Todos los primerizos en Berlín tenían en Tacheles una cita obligada. En pleno corazón de la ciudad, este centro okupa y sala de exposiciones ofrecía desde los años noventa una experiencia —algo acartonada, pero experiencia al fin y al cabo— de lo que la capital alemana vendía de sí misma: alternativa y con un punto cutre que era parte de su encanto. Tacheles echó el cerrojazo en septiembre de 2012. Hace unas semanas saltó la noticia de que un inversor financiero estadounidense había pagado 150 millones de euros por el recinto. Dentro de poco, los grafitis y las casas semi en ruinas serán sustituidos por hoteles, viviendas y comercios.
Puede parecer solo una operación comercial, pero es un buen ejemplo de los cambios que ha experimentado el paisaje berlinés desde la caída del Muro. Las casas okupadas, bares ilegales, clubes y galerías improvisadas no resisten la competencia de los centros comerciales que surgen como setas, como el gigantesco Mall of Berlin, que desde el mes pasado ofrece 76.000 metros cuadrados de furor consumista.
“A principios de los noventa, ni el mercado inmobiliario ni las autoridades se interesaban por los innumerables espacios vacíos que había en el centro. La desaparición de la RDA permitió ‘un verano de la anarquía’ que dio paso al nacimiento de una escena alternativa. Hoy, todo esto ha cambiado radicalmente”, explica desde su despacho de la Universidad de Humboldt Andrej Holm, profesor de Sociología Urbana y autor de un blog sobre gentrificación, fenómeno por el que el encarecimiento de la vivienda en determinados barrios expulsa a sus antiguos habitantes, que son reemplazados por otros con rentas más altas. “Berlín camina hacia el modelo de París, con un centro reservado a los más pudientes”, añade.
El proceso de aburguesamiento es especialmente palpable en barrios del Este como Prenzlauer Berg. Tras la caída del Muro era de los más pobres de la parte oriental y ahora está entre los más ricos de todo Berlín. De ahí que un éxito reciente del cine alemán como la multipremiada Oh Boy, estrenada este año en España, retratara al barrio que a finales de los ochenta reunía a los sectores críticos con el régimen de la RDA como un lugar donde un café cuesta 3,40 euros —ecológico y con leche de soja, eso sí—, y en el que los camareros (alemanes) se dirigen en inglés a los clientes (también alemanes) para dar una imagen más cosmopolita. En algunas zonas han aumentado los recelos hacia los alemanes del Sur que llegan y transforman el paisaje. Un movimiento recomienda a los suabos —mitad en broma, mitad en serio— que vuelvan a casa. Hay carteles que juegan con “Somos un pueblo”, la famosa frase coreada en las manifestaciones que precedieron al derrumbe de la RDA, y le añaden la coletilla “Y vosotros otro distinto”. Como explica el sociólogo Holm, la llegada de vecinos con rentas más altas que expulsan a antiguos habitantes ha cambiado la dinámica de muchos barrios. “Los recién llegados comienzan a protestar por algo que ya estaba ahí cuando se mudaron: locales ruidosos o grafitis en las calles”, añade. “Me parece arrogante esa concepción de que uno tiene derecho a vivir en un determinado barrio. Los cambios no son una tragedia. Por suerte, Berlín es una gran ciudad y ofrece distintas posibilidades a sus habitantes”, responde el aún alcalde Wowereit.
Pero el proceso no afecta solo a una zona. Ya en los noventa comenzó el desplazamiento de Prenzlauer Berg a Friedrichshain. La historia se repitió y de ahí se pasó a Kreuzberg y Neukölln. “El problema es que el círculo se ha cerrado y ya no quedan más barrios donde se puedan trasladar los jóvenes interesados con rentas bajas e inquietudes culturales. Estos sectores seguirán existiendo, pero ya no estarán concentrados en una zona, que al mismo tiempo servía como un reclamo del Berlín underground”,cierra el profesor de la Universidad de Humboldt.
No todos comparten este diagnóstico pesimista. Tobias Rapp, periodista cultural del semanario Der Spiegel que ha seguido de cerca la evolución de la noche berlinesa desde los años noventa, prefiere mirar los cambios como algo inevitable que siempre deparará alguna sorpresa positiva. Contra las voces que braman que “Berlín ya no es lo de antes”, Rapp responde que la eclosión cultural que siguió a la caída del Muro también pareció agotarse a finales de los noventa. Pero que a principios de la década pasada volvió si cabe con más fuerza. “Ahora parece que la novedad se ha agotado. Pero estoy convencido de que algo nuevo pasará. Donde se juntan unos cuantos miles de jóvenes con inquietudes, siempre tiene que pasar algo”, señala el autor del libro Lost and Sound. Berlin, techno y Easyjet.
“Berlín tiene algo que la distingue de otras ciudades. Aquí hay manifestaciones que son al mismo tiempo subcultura y mainstream.Una discoteca como Berghain sería en otra parte de lo más underground, pero aquí es un reclamo turístico”, apunta. La discoteca que se han convertido en un templo para los amantes de la música electrónica cumple este año su primera década de vida. Envuelta en un halo de misterio casi religioso, está terminantemente prohibido tomar fotos y sus responsables rechazan contar lo que sucede ahí dentro. “Hay cosas que quedan en la oscuridad. Sirve como un refugio para hacer lo que se quiera, ya sea de sexo, drogas o de otro tipo. Es mejor que sea así, no vaya a ponerse en riesgo”, asegura Michael Mayer, uno de los popes de la música electrónica alemana, que ha pinchado en repetidas ocasiones en el templo techno berlinés. “La primera vez que fui, en los foros me criticaron por pinchar demasiado gay. Me divirtió mucho que dijeran eso de la discoteca gay más famosa del mundo”, recuerda entre risas.
“En 2005 fui por primera vez a Berghain. Recuerdo la sorpresa al ver que abrían todas las ventanas durante unos instantes llenando de luz natural toda la pista. La gente aplaudía feliz celebrando que se había hecho ya de día. Nunca había visto nada igual… Me enamoró la sensación de libertad. En Madrid, el ambiente del techno parecía tener una connotación sórdida, mientras que en Berlín sentías que se respetaba no solo al dj, sino también a su público”, cuenta Ana Fernández, una española que suele viajar al menos una vez al año a Berlín para empaparse de su escena electrónica.
La subida de los alquileres afecta a muchas galerías de arte, pero los resultados de esta emigración forzosa son en muchos casos estimulantes. Como en el caso de Johann König, que el año pasado mudó su sala de exposiciones a una iglesia construida en los años sesenta en el barrio de Kreuzberg. O la Galerie Neu, que se ha trasladado a una antigua central térmica. “Muchos han pasado de la escena alternativa de los años noventa a establecerse. Pero en Berlín sigue siendo posible abrir salas en lugares interesantes, ya que todavía hay espacio disponible a precio ventajoso. Con dos centenares de galerías, tenemos una gran variedad. Después de Nueva York, somos la ciudad del mundo con mayor representación en Art Basel gracias a la calidad de nuestras propuestas”, explica Maike Cruse, directora de la feria Art Berlin Contemporary y de la galería Weekend.
A medida que los precios suben, los gobernantes se encuentran con una ciudadanía cada vez más crítica con el construir por construir. El pasado 25 de mayo, los berlineses propiciaron un monumental castigo al alcalde. Un 65% de los que acudieron a un referéndum convocado a iniciativa popular dijeron no a los planes del Ayuntamiento de levantar 4.700 viviendas, oficinas para 7.000 empleados y una gran biblioteca en el anillo que rodea el antiguo aeropuerto de Tempelhof. Desde 2008, cuando dejaron de llegar y salir los aviones, funciona como un gigantesco parque en el que no hay nada más que césped, un par de pistas de aterrizaje y muchos ciudadanos que disfrutan allí montando en bici, corriendo, haciendo barbacoas o simplemente tumbados en la hierba. Wowereit chocó entonces con la primera respuesta masiva organizada que mostraba el hartazgo de los berlineses ante el proceso de gentrificación.
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