El día ha empezado mal, pero se ha terminado arreglando a tiempo para la inauguración. Puestos a escoger, Alex Katz prefiere que brille el sol. “Así es como mis cuadros tienen mejor aspecto”, dice el pintor estadounidense, bañado en la luz que inunda la galería de techos acristalados que su marchante abrió hace año y medio en la periferia de París. Katz se presenta con deportivas, bronceado perfecto y una sonrisa indeleble, que transmiten la sensación de estar conversando con una persona mucho más joven. Cumplirá 87 años este verano, pero conserva un aspecto asombroso. “Tengo buenos genes. Procedo de una familia de superhéroes. Podría hacer 200 abdominales si me lo propongo”, dice. Podría estar en Florida, tostándose al sol como cualquier jubilado. Pero prefiere estar aquí, atravesando océanos para defender su nueva exposición que muestra una distinguida selección de retratos realizados en las últimas cinco décadas. Será solo el primero de los homenajes que le depara 2014. Katz también será objeto de una exposición en Viena, donde el Albertina expondrá sus dibujos a partir de mayo, y de otra en Londres, donde la Tate Modern le dedicará una de las salas de su permanente, honor solo destinado a las grandes figuras del siglo pasado.
De entrada, cuesta entender qué subversión podían encerrar unos lienzos que hoy parecen de lo más convencional. “Mire ese de ahí —solicita Katz, apuntando a Private Domain, retrato de los integrantes de una compañía de danza—. Sé que hoy resulta banal, pero en los sesenta me insultaban por él. La gente odiaba mis exposiciones y no tenía ningún problema en decírmelo”. De hecho, cuando se observa a sus personajes durante unos segundos, el trazo sencillo y los tonos pastel ceden lugar a un desconcierto inexplicable. Por ejemplo, sus bailarines están observados desde ángulos imposibles, superpuestos sin perspectiva válida, aparejados en planos distintos a partir del azar más improbable. En el siglo anterior, su admirado Manet había despertado estupor con Un bar aux Folies-Bergère y el inverosímil reflejo de su camarera en un espejo, lo que no le impide colgar hoy en cualquier comedor de clase media. A Katz le sucede algo parecido. A Katz se le ha tratado de pintor frívolo y mundano hasta decir basta, desdeñado por el canon e incomprendido por una crítica que nunca tuvo muy claro dónde ubicarlo. Tras décadas de menosprecio, la gloria ha terminado llamando a su puerta. “Por fin se están poniendo al día conmigo. No sé por qué les ha costado tantos años”, ironiza. Katz admite que nunca lo puso fácil, siendo un pintor figurativo en tiempos de abstracción, además de un aficionado a llevar la contraria por sistema. Como The New York Times dijo una vez, Katz se ha empeñado en “nadar contra la marea de las revoluciones anteriores”. “Como mi madre solía decir, si todo el mundo se hubiera puesto a pintar rostros, yo hubiera preferido las nucas”, reconoce. “Le ha costado ingresar en el canon, pero finalmente ha arraigado”, opina el crítico Juan Manuel Bonet, exdirector del IVAM y del Museo Reina Sofía y responsable de una de las primeras grandes muestras que celebraron a Katz en Europa, en 1996. “Es una alegría que cada vez más gente entienda su grandeza y comprobar que no hace falta pertenecer a un movimiento para construir una obra consistente y ejemplar, que ha abierto camino a pintores más jóvenes”. Por ejemplo, los cotizadísimos Peter Doig o Elizabeth Peyton se reclaman herederos de Katz.
El pintor dice que su objetivo siempre fue dibujar “como lo hacían Picasso o Matisse, pero con un trazo más preciso”. Lo consiguió pintando rostros gigantes con brocha gorda, a los que hacía resaltar sobre fondos neutros, sin perspectiva ni profundidad, como en un reclamo publicitario en un billboard neoyorquino de los cincuenta. “Buscaba una superficie agresiva”, explica Katz. “Cuando vi su obra por primera vez, a mediados de los setenta, me pareció anómala, ambiciosa e impredecible. Estaba compuesta por imágenes íntimas y cotidianas, pero pintadas a la misma escala heroica que utilizaba la escuela abstracta”, explica Robert Storr, ex conservador jefe del MoMA y decano de la Yale School of Art.
Hijo de inmigrantes rusos que huyeron tras perder la fábrica familiar durante la Revolución, Katz nació en 1927 en Brooklyn y creció en un barrio de clase media de la vecina Queens. “Fue uno de los primeros suburbios residenciales en Estados Unidos. Fue extraordinario crecer en un lugar así: a cinco millas del océano, junto a un campo de golf, rodeado de familias de religiones y países distintos”, relata. Katz nunca aprendió ruso ni yiddish. “Mi padre creía en la asimilación. Es decir, nada de lenguas extranjeras en casa. Fue un hombre que me influyó mucho, porque no tenía ningún gusto por el trabajo. Prefería ir a nadar que pasar la tarde trabajando”, recuerda. “Cuando le dije que quería ser artista me apoyó, tal vez porque tenía gustos de esnob europeo”. Sin embargo, el pintor se terminó dedicando a su pasión con una tenacidad casi estajanovista. “Mi padre se tomó su oficio como un trabajo de 9 a 5”, revela su hijo, el poeta Vincent Katz. “Desde que tengo uso de razón lo he visto pintando. Su estudio estaba en nuestra casa y se pasaba el día metido allí. Aunque estuvo absorto por la pintura, no fue un padre ausente. Es un hombre menos torturado que muchos otros artistas”.
De manera algo reductora, la obra de Katz ha sido interpretada como la máxima ilustración de un estilo de vida neoyorquino y refinado, de espíritu chic y exclusivamente wasp. Sus héroes parecen salir de inauguraciones en el Soho neoyorquino —donde sigue viviendo y pintando “siete días a la semana”—, antes de marcharse a pasar el fin de semana en el frondoso jardín de sus cottages en Nueva Inglaterra. Su celebérrimo The cocktail party (1965) parece el máximo epítome de ese microcosmos a ratos glamuroso, pero también silenciosamente desesperado. El mismo en que transcurren las novelas de Richard Yates, los cuentos de John Cheever y las series como Mad Men. Katz dice que no recuerda aquella época con nostalgia. “Hoy la gente siente una fascinación por los años de Eisenhower que no logro comprender. Entonces odiábamos aquel remilgo y aquella represión. Aunque lo entiendo desde el punto de vista estético: a todo hombre le queda bien un traje”, asegura.
No deja de sorprender que Katz pintara de esta manera justo cuando la desazón y el tormento se introducían en el paradigma estadounidense, rompiendo con una larga tradición academicista. Menos de medio siglo antes, Winslow Homer seguía pintando zorros en la nieve y truchas saltando sobre el curso fluvial. ¿Cómo logró mantenerse al margen del cambio de orientación que introdujo el expresionismo abstracto? “No me estimulaba lo social ni lo político. Esos temas siempre me dejaron frío”, responde. Dice que ni siquiera va a votar. “Lo haría si pudiera elegir entre un candidato bueno y otro malo, pero me siento incapaz de elegir entre uno malo y otro peor”. Se muestra reticente cuando le pedimos que especifique quién es quién, pero lo termina escupiendo: “Obama sería el malo, y su antecesor, el peor”. Katz no entiende que se le haya tratado de retratista oficial de una élite blanca, anglosajona y protestante, dados sus orígenes. “Sé que he retratado a gente elegante que vestía bien. Supongo que eso es lo que molesta. ¿Qué quiere que le diga? Nunca me interesó retratar a los pobres”, reconoce. “Quería reflejar una nueva escena de artistas que emergía en Nueva York, pero no todos eran wasps. Siempre he pintado lo que tenía ante mis narices. Para mí, el realismo era eso”, dice. Robert Storr le da la razón: “Responde a una tradición puritana considerar que lo estiloso es superficial y que no merece atención. En realidad, el mundo de Katz está formado por gente hecha a sí misma. De acuerdo, es un mundo marcado por la sofisticación. Pero es una sofisticación que no han heredado, sino que se han ganado”.
Así y todo, en su obra se detecta una visión embellecedora de una América pudiente y patricia, retratada sin crueldad ni sarcasmo. Tal vez observada con el anhelo de quien quiere formar parte del mismo círculo, pero que se tiene que conformar con mirar. Katz descarta la teoría. “Esa era la gente que me rodeaba”, responde. “Crecí con estadounidenses de origen inglés y alemán, algún irlandés y algún italiano. No crecí rodeado de judíos. En el ejército, los soldados judíos se empeñaban en integrarme en su grupo, pero no porque yo les cayera especialmente bien, sino porque yo también era judío. Eso nunca me gustó”, recuerda. El crítico Barry Schwabsky, que publicará en otoño un ensayo sobre su obra en Phaidon, sí lo comparte. “La crítica estadounidense no ha explorado esta pista, pero la identidad de Katz como judío asimilado resulta esencial para entender su reto. Supongo que no se ve a sí mismo como un outsider, aunque en el fondo lo sea”, argumenta.
En los cincuenta, tras ingresar en la Cooper Union —escuela de arte de Manhattan—, prefirió mantenerse a distancia de todo club que le aceptara como socio. Demasiado figurativo para ser emparentado con Pollock, De Kooning y sus allegados, pero con una obra demasiado temprana para ser catalogada como pop, pese a crear partiendo de elementos similares, surgidos de la sociedad de consumo y los medios de masas. “Si tuviera que colgarme una etiqueta, diría que soy prepop”, sostiene. “En los cincuenta, me solía meter en cualquier sala de cine y veía películas en sesión continua. Aquellos westerns me inspiraron para mis encuadres”, apunta. “Ahora ya no voy al cine. No hay nada mejor para ponerse enfermo que pasar dos horas con gente tosiendo”.
En el pasado, Katz incluso afirmó que Andy Warhol le había robado alguna idea. “Pero hizo bien, porque los buenos artistas roban. Los malos solo toman prestado”, dijo una vez. El poeta y artista Gerard Malanga, íntimo colaborador de Warhol, reconoce escuetamente la conexión. “Al principio de los sesenta, cuando empezamos a trabajar las serigrafías, Andy recalcó que la primera fase de sus cuadros, antes de aplicarles la serigrafía, le recordaba a la obra de Alex”, confiesa. A diferencia del amo y señor de la Factory, Katz sería ignorad por la intelligentsia neoyorquina hasta que Frank O’Hara, mascarón de proa de la vanguardia poética en la ciudad y comisario asociado del MoMA, decidió comprar dos de sus cuadros. “Nunca lo había hecho por otro artista. Por primera vez, me dije que no debía de ser tan malo como me decían”, recuerda el pintor.
Pese a la gloriosa fachada de sus retratos, en sus cuadros se detecta casi siempre una aflicción mal disimulada, que subraya esa tensión clásicamente norteamericana entre la superficie impoluta y el tormento subterráneo. En 1987, la escritora Ann Beattie firmó un libro sobre los personajes de Katz, a los que no veía como semidioses con armarios de ensueño, sino como “personas que no logran conectar en un mundo de alienación, tristeza y conflicto”. Refractario a dar claves de lectura, Katz termina por confesar que no le faltaba razón. “Beattie acertó en casi todo. Solo falló con dos o tres personajes. Pero no me salga con esas ideas tan francesas. No se puede mezclar el existencialismo con el mundo de las fiestas”, sentencia. Le decimos que poder, se puede. Otra cosa es que no quiera. “Comentar lo político, lo psicológico y lo sociológico que encierran mis cuadros no me interesa”, responde. “Yo pinto el momento presente. Hablar de esas cosas arruinaría la magia que encierra el encuentro que propongo con ese presente fugaz”.
Mientras Katz ahondaba en sus respuestas, su mujer, Ada, se ha instalado en la butaca vecina. Se la reconoce de inmediato, habiendo inspirado varias docenas de cuadros. Un año menor que Katz, esta neoyorquina de origen italiano fue bióloga y directora de una compañía de teatro. ¿Ha sido también su musa? “No sé si me gusta esa palabra”, afirma Katz. “Diría que ha sido una modelo especialmente bella y maleable, que siempre encontraba un gesto grácil y perfecto. Aunque a veces se acabara cansando de mí”, añade el pintor, bajando la voz. Pero Ada le ha oído perfectamente: “¿Cuándo he perdido yo la paciencia?”, protesta, evidenciando que llevan sesenta años casados, antes de seguir observando el vacío. A su alrededor, la tarde termina y la luz empieza a cambiar. Aparecen en sus cuadros esos reflejos sombríos que ya se adivinaban con el sol en el cénit. Puestos a escoger, Katz preferiría que se esfumaran. Aunque en el fondo sabe que su obra gana cuando la sobrevuelan.
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