miércoles, 10 de diciembre de 2014

El arte feliz de Joana Vasconcelos





Cincuenta personas se mueven en silencio en una gigantesca nave junto a la desembocadura del Tajo en Lisboa. Hay diseñadores, músicos, costureras, informáticos, pintores, arquitectos, ingenieros, blancos, negros y amarillos, jóvenes, viejos, hombres y mujeres. Imposible adivinar qué les une hasta que aparece su jefa, Joana Vasconcelos. Su obra descomunal, iconoclasta, rompedora en tamaños, materiales y temática conquista museos y galerías de los cinco continentes, arrastrando centenares de miles de visitantes. En su enorme taller de la ribera, esas 50 personas se encargan de poner forma a todo lo que brota por la mente de una portuguesa que ha conquistado el mundo con su atrevimiento.
“El que Portugal tenga un artista como yo es la demostración de un país nuevo, del paso de una larga dictadura a una democracia”, cuenta. “Yo soy un producto de ello. Nací en París, pero vine a Portugal con tres años. Hice toda la escuela en democracia. Si me exiliara, en parte, Portugal dejaría de tener esa imagen internacional”.
La producción de Vasconcelos se genera en este hangar que se baña con la luz plateada del Tajo, aunque la exhibición de sus obras, en un 95%, se realiza en el extranjero. “Soy aceptada en mi país, porque me ven como la representación de su tribu; otra cosa es la intelectualidad local de las artes plásticas, pero eso ocurre siempre con lo más cercano. No estoy cantando el fado, no me quejo”.
“El coraje, la valentía para romper tabúes lo aprendí en España. Los españoles tienen muchas más ganas de vivir, ganas de demostrar lo que puedes hacer. Hay una fuerza en España que en Portugal existe, pero de otra forma. El español tiene un coraje que me encanta. En España aprendí a tener más seguridad en mí misma; a no tener miedo a enseñar mi trabajo. En Portugal me decían ‘¿pero qué estás haciendo?’ Era un mundo cerrado, una mirada conservadora. El desarrollo de mi carrera empezó en España; sin Rosa Martínez no habría participado en la Bienal de Venecia en 2005, sin ella no sería lo que soy hoy, no habría llegado a Versalles. Yo, como artista portuguesa no tenía acceso internacional desde Portugal”.
Peinada y maquillada para la ocasión, Vasconcelos supervisa J’Adore Miss Dior, piezas de un gigantesco lazo, incrustado de luces led, que pronto se expondrá en la Fundación Dior. En otro lado se levanta su emblemático corazón, no menos grande, realizado con cuchillos rojos de plástico. Parece que a la escultora Vasconcelos el tamaño sí le importa. “La escala importa; pero en mi caso solo porque quiere decir algo. La escala es un proceso de traducción de un concepto a realidad. Yo tengo la idea para un tema y debo encontrar la tridimensionalidad que traduzca esa forma de pensar. Las cosas que me pasan por mi cabeza las traduzco en objetos y para ello hay que buscar los materiales. La escala aparece luego en ese proceso”.
¿Y cómo se llega a que Marilyn (2009), un zapato de tacón, mida tres metros de alto por cuatro de largo? “El reto era la idea: traducir la imagen de la mujer contemporánea, que juega a la vez varios papeles en la sociedad; madre, en el desayuno; empresaria, en el almuerzo, y a la noche, vístete para ir al teatro o a un cóctel. Solo ahora se plantean tantos papeles a la vez en la mujer. Antiguamente tenía uno, luego dos. Ahora es frecuente tres en el mismo día. ¿Cómo hablar de esta complicación de papeles? Bueno, la representamos con un zapato, está claro; ¿y el cóctel?, con un tacón de aguja; bien, me faltaba el ama de casa. El símbolo era una cacerola. Podía haber elegido una más pequeña, pero elegí la que tiene un lenguaje universal, la del arroz, la que existe en todas las culturas. Y para exponer todo, el zapato alcanzó una dimensión gigantesca, pero si me pregunta cuántas cacerolas tiene o cuánto mide el tacón no lo sé, no me interesa. Me preocupa si el objeto transmite la idea, si hay comunicación con la gente que lo ve; una comunicación física, que cuando te acerques al zapato pase algo; esa es mi preocupación. No es el tamaño el que causa el impacto, a este se llega de otra forma: tocando en la cultura y en las preocupaciones de la gente. Eso no se hace con dimensiones, sino con emociones y con fisicalidad. Si me habla de escala, le diré que no es la palabra, que es la fisicalidad. La comunicación de los cuerpos es a través de las emociones. No es, ok, tú estás aquí delante y tú allí; tú eres una pintura y yo te miro y no pasa nada. Por eso me interesa más la escultura que la pintura”.

Por un momento Vasconcelos decide sentarse en su despacho, cuajado de objetos kitsch, de referencias a su obra pasada o futura. Sigue hablando, pero a la vez dibuja en un cuaderno arabescos en diversas tintas. Detrás se acumulan los anuarios de su febril actividad. Ha cumplido los 43 y ya lleva más de 22 en la carrera.
Y son 13 los años de A noiva (la novia), una enorme lámpara donde los tradicionales cristales de Murano fueron sustituidos por tampones, uno de esos objetos cotidianos de los que ni se habla ni, menos aún, se muestran en público. “Tuvo mucho que ver con la boda de una amiga que había decidido casarse de blanco”, recuerda la escultora. “Me chocó. El vestido blanco, la perfección, la virginidad; ese día, la mujer se vuelve un objeto. Su vestido es iconográfico, una realidad idealizada por todos, la de la perfección. Es curioso, porque la perfección no existe y, además, el blanco es la pureza, la virginidad, y la mayoría no es virgen el día de su boda. Al hombre le encanta que la mujer esté perfecta ese día. Hay un choque entre la realidad y la imagen que se crea de una perfección abstracta inexistente. Es la dificultad de aceptar a la mujer como es hoy. Se mantiene la tradición. A noiva representa la contradicción entre la mujer tradicional y la contemporánea, que vive la sexualidad de otra manera. La lámpara es la tradición de la casa, del lujo europeo, de la virginidad. Yo hablo mucho de esta contradicción de contemporaneidad y pasado; mujer y hombre, de la dualidad, muy común a los portugueses. Es al final, yo lo veo así, muy poético, muy desa­sosiego, muy Pessoa en ese sentido”.
Uno hubiera esperado en este tiempo la parejita, El novio, una lámpara igual, pero a base de condones. “No es necesaria”, se despacha la creadora. “No estamos en un momento en que se cuestiona al hombre. Se cuestiona a la mujer, la presencia de la mujer en la sociedad. Esa es la cuestión, dónde va, cómo va a compatibilizar su rol familiar, cómo está la mujer europea, cómo va a ser el futuro, la natalidad. Hay muchos temas que están directamente conectados con la presencia activa de la mujer en la sociedad”.
Oyéndola, y viéndola moverse con su túnica negra hasta los pies, parece la Juana de Arco del feminismo… “Rechazo el feminismo de las cuotas. El feminismo de los setenta fue muy importante en su momento, pero no me veo una feminista de los setenta; me inclino por los derechos humanos. La mujer ha de conseguir los mismos derechos que los hombres, por ese lado sí soy feminista. La condición femenina hoy todavía no está al mismo nivel que la del hombre. Hay muchas mujeres en el mundo que no tienen las mismas condiciones de vida que yo, y por eso no tienen las mismas condiciones humanas. Los derechos humanos están por encima del feminismo y de las cuotas de puestos. El día de la final del Mundial de fútbol veía a la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, entregando la Copa a Angela Merkel, la canciller de Alemania. Bueno, me dije, el mundo está cambiando. Mujeres muy diferentes, zonas del mundo muy diferentes, grandes potencias dirigidas por mujeres. Es decir, que las mujeres llegan al poder. La mujer ya tiene su lugar, pero hay aspectos de los derechos humanos que todavía no llegan a la mujer, que siguen estando muy mal, incluso en nuestros países desarrollados”.
Lo sufrió ella misma con su obra Burka (2002), un amasijo de telas con la prenda-cárcel, que se eleva con una grúa y que cae abruptamente contra el suelo. Probablemente su obra más cruda. “Paradójicamente, Burka fue censurada en Versalles. Llegas a París, la Revolución Francesa, liberté, egalité, fraternité, la gran exposición de tu vida y una mujer, la comisaria, decide prohibir su exhibición. Te das cuenta de que hay todavía muchas conquistas por delante entre nosotros”.
No es el caso de Burka, pero sí de muchas obras suyas, como Lilicoptere (2012), el helicóptero emplumado de rosa; o Piano Dentelle (2011), el piano forrado de croché de la pata a la cola; o con Carmen (2001), la lámpara gigantesca realizada con pendientes de andaluza; ante ellas, y otras muchas, la gente sonríe al contemplarlas. “No me molesta en absoluto, al contrario, me encanta. Me llena de orgullo. La sonrisa es el placer de la vida. Cuando la gente entra y hace ‘¡guauuu!, ¡qué divertido!’, para mí es lo máximo; es lo que quiero yo, que la gente ame la vida, pero que a la vez se plantee cosas. Que el arte tenga que ser aburrido y abstracto, siempre demostrando la insignificancia del espectador, esa idea elitista de que el arte solo lo deben entender algunos, lo veo muy anticuado. La cultura es mucho más grande y diversificada que antes. No tiene sentido que el arte esté al alcance solo de algunos. Los museos están hechos para que el ciudadano vea las obras. Si el arte no comunica con el público no está ejerciendo su misión”.
Millón y medio de personas visitaron su exposición en el Palacio de Versalles (2012). La realizada en el lisboeta palacio de Ajuda (2013) atrajo a 270.000 personas, cuatro veces más que la más popular en la historia de Portugal. Este año, en Manchester, se repitió el éxito. Su popularidad casa poco con los cánones artísticos. “Hay un prejuicio intelectual. Si tú eres un superventas, no tienes calidad, no eres intelectualidad. Pero hay una cuestión básica: tú tienes que comunicar, si no para qué expones en un museo. El otro día, un comisario me comentaba que él solo organiza exposiciones de 20.000 visitas, porque las de 100.000 no le interesan. Yo nunca había valorado el arte así. Yo había pensado en buenos y malos artistas, pero no sabía que hubiera un límite de público para ser un gran artista; a medida que aumenta, decae tu calidad. Es importante tener visitantes. Yo consigo la sonrisa, la reacción de la gente ante mi obra, y después del ¡guau!, si la gente tiene un poco más de tiempo para pensar, mejor. Yo consigo comunicar, pasar mis preocupaciones, mis obsesiones, mi estado de espíritu. La gente con mi obra piensa, y con ello puede haber una transformación del mundo. Yo ayudo con mis cosas a comunicar para que todos cambiemos para algo mejor; pero sin hacer algo no hay transformación; con números, con más visitantes, es más posible el cambio”.
“Mis obras tienen dos tiempos”, continúa Vasconcelos, a la que le solivianta el tema de la intelligentsia. “La primera mirada: cuando la lámpara se ve de lejos, es una lámpara muy bonita; y una segunda mirada, cuando la gente se acerca, y ¡oh!, no es de cristales sino de tampones. Las caras cambian del superguay a algo muy raro. Lo que empezó con una sonrisa, no sabes si seguirá con un lloro, si esconderán al niño, si darán media vuelta… No saben qué hacer. Ahí empieza el pensamiento. Hay los que se quedan en la primera mirada, pero también los que no. Veo mis piezas muy democráticas. Si te quieres quedar en el primer flash, adelante, pero si quieres pensar más, yo les doy la oportunidad, pero de una forma natural, agradable. No es el ‘tú no entiendes nada, estúdiate el folleto antes para que puedas ponerte a la altura de mi obra”.

En el piso de arriba, arquitectos e ingenieros calculan los problemas técnicos de lo que imagina Vasconcelos. Las paredes están llenas de planos, donde se disecciona la obra en fórmulas matemáticas. Todos los cálculos para que no ocurra una catástrofe; con Blue Champagne, un candelabro de 10 metros de altura formado con 2.071 botellas, o cómo colgar La Walkiria, un monstruo textil de 13 metros de largo por 6 de alto, en un palacio que no permite ni taladros ni berbiquís. Paseando por los diferentes departamentos de la factoría de arte, resulta difícil adivinar hacia dónde va Vasconcelos. “No lo sé. No tengo una línea conductora. La escultura tiene un estereotipo muy determinado, muy tradicional. Es un hombre, fuerte, grande, y trabaja un material duro, llámese Rodin o Serra, con sus gigantescas obras de hierro. O madera, o piedra. Son los materiales clásicos y el sexo es masculino. Cuando llega la mujer a la escultura, su mirada sobre los materiales es diferente”.
De los materiales nobles, como el hierro o el mármol, Vasconcelos se ha precipitado a lo más mundano, como el tendedero o la plancha. “Tengo una identidad nueva, que poco tiene que ver con la ecuación artista-material. El hombre es un escultor con un material que trabaja toda su vida. El hombre es un individuo práctico, técnica-materia-hombre. La mujer no es así, hace muchas cosas al mismo tiempo, tiene una capacidad de mirada desde muchos ángulos. Es una característica femenina. Yo no tengo un material, tengo muchos materiales. No sigo como un hombre, todo muy claro y muy determinado y muy concreto. No tengo una línea única”.
En una sala, 12 personas trabajan con sus dedos y una aguja en turnos de mañana y tarde. En silencio, para no perder la concentración, tejen punto de cruz de estilos y colores determinados por la Vasconcelos. Después forrarán leones, langostas o reproducciones de la Venus de Milo. Los objetos del hogar, del cuchillo de plástico a la plancha o al punto de cruz son una constante en la obra de Vasconcelos. “Yo soy mujer. Yo puedo hablar de lo doméstico. Es un conocimiento genético, hereditario de generaciones y generaciones de mujeres que a mí me dan la posibilidad de, ok, yo conozco esto, pero también puedo hacer algo más. La descontextualidad de esos objetos solo la puede hacer una mujer. El hombre no los conoce. Hemos nacido sabiendo lavar sábanas, fregar vajillas y quitar polvo a los muebles. Es un rito”.
Dos y media de la tarde, los empleados de Joana Vasconcelos recogen puntualmente la mesa plegable donde han almorzado mirando al Tajo. Una hora de descanso. Los informáticos vuelven a sus bases de datos, los arquitectos a rediseñar Blue Champagne, los ingenieros a ingeniar cómo colgar otra walkiria en otro palacio, los administrativos a controlar gastos y envíos de obras a Turquía, Corea o Singapur, las ágiles manos de costureras a seguir con su punto de cruz para forrar vacas o lo que esté brotando ahora por la cabeza de la Vasconcelos que, en estos momentos, parece enfrascada en supervisar cada nota musical de cada tecla de cada teléfono de su última obra, Call center, una gigantesca pistola, “que simboliza el poder de la comunicación, que controla nuestras vidas y nos está matando”.

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