(estrategias de la mirada en la obra de Juan Carlos Robles)
“Larga vida a la oscuridad que habita en nosotros”, dice un personaje de Invisible, una de las mejores novelas de Paul Auster. Manteniendo la referencia literaria del ejemplo citado recordemos también un misterioso verso de Lezama Lima publicado en su primer poemario, Muerte de Narciso: “Lo oculto es lo que nos completa”. Los testimonios convocados son inevitablemente sombríos, pero muy bien guarnecidos para poder proyectarlos en una especulación productiva derivada de su propia obscuridad, y no necesariamente abocada a una consideración en negativo de esa misma especulación. Así los hechos, conceptos o expresiones tales como “tenebrismo en nuestras vidas”, “invisibilidad”, “tránsito de Narciso”, “espejo ciego”, o lo clandestino o furtivo como aquello que nos define o perfecciona, se dirían una suma de elementos inapropiados para hablar de una exposición de arte que exige una visión demorada y atenta de lo que el artista ha querido mostrar(nos). Pero bien sabemos que en arte contemporáneo “lo inapropiado” es, casi siempre, el reflejo especular de una suma de violencias o de un productivo y liberador, valga la paradoja, “estado de terror”. Para que el extravagante bucle que vincula ironía tenebrista e irreconciliable paradoja con el severo dictado de “¡Mira, y mira bien!”, el artista, Juan Carlos Robles, en consecuente y perversa lógica ha dado en llamar a su última exposición en Madrid Autonegación (1).
La palabra “autonegación” no existe, al menos no existe categorizada como tal dentro del diccionario de la Real Academia. En la segunda aceptación que la Academia ofrece de “negación” es “la carencia o falta total de algo”, y que unido al elemento compositivo “auto” nos ofrecería un posible indicio aproximativo de lo que el artista pretende significar con esa expresión. No tanto, o no únicamente, la expresión de una amputación propia como el desvanecimiento o dispersión, hasta su cesación final, de una Realidad solamente creíble desde el principio de autoridad de la Visible, único garante y fiador para que esa Realidad se transfigure en una doble jerarquía de saber y poder. El que ese “saber” sea tan artificial como espurio, y ese “poder” esté al servicio de unos intereses de clase no anula la valencia crediticia de la Realidad de lo Visible, pues en última instancia, y ahora centrándonos en los parámetros estéticos, toda Visibilidad es una subjetivación extrema, una autonegación, si bien, y en noble contradicción, afirmativa, y que desea, en última instancia, plegar la línea del Afuera (2).
Al llegar a la sala principal de la galería nos espera un auto sacramental o un Oficio de Tinieblas. Expuestas de una forma un tanto desganada, si bien muy estudiada, contemplamos una cantidad considerable de fotografías monocromas y funda de acetato, o lo que es lo mismo en lenguaje coloquial: negativos fotográficos ampliados. En ellos contemplamos, con la dificultad propia del sistema utilizado, por igual escenas domésticas de incierta significación, como recorridos urbanos de costosa localización. Lo que sí vemos es la imposibilidad de descifrar esa visibilidad, bien por lo fatigoso y arduo del propio ejercicio, bien por lo absurdo de agregar más obscuridad a la propia de nuestra existencia. Con respecto a estas obras resulta atrayente la posibilidad de conocer lo que el artista opina sobre las mismas:
“He elaborado una trama de enredo entre las vivencias personales y los referentes culturales comunes. Al utilizar imágenes recogidas en los desplazamientos cotidianos en el ámbito urbano, practico un ejercicio de contención sígnica que inocula a la imagen con un germen de autoaniquilación. Me refiero al sentido paradójico contenido en el seno de las mismas. Las imágenes se afirman con tanta potencia como con la que se niegan a sí mismas” (3).
Cuando los artistas escriben sobre su propia obra hacen gala de una claridad expositiva (no todos, no siempre) que se diría realizada a propósito para “hacerse entender” y con ello contribuir a descifrar, o paliar, el hermetismo inicial con que la obra recibe a quien la contempla. Estamos totalmente de acuerdo con el artista cuando escribe que las imágenes se afirman con la misma potencia con que a sí mismas se niegan, pero resulta insuficiente (por inexistente) la aclaración del porqué de esa cancelación de la lógica discursiva de lo visual, máxime cuando los títulos que acompañan a las obras se erigen como custodios de una hermenéutica otra que se diría opuesta a la ciega visualidad de estos negativos. Ejemplos de tan literarios títulos, manteniendo las mayúsculas tal como son presentados en la galería: "Noche Salvada, o el Abandono de la Escritura"; "Matadero o la Profanación del Templo"; "La Siesta Comunista"; "Autonegación Sublime"; "Dislexia Heredada"; "Bice falia o el Sueño de la Mentira y de la Inconstancia"… Se diría que la distancia infranqueable entre la negra borrosidad de unas imágenes que nunca te van a dar todo aquello que prometen, y la densidad poética y ficcional de los títulos asociados a esa penumbra, se resuelve (costosamente) en una dialéctica más cercana al cortocircuito del verso poético que a la grosera bulimia con que las sociedades occidentales alimentan la retina en su hambruna por ver y ver y ver. La tensión entre ambos presupuestos nos hace recordar el famoso verso de Borges: No nos une el amor sino el espanto.
Pero queremos seguir insistiendo en el porqué de esa triste obscuridad, en las razones (visibles u ocultas) de un ejercicio artístico de costosa asimilación discursiva, aún más incluso que estrictamente visual; en las secretas causas que confluyen en una exposición tan misteriosa y de difícil interpretación o discernimiento.
¿Los negativos de fotografía, tal como han sido expuestos en la galería, son algo más que la fotografía revelada, o debemos hablar de un déficit con respecto a esa revelación que, cual coitus interruptus, nos deja con la miel en la boca, si bien con la fantasía especulativa desbocada? ¿Dónde situar el grado comunicacional que la fotografía emite desde su origen, toda vez que lo que muestra un negativo es un espectro de una situación dada y mantenida en las tinieblas de una dialéctica de puentes destruidos? ¿Dónde situar, a decir del artista, “la contención sígnica que inocula a la imagen con un germen de autoaniquilación” y especialmente dónde situar la mirada del espectador para que ese signo envenenado nos sirva para construir otro discurso de la visualidad?
Sí, el problema de la pura visibilidad, o el “dilema de lo visible”, o mejor, ya entrando en sustancia, los difusos límites de la percepción cuando a ella le exigimos una semántica de los hechos, una exégesis de la situación creada. Estas son algunas de las principales interrogantes que nos plantean estos negativos de fotografía. De entre las muchas auto-inmolaciones que en su vertiente estética la Modernidad –más que ese grito compulsivo sin tiempo ni memoria que es la Vanguardia- se ha infligido a sí misma con el ánimo tan inteligente como productivo de “desparecer en la Presencia”, no es menos esencial aquella que circunscribe la realidad de sus conquistas artísticas a una continua y circular puesta a prueba de los dispositivos de la percepción; o expresado de manera diversa e igual enunciado: la eterna renovación sistemática de lo que podríamos llamar “los derechos naturales de la mirada” a un perpetuo entusiasmo y renovación. La mirada exige un territorio reproductor de acontecimientos. Una visualidad, en definitiva, que gracias a la virginidad de su “a priori”, prepara el terreno para que la Modernidad siga vigente a través de sus múltiples estrategias de supervivencia. Una de esas estrategias, y no la menos baladí, indudablemente, sería la capacidad renovada el asombro ante lo que sin ser “nuevo” (porque no puede serlo) se nos parezca ante nuestra mirada como tal.
Estrategias que en esta exposición Juan Carlos Robles lleva a un límite de ofrenda sacrificial, pues consciente del (aparente) aburrido hermetismo de la propuesta en realidad nos está hablando de la ausencia de consistencia ontológica, tal como Buci-Gluksmann tensiona el discurso entero de la fotografía (y no únicamente): “pues en ella el mundo oscila entre la apariencia y la aparición, entre el goce y la muerte, entre el sueño y la realidad, en una autoexposición de sí y de las formas” (4).
Inteligente y divertida idea de Jeff Wall: “Un buen artista representa al criminal con la misma empatía que a la víctima” (5). La primera pieza que vemos al entrar en la galería, girando nuestra mirada a la derecha, es un triste cajón de madera que contiene un vaciado de escayola de la cabeza del artista cubierta con sucio pigmento terroso: "El artista como criminal y víctima de sí mismo". La pieza no representa ninguna aparición o espectro, es de un materialismo angustioso y desolador, que niega y hace más entendible los negativos de fotografía que ya hemos analizado. Pero lo que esta obra sí afirma, con insistencia y crueldad, es la imagen poética con que iniciábamos este texto: Lo oculto es lo que nos completa.
Notas
1 En la Galería Oliva Arauna.
2 Gilles Deleuze, Conversaciones, Edit. Pre-Textos, Valencia, febrero 1995.
3 Texto del artista, aportado por la galería y escrito para la ocasión.
4 Citado en Regis Durand, El tiempo de la Imagen, Ediciones Universidad de Salamanca, diciembre de 1998.
5 Jeff Wall, Ensayos y entrevistas, Centro de Arte de Salamanca, julio 2003.
2 Gilles Deleuze, Conversaciones, Edit. Pre-Textos, Valencia, febrero 1995.
3 Texto del artista, aportado por la galería y escrito para la ocasión.
4 Citado en Regis Durand, El tiempo de la Imagen, Ediciones Universidad de Salamanca, diciembre de 1998.
5 Jeff Wall, Ensayos y entrevistas, Centro de Arte de Salamanca, julio 2003.
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