otra forma, a sospechar de ella.
Uno empieza a crear para cuestionarse una serie de cosas, ¿no?
-Casi siempre hay alguna experiencia, en la niñez o en la juventud, que uno siente como una especie de fractura entre uno mismo y el mundo. De pronto te das cuenta de que el mundo no está hecho a favor tuyo y de que vas a tener que hacer algo para ponerlo a tu favor. Yo empecé a sentir ese tipo de cosas porque me puse a pintar, cosa que nadie hacía en mi familia. Como decía Oteiza, el arte es ese lugar donde te proteges de la realidad, haciendo tus propias maniobras, al menos al principio.
Una herramienta para el cambio y para la resistencia.
-Cada vez que tú haces algo con respecto a la realidad, también cambias tú, cambia tu subjetividad. El producto del arte es el ser, como también decía Oteiza. Es decir, existe una herramienta para la singularidad de las personas, y el arte no es solo para los que deciden dedicarse a esto, sino para todo el mundo. Pero hoy en día se utiliza poco en ese sentido; la cultura se ha convertido en un bien de consumo.
Parece que lo que no se entiende no se publicita o no se vende.
-El planteamiento de que el arte debe ser entendido es erróneo. Comunicarse significa poner en contacto a dos o varios entes, pero no hay que confundir comunicación con información. El arte no está destinado a proporcionar información, al menos no es esa su función principal. Cuando alguien te informa, te está dando órdenes; en el arte nadie intenta darte órdenes, solo se intenta establecer una comunicación. El arte tiene esa dimensión: la persona que contempla es tan creadora como quien hace la pieza, o debería serlo.
¿Hablamos de obras inacabadas?
-Una obra de arte es una cosa inacabada, y eso significa que no se cierra sobre un significado, es decir, no hay nada que entender. La obra de arte está viva y te interpela. Los artistas de nuestra época lo reivindicamos porque hay una dimensión política ahí: se exige que el espectador sea activo y se supone que esa experiencia le debe servir luego para poder aplicarla en su vida.
Pero no parece tan eficaz como la política.
-Es otro tipo de intervención, no tan inmediata. Con el arte se buscan microcambios: cambia una persona que a su vez trata de cambiar su entorno... Por eso se dice que si yo cambio, todo cambia.
Usted tuvo mucha relación con Oteiza. Ahora, ¿qué queda de Oteiza en usted? ¿Ha tenido que ‘matar al padre’ o no ha hecho falta?
-Mi relación con Oteiza no ha sido nunca edípica. Se simplifican las relaciones entre generaciones en términos psicoanalíticos, pero en el mundo del arte yo entiendo las relaciones como una colaboración en confrontación, es decir, una colaboración crítica. De hecho, uno de los problemas que tuvo Oteiza es que no tuvo interlocutores.
Nadie se atrevía a cuestionarle.
-En parte. Y le hubiera venido bien. Le conocí en el 78 y era un personaje que te sobrepasaba, pero yo ya estaba metido en el mundo del arte y tenía mis propias ambiciones; me di cuenta de que la relación con un personaje de esa categoría o se hacía productiva o iba a ser destructiva.
Y resultó productiva.
-Sí. Oteiza era bruto en el trato con la gente joven. Tenía dos registros: el todo maravilloso, que lo aplicaba a la gente que no respetaba; y la actitud que tenía con los artistas, por ejemplo, con nuestro grupo de la Nueva Escultura Vasca. Nos provocaba, nos decía que el arte se había acabado, etc... Pero nosotros repensábamos todo lo que nos decía desde nuestra propia problemática. Y creo que esa fue la salvación de mi generación, al menos la mía sí. Así decidí hacer la exposición de Oteiza que nadie había hecho, o, mejor dicho, la que nunca se había dejado hacer. Resumiendo, tu pregunta de matar al padre creo que debería de plantearse en otros términos; es decir, nosotros no hemos vivido a Oteiza como un peso sobre nuestras espaldas, y, sin embargo, habría que pensar si Oteiza vivió con preocupación el hecho de que la interpretación que le devolvió el éxito fuera la de otros, la de una generación nueva.
A él le gustaba hablar de su proceso creativo. ¿A usted?
-Es fundamental explicar cómo hacemos las cosas, más que para qué. Y quizá es una cosa que falta. Parece que el arte se consume en las intenciones, en lo que pretendes con el arte, pero el arte tiene un proceso en el cual tú vas tomando decisiones que son las que determinan que aquello al final esté bien o no esté bien.
Explicar el cómo.
-Exacto. Lo que te piden es saber qué significa la obra, cuando habría que explicar cuál es el proceso que te ha llevado a hacer esa obra. Es monstruoso que te pidan explicar tu obra, e incide sobre la gente más joven; para acceder a una beca, para exponer, etc,… se les obliga a que tengan que dar una explicación previa de lo que van a hacer; eso es antiartístico. El arte no es la materialización de una idea. Para comunicarnos no necesitamos de significados; lo mejor de la comunicación es que está basada en la malinterpretación: yo te digo algo pero solo es un fragmento de lo que te quiero decir, y tú interpretas esa porción de lo que te he dicho desde tu perspectiva, con lo que se genera una cierta malinterpretación.
El error está subestimado...
-El azar es parte de la creación artística. El artista se dice a sí mismo: quiero hacer esto, pero hay que ser consciente de que en realidad tú sabes que quieres hacer otra cosa diferente a la que en principio quieres hacer; pero también has de saber que ese querer hacer una cosa es imprescindible para que el movimiento se inicie.
Madrid, Nueva York, Londres… Y en los últimos diez años, Bilbao. ¿Badiola ha dejado de huir?
-Regresé hace diez años y aquí estoy muy a gusto. A la vuelta me encontré con una ciudad cambiada, una ciudad cómoda que tiene algo que no tiene ninguna otra que conozco: una comunidad artística articulada. Todos los días tengo una conversación o una colaboración con algún artista del entorno. Eso es un lujo.
¿Y hay espacios para exhibir las obras de ese grupo de artistas?
-En los grandes museos es difícil, pero hay otros lugares.
Los grandes museos parecen fijarse más en los artistas consagrados.
-Yo he sido crítico con el Guggenheim, pero creo que el lugar idóneo para la presentación de los artistas de aquí es el Bellas Artes. Cuando estaba Zugaza se había trazado un plan para dar visibilidad a artistas en ciernes, ni principiantes ni muy conocidos. Y creo que el Museo no está cumpliendo esa función. Pero sí, Bilbao tiene infraestructuras para exhibir obra, lo que no hay es un contexto ciudadano que le dé sentido a todo eso.
A usted no le apasiona demasiado exponer.
-Me gusta exponer, pero cuando tengo algo que mostrar.
Pero si no expone no vende, o vende menos…
-El mundo del arte está al albur del capital financiero. Ese romanticismo que podía existir en la época de Chillida… había una naturalidad que tenía que ver con la economía real. Ahora, si el capital financiero decide que hay algunos artistas que les conviene manejar, lo hacen. Y así se pagan 50 millones por una obra de Koons, algo que es desproporcionado.
Ahora que está repasando su carrera, ¿se ha percatado de los momentos ‘clave’ de la misma?
-Sí. Para mí fue importante la exposición que hice en Donostia, en el Koldo Mitxelena (El juego del otro). También fueron importantes los talleres de Arteleku, que impartí junto con Ángel Bados. Fueron importantes, no solo para nosotros, sino para otros muchos artistas; ahora se ha retomado esa idea en Tabakalera. Tampoco puedo olvidarme de Malas formas, que se mostró en el MACBA y en el Bellas Artes de Bilbao.
Si nos centramos en su proceso creativo, ¿en qué momento se encuentra?
-Siento la necesidad constante de pervertir la lógica de las cosas. En mi trabajo siempre ha habido una necesidad de escapar de la técnica. Empecé siendo pintor, pero cuando entré en Bellas Artes me cambié a la escultura; cuando tenía dominada la escultura me pasé a la instalación, luego al vídeo y a la fotografía… Es como una necesidad de huir de lo que sabes. No soy ni fotógrafo, ni escultor, ni pintor. Realmente no sé hacer nada (risas), y me enorgullezco de eso; la capacidad que tengo de equivocarme es infinita, y eso es maravilloso.

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