martes, 27 de enero de 2015

Cuando el arte contemporáneo indigna a la extrema derecha


La presentación de la exposición 'Chocolate Factory'. / PATRICK KOVARIK (AFP)

El artista estadounidense Paul McCarthy acaba de protagonizar el mayor escándalo de la temporada cultural en París. El motivo es una escultural obra hinchable titulada Tree, que instaló hace dos semanas en la Place Vendôme, en pleno centro de la capital francesa. Los más inocentes vieron en él un gigantesco árbol de Navidad. Pero también hubo quien logró distinguir en la obra la forma de un juguete sexual de dimensiones colosales. Y, con esa nueva interpretación, nació el escándalo.
El colectivo ultraconservador Printemps Français, nacido durante las manifestaciones masivas contra el matrimonio homosexual, fue el primero en pasar al ataque: “Un plug anal gigante de 24 metros de altura acaba de ser instalado en la Place Vendôme. ¡La Place Vendôme desfigurada! ¡París humillado!”. Un par de días más tarde, el artista fue agredido por un transeúnte que le identificó como el autor de la escultura y le llamó “estúpido y jodido estadounidense”. Horas después, la obra era saboteada por un grupo de anónimos que lograron desinflarla. El artista de 69 años decidió entonces no volver a levantarla para evitar “potenciales desmanes” y “no verse involucrado en el enfrentamiento y la violencia física”, según un comunicado.
Pero el entorno de McCarthy advirtió entonces que preparaba una particular venganza en forma de nueva exposición. El resultado se ha desvelado ahora. El artista acaba de inaugurar Chocolate Factory, una macroinstalación que reproduce el funcionamiento de una fábrica de chocolate, instalada en el nuevo espacio para el arte contemporáneo de La Monnaie de París, casa de la moneda ubicada en un palacete dieciochesco a la orilla del Sena. Los operarios de esta obscena chocolatería lucen pelucas rubio platino e idéntico rictus taciturno, mientras confeccionan huevos de chocolate que adoptan la misma forma que ese sex toy gigante con el que estalló la polémica dos semanas atrás. Después, los acumulan en las salas de exposición e incluso los venden en la tienda del museo al módico precio de 50 euros.
El artista se mantiene fiel a una línea habitual en su trayectoria, iniciada en los setenta en el mismo círculo de vanguardia en el que figuraban Chris Burden o Mike Kelley, y que acostumbra a provocar a la sociedad biempensante para dejar su ridiculez a la vista. El uso de referentes de la cultura pop y su crítica implacable a la sociedad de consumo nunca dejan indiferente. Por ejemplo, el artista ha travestido a Popeye, convertido a Pinocho en símbolo fálico e incluso comparado la fantasía del imperio Disney a la utopía hitleriana. “Para mí, Heidi o los enanos de Blancanieves solo son esqueletos que utilizo para revelar qué es la sociedad”, explicó hace unos días a Le Monde.
Al lado de la sibilina inteligencia que desprendía su trabajo anterior, la obra más reciente de este hijo de mormones de Utah puede parecer facilona e incluso inocua. No lo creen así los colectivos tradicionalistas, opuestos a lo que consideran un nuevo síntoma de la deriva moral que vive Francia, y que no dejan de rugir ante la provocación deliberada del artista estadounidense. Constituidos en poderoso contrapoder contra el ejecutivo de François Hollande, no dudan en protestar contra todo lo que no se ajusta a su credo ultracatólico. Y eso abarca desde una exposición que incita a los niños a descubrir las bases de la sexualidad –sucedió hace unos días en la Cité des Sciences de París– hasta un programa de sensibilización a las cuestiones de género en la escuela pública, iniciado por la actual titular de Educación, Najat Vallaud-Belkacem, a la que el movimiento ha convertido en una de sus bestias negras.
Esa contestación salpica también al arte contemporáneo, ya estigmatizado en los últimos tiempos por el Frente Nacional. Su presidente de honor, Jean-Marie Le Pen, compartió la semana pasada su opinión sobre la “supuesta escultura” de McCarthy y denunció que ese “sex toy homosexual de catálogo especializado” hubiera sido financiado con dinero público. “Me parece escandaloso, cuando se es heredero del arte egipcio, griego y latino, que solo se vaya a buscar estos espectáculos artísticos a los museos de François Pinault”, dijo Le Pen, en referencia al magnate y coleccionista especializado en el último arte contemporáneo. El mediático ensayista Éric Zemmour, “apreciado” por Le Pen y actual líder de ventas con un panfleto reaccionario titulado Le suicide français, calificó la obra de “engaño” y se alegró de su destrucción. “No apruebo la agresión al artista, pero estoy contento de que la gente haya dejado de comportarse como conejos ante las luces de un coche ante este timo llamado arte contemporáneo, un camelo que revela la vacuidad de nuestra época y la estafa de la globalización”, declaró.
Parte de la exposición 'Chocolate Factory'. / CHARLES PLATIAU (REUTERS)
McCarthy ha recibido el apoyo de la ministra de Cultura, Fleur Pellerin, muy criticada estos días por reconocer no haber leído al último Nobel, Patrick Modiano, y no abrir una novela “desde hace dos años”. “Muchos desearían el retorno de una definición oficial del arte degenerado”, dijo Pellerin, en referencia al ataque ejecutado por los nazis contra los artistas de vanguardia. Incluso Hollande ha salido dos veces en defensa del artista estadounidense. “Francia estará siempre del lado de los artistas como yo lo estoy de McCarthy”, ha dicho el presidente francés. “Francia no es ella misma cuando está atormentada por la ignorancia y la intolerancia”.
Hace tiempo que la ultraderecha francesa explicita una hostilidad creciente ante la creación contemporánea. En julio, un político del Frente Nacional, Fabien Engelmann, alcalde de Hayange (Lorena) y consejero político de Marine Le Pen, decidió pintar de azul cielo una fuente escultórica de Alain Mila sin pedir permiso al artista. ¿El motivo? La encontraba “siniestra”. En febrero, un grupo de manifestantes de extrema derecha intentó interrumpir un espectáculo del coreógrafo Olivier Dubois en la Vendée, al oeste del país. ¿La razón? Los nueve hombres y nueve mujeres que se subían al escenario iban desnudos. “Un espectáculo así no tiene lugar en un teatro público”, expresó la líder local de la ultraderecha. En 2011, la asociación extremista Civitas protestó contra una obra de Romeo Castellucci en París, el mismo año que católicos integristas destruyeron una fotografía de Andrés Serrano donde aparecía un crucifijo en un vaso lleno de orina.
La oposición de la extrema derecha al arte contemporáneo se remonta a los ochenta, cuando el Frente Nacional ya se indignó ante la instalación de las columnas que Daniel Buren instaló en el patio del Palais Royal de París. Para sus militantes, el arte contemporáneo sería parte integrante de la “insoportable realidad de una sociedad en plena decadencia”, tal como diagnostica su líder, Marine Le Pen.

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BLANCA ORAA MOYUA

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