domingo, 30 de octubre de 2016
Una fenomenología del neoliberalismo Eduardo Abaroa
Sobre La tiranía del sentido común de Irmgard Emmelhainz
Mucha gente cree que no se escribe suficiente crítica de arte en México. Llama la atención que al auge de la producción y el mercado del arte mexicano desde el año dos mil, no parece haberle correspondido una producción crítica equivalente. Los textos de arte con frecuencia son elaborados por los curadores, por historiadores académicos o por los mismos artistas, quienes a menudo ponen sus ideas al servicio de algún grupo específico, dando por sentado que toda generación artística requiere de voceros. A pesar de cientos de textos de catálogo y artículos en revistas, son todavía pocos los libros relevantes exclusivamente dedicados a la crítica de arte. No obstante, tras una inspección más cuidadosa es posible verificar que hay una producción crítica que quedó fuera del radar por diferentes razones. Durante el auge del blog los medios institucionales fueron analizados por algunos escritores bastante independientes, pero simplemente no encontraron la atención que merecían. El Comité Invisible Jaltenco surgió como un ente anónimo que desde febrero 2010 afinó su puntería contra los héroes más visibles del contexto artístico mexicano en plena escalada. Más adelante trascendió que Irmgard Emmelhainz era la autora de esos textos extensísimos cuya militancia explosiva parecía empeñada en denunciar la disidencia diplomática, y cuidadosa de los curadores oficiales. Su voz, siempre incómoda e independiente, se escucha fuerte porque proviene de un lugar distinto al que pertenecen muchos de los participantes más visibles del sector artístico de la ciudad de México, tan obsesionados por insertarse en un contexto competitivo y establecer narrativas culturales legendarias a partir de sus propios logros.
En los primeros escritos del Comité Invisible Jaltenco fue evidente la intención de denunciar el contexto artístico local, desmenuzando los compromisos que el arte “neoconservador” establece con el mercado o los gobiernos. Si bien esta indagación comenzó como un estudio del arte, ahora el enfoque se ha trasladado a investigar su contexto. El libro que nos ocupa, La tiranía del sentido común, es una amalgama de reflexiones en torno a la situación de México, entendiéndolo como un “laboratorio” de las estrategias neoliberales que se han extendido paulatinamente por muchas partes del mundo. El texto acierta en congelar esos procesos históricos que hoy conforman la condición mexicana, como un pedazo de ámbar en el que se ven insectos, fragmentos de hojas, polvo, elementos inconexos que súbitamente integran una armonía extraña. La descripción llega a ser apabullante en algunas secciones, haciendo un eco del bombardeo de información catastrófica que desde hace ya unos diez años resulta ineludible en el país. Probablemente no hay otra manera de transmitir la indignación, el terror, la euforia, el sinsentido y la apatía que parecen definir esta época. Es conveniente saber que la autora elaboró el texto durante un período de discusión con sus estudiantes. Quizá por esto algunos de los capítulos —por ejemplo, el primero, en el que encontramos una narración muy clara del avance del programa neoliberal— funcionan como un recuento conciso de algunos de los sucesos más relevantes en la historia reciente. El libro es una buena introducción a conceptos clave como biopoder, feminismo, necropolítica que hoy se discuten ampliamente en varios rubros incluyendo el arte. Pero éste no es su único o su mayor valor. Durante la lectura del texto me volvía la idea de que la motivación principal de la autora era crear un mapa mental que quizá serviría como punto de partida a nuevas investigaciones. Más que un ensayo de teoría o historia, este es un intento por registrar la experiencia de vivir esta época del desastre mexicano, explicando cómo los medios masivos y las instituciones configuran, ofuscan y distorsionan la percepción de los procesos reales del poder político, la producción económica, incluso del cuerpo humano. Desde luego encontramos ciertas posiciones críticas, algunas influencias que los lectores habituales de Emmelhainz reconocerán fácilmente. Pero hay desfases y lagunas en los diferentes argumentos, es un ensayo visceral. Aunque el tema del sentido común está desarrollado con disciplina y a pesar de una distancia explícita respecto de las estrategias posmodernas, las citas a Baudrillard, Žižek, Weil, Berardi, Steyerl, González Rodríguez, Rosler o Harvey, se aplican según el caso y a pesar de sus divergencias, el uso del pensamiento de otros es pragmático. La ambición es aventurada y, como la misma autora presume, indisciplinaria.
Los medios y la infosfera, para usar un término de Franco Berardi, están interconectados con la producción misma del deseo. No hablamos simplemente de un proceso hegemónico al que podemos resistirnos partiendo de una posición distante y segura. Para Emmelhainz el neoliberalismo
«…es una forma de aprehender al mundo y generar conocimiento sobre de él, en la que impera el pragmatismo para tomar decisiones enfocándose en los resultados y maximizando los beneficios económicos individuales. Es decir, no planteo aquí al neoliberalismo como ideología en el sentido clásico: como un conjunto de ideas que participan en la reproducción del orden preestablecido y que contribuyen a mantener las relaciones de dominación y explotación. Entiendo al neoliberalismo como la producción de sentido común basado en la racionalidad del interés propio y el deseo, y que no sólo mantiene sino que causa que las relaciones de poder (una red de control) proliferen.»
Lo más difícil de enfrentar al régimen será que al ser un proceso de dirección y administración masiva de las funciones biológicas de toda la población, se ha convertido en parte integral de nuestra psique,
«El capitalismo neoliberal está intrínsecamente enraizado en la vida, en la sensibilidad y en la distribución de lo sensible.»[2]
Enfrentar al neoliberalismo equivale a atacar una parte importante de uno mismo, es, en suma, cuestionar nuestra propia identidad nacional, individual, sexual… También significa, inevitablemente preguntarse por el proceso de construcción de una colectividad. Por ello, los análisis, a veces, obsesivos de la hegemonía de la élite empresarial, la crisis del estado de derecho y el auge del crimen organizado, es decir los eventos específicamente políticos, se combinan con asuntos que en un primer momento pueden parecer desconectados. Es indispensable analizar los programas de televisión, la hipertrofia del mercado, los movimientos de los pueblos originarios de México, los programas altruistas del sector empresarial e incluso los juguetes, porque todo esto brinda claves para eludir las soluciones simplistas e ineficaces que son en gran medida impuestas por una serie de procesos de sobrecodificación. Sumándose a la tradición crítica de Benjamin, Barthes o Sontag, Emmelhainz trasciende las islas culturales a las que estamos acostumbrados en algunas regiones, ubicando su función, a veces paradójica dentro del esquema neoliberal. Un ensayo como éste, en el que la obra de algún renombrado artista contemporáneo es susceptible de ser analizada al mismo nivel que el parque de diversiones Kidzania, donde se enseña a los niños a ser consumidores, es necesario en un tiempo en que las barreras disciplinarias están casi completamente derribadas, donde el arte y la teoría crítica se miran en el espejo de los medios masivos y viceversa. Urge esta reflexión en un país que vive una profunda crisis no sólo política sino cultural.
La versatilidad del libro es un punto a favor y también un obstáculo para abarcar todas sus vetas en este espacio. Me concentraré solamente en algunos segmentos. Mi primera elección, naturalmente, es el capítulo dedicado al arte contemporáneo, en el que quizá tengo mayor competencia. La posición de Emmelhainz es un eco de los tiempos del Comité. Hay un fuerte cuestionamiento al arte que se presenta a sí mismo como político tanto en el ámbito global como en el regional. El principal argumento es la defensa de un arte autónomo, opuesto a un arte “útil”, que a pesar de su insistencia en resolver problemas sociales, sirve como coartada a los objetivos propiamente neoliberales, en los que el estado de bienestar renuncia gradualmente a la labor de patrocinador y promotor de la cultura, dejándola a merced de todo el aparato cognitivo neoliberal. Es fácil darse cuenta cómo el arte politizado, participativo y comunitario ha degenerado terriblemente en una especie de paliativo bien pensante que no hace sino reproducir las estrategias publicitarias ya investigadas por iniciativas y ONG's pioneras como Greenpeace, o los departamentos de “responsabilidad social de las empresas”. Como apunta Emmelhainz
«la política sensible ha adaptado la acción política a la producción cultural y a los gustos neoliberales, a su sensibilidad humanitaria y a la despolitización general. Borrando las fronteras entre la vida cotidiana, la realidad política y la intervención creativa, este tipo de intervenciones tienden a no tener un programa político. Algunas veces están impregnadas de pasiones tristes (cinismo, impotencia, melancolía) y se quedan cortos al expresar o transmitir la solidaridad.»[3]
Pero habría que hilar más fino. Aunque el argumento se sostiene, suena algo injusto descalificar del mismo modo a todos los proyectos que podrían caber en esta descripción. El grupo danés Superflex, como mostró Christian Viveros-Faune en el SITAC pasado, ha tratado de canalizar los recursos económicos del mercado del arte a la causa palestina recibiendo el dinero de los coleccionistas para donar una mesa de operaciones para un hospital en esa región. De este modo buscan un espacio de visibilidad y reflexión crítica. Otros artistas son mucho menos pudorosos, o exhiben menos malicia en su colaboración con las estrategias comerciales y gubernamentales como Pedro Reyes, quien aboga por la colaboración activa en los programas sociales del gobierno de la ciudad de México. Creo que incluso la obra de artistas ya muy cuestionados en este sentido tienen experimentos interesantes a pesar de sus complacencias. Me pareció muy sorprendente el proyecto de Ai Weiwei en torno al terremoto de la región de Seichuan en 2008, que le valió su famoso encarcelamiento.[4] La investigación organizada por el artista encontró que muchos de los edificios se derrumbaron por negligencia técnica y la utilización inaduecuada de materiales de menor costo. Una de las obras del artista fue simplemente una lista de los casi cinco mil niños muertos en varias escuelas involucradas y en una exposición retrospectiva, el documental de este proceso acompañaba una instalación de varillas recuperadas del terremoto, que fueron enderezadas, hasta quedar perfectas, por un taller provisional organizado ex-profeso. El asunto se conoció a nivel mundial y tiene un tinte político conveniente a Occidente, que a su vez simula una denuncia de la corrupción en China. Pero a pesar de ello, el esfuerzo del artista chino hizo visible esta tensión. La obra documenta todo un abismo en el que confluyen varias relaciones geopolíticas de manera extraordinaria, haciendo visibles ambas caras del sistema económico actual, el supuestamente democrático y el supuestamente comunista. Más adelante el mismo artista arruinó toda su credibilidad con una serie de obras inaceptables, como aquella en que se presenta tirado en la playa, imitando la fotografía de un niño sirio ahogado en las costas europeas.
En el caso de Tania Bruguera, quien acuñó la frase “arte útil”, no cabe duda del potencial incendiario y valiente de las obras. Lo que estorba casi siempre en la actitud de ambos “artivistas” es su protagonismo mesiánico. Es innegable que a pesar de las buenas intenciones uno se pregunta como Emmelhainz, si esta actitud simplemente escenifica y aborta la disidencia, pero algo se pierde en su generalización. No creo que deba pasarse por alto que en muchas ciudades hay grupos de artistas o similares que se relacionan sólo ocasionalmente con los canales de difusión oficiales de arte y que tienen como motivación principal generar nuevas ideas de interacción creativa y social, su distancia con el aparato de difusión artística oficial es mayor y a veces alimentan ideales anarquistas o de otra índole anti-globalizadora. Helena Producciones en Cali, Torolab en Tijuana, los Iconoclasistas en Buenos Aires o Cráter Invertido y Calpulli Tecalco en México D.F. son ejemplos que vale la pena conocer y analizar porque en efecto han hecho a un lado el protagonismo del artista en favor de una actividad grupal. Pero es verdad que no gozan de tanta visibilidad y su alcance transformador es generalmente local y esporádico.
Un problema que encuentro en este ensayo y en otros que han analizado el sistema del arte contemporáneo en México es que casi no toman en cuenta muchos procesos que quedan fuera del mercado: escuelas, grupos independientes, espacios alternativos precarios, etc. Se da un énfasis retórico al comercio con el arte que paraliza el pensamiento acerca de lo que está fuera de él.
Dado el matiz conformista y superficial que han tomado últimamente la mayoría de los proyectos más famosos del arte útil, hay que admitir que a grandes rasgos la denuncia es válida. Queda por resolver la alternativa que propone la autora, quien alude a la tradición de un trabajo estético realista materialista evocando a artistas pertenecientes a diferentes épocas y lugares, Jean Luc Godard, Allan Sekula, Ursula Biemann, Harun Faroki etc. que ella considera arte autónomo. Ciertamente tanto estos artistas como el “arte útil” aquí denunciado difiere del utilitarismo o el productivismo vanguardistas, que pertenecieron a una realidad bien distinta. Pero me parece algo ingenuo optar sólo por una de las antípodas en estas discusiones binarias, dada la inabarcable expansión disciplinaria que hemos atestiguado en las manifestaciones artísticas y la variedad de matices que presentan. La validez de las obras tendrá que revisarse caso por caso. Hay un sorprendente párrafo de Emmelhainz en el que encontramos la prescripción del arte contemporáneo ideal. La propuesta es, siguiendo a Adorno, defender la autonomía del arte, rechazar el impulso de cambiar la realidad, y aquello que no sea dictado por la regla intrínseca a las obras, una forma de arte “no-democrática” y finalmente el rechazo total al sistema de galerías y museos, al “artworld”. Esto nos deja con la duda de cuáles serían las condiciones de posibilidad de este arte, ¿qué convención visual o qué medio de exhibición, difusión, materialización adoptaría?, ¿quién puede o debe verlo? ¿Qué novedosa economía las haría viables? ¿Las obras de arte pueden ser independientes de una institución que las albergue u ocuparían uno de esos espacios alternativos que también forman parte de esta desprestigiada coreografía de legitimación?, ¿y por qué tiene que haber sólo una ruta?
Desde el siglo XIX se gesta la mistificación de lo marginal, de lo inactual, tuvimos a Van Gogh, Nietzsche, Artaud. Hoy sentimos nostalgia de esos abismos existenciales. Emmelhainz intenta eximir al arte de la angustia que provoca la superficie banal, comercial e inabarcable de la comunicación masiva concibiendo un arte no comunicativo. Me pregunto si investigar este territorio de lo real quedaría entonces como prerrogativa exclusiva de la crítica, como si fuera una perspectiva virgen, un lugar impoluto por los intereses mundanos… Como si la crisis cognitiva actual, el conflicto de interés y la simulación no trastocaran además del arte a todas las disciplinas, las ciencias, las academias, las industrias culturales, las religiones, etc. También llama la atención que algo de este análisis parte de algunas referencias hegemónicas bastante comunes. Adorno y Benjamin han sido por décadas el pan de todos los días del grupo alrededor de October. Emmelhainz parece no tener problemas para aceptar los planteamientos de Anton Vidokle o Hito Steyerl, artistas altamente politizados y relacionados al portal e-flux, que empezó como una lista de correos para comunicar los eventos artísticos a nivel global y es un factor tremendamente influyente en la corriente principal del arte contemporáneo. ¿Por qué la labor crítica de los editores de e-flux, que me parece admirable, no queda eclipsada, en el esquema propuesto, por su indispensable papel en la economía del arte? Es atractivo el planteamiento de este arte autónomo. Me parece un lugar cómodo y estoico desde donde trabajar, pero sería más eficaz el argumento si encontráramos en el libro un ejemplo de la subsistencia artística en este espacio enrarecido. Esperamos una noción más acabada y estimulante de estas ideas, que ahora tienen el gran mérito de ir a contra-corriente.
El quinto capítulo del ensayo es un recuento minucioso de los movimientos de la sociedad civil y de luchas sociales en México. Si antes la autora demostró que el arte en su versión neoliberal no puede generar un cambio político significativo, sino sólo simularlo y hasta sabotearlo, aquí se describen algunos fracasos de los artistas e intelectuales mexicanos al intentar algún tipo de acción colectiva más allá de sus proyectos artísticos. Pero lo más importante es lo que pasa en otros sectores de la sociedad civil. “El grupo de los cien”, el “Movimiento por la paz y dignidad”, el “Yo soy 132” y muchos otros ejemplos recientes de organización social son evaluados con cierto detalle. La autora encuentra que su efectividad es limitada, dado que muchos de ellos reducen la política a la optimización de la democracia electoral. Su actividad frecuentemente no va más allá de estar bien informado, comunicarse y enviar mensajes.
Emmelhainz ubica una posible salida de nuestro enigma en un sector que por décadas había sido ignorado por la alta cultura y por la izquierda institucional, pero que hoy tiene una relevancia renovada. Para ella, como para varios autores mexicanos en la actualidad, las acciones políticas de los pueblos originarios en toda la nación se han convertido en luces esperanzadoras que interrumpen la oscuridad del desastre político y social:
«…los esfuerzos de organización autónoma que representan las autodefensas y policías comunitarias que han tomado en sus manos la seguridad de sus comunidades, o los pueblos defendiendo sus tierras y cultura, son un ejemplo a seguir en su rechazo a los partidos que trabajan para los intereses neoliberales del Estado. Estas luchas indican la posibilidad de una nueva situación en la historia de la política…»[5]
A pesar de contener «la posibilidad de que el sistema diera un cambio radical para colapsar al actual sistema neoliberal», dicha resistencia ha surgido de «sujetos políticos rudimentarios». Pero en ella se vislumbra la posibilidad de nuevos sujetos capaces de una acción política verdadera y de crear en un futuro «un programa político y solidario creando sitios de autonomía» y «formas radicales de ciudadanía que abarquen a todos».
Aquí también hay un buen compendio de dichos esfuerzos comunitarios, entre ellos los más famosos en Chiapas y Michoacán. El diagnóstico es definitivo, la respuesta al estado de dominación imperante ha de rechazar el capitalismo, minar la legitimidad de los gobernantes y denunciar su contubernio con las élites. Lo que se requiere no es un mejor sistema de información que promueva, como en el caso de las redes sociales, una protesta fácil e inconsecuente, sino la conformación de una narrativa colectiva con la fuerza suficiente para generar un cambio radical. Lo que ha acontecido desde la publicación del libro quizá dará un giro nuevo esta percepción. A mediados de este octubre el Congreso Nacional Indígena y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, habitualmente desconfiados de la política electoral, convocaron a votar por una mujer indígena presentando otra disyuntiva bien complicada.
Estos ejemplos de análisis militante no deben dar la idea de que estamos simplemente ante otro libro de política. La tiranía del sentido común alcanza algunos de sus mejores momentos cuando la autora describe sus propias experiencias. El último capítulo está dedicado a la colonización neoliberal del cuerpo femenino. En él encontramos un recuento de las diferentes olas del feminismo y sus correspondientes batallas seguido de algunas anécdotas sobre el nacimiento de la hija de la autora, casi una epopeya de su rechazo a la «medicalización del embarazo» donde «el cuerpo femenino se considera inadecuado para realizar el trabajo de parto e insuficiente para nutrir al bebé». La búsqueda por un mejor método de parto empieza con la contemplación de una figurilla de la diosa prehispánica Tlazoltéotlpariendo en cuclillas y de allí en adelante nos enteramos de las peripecias de la mujer embarazada, con su pareja, con el doctor y los parientes en combinación con una discusión de la historia de la obstetricia y datos acerca de las condiciones en las que las mujeres paren a sus hijos atrapadas en un sistema médico donde la comodidad del médico es más importante que la de la madre y donde todos los procesos están diseñados primordialmente para la optimización económica. Esta es una excelente perspectiva desde la cual postular la existencia del heteropatriarcado neoliberal, dentro del cual, siguiendo a Amaia Pérez Orozco, incluso algunas versiones de la liberación femenina se han convertido en una nueva forma de conformismo. Como demuestra Emmelhainz elocuentemente, la construcción del género es hoy un elemento esencial de la sociedad coercitiva, que tiene que atacarse frontalmente por medio de la solidaridad y la conformación de nuevas subjetividades.
En México hay mucho camino por recorrer para erradicar la discriminación de todo tipo. La tiranía del sentido común es de esas obras que están concebidas para producir un cambio en las consciencias y cuestionar el progresivo estado de deterioro de las relaciones sociales. Su aparición es un buen signo de que la discusión se está abriendo poco a poco y quizá no sería aventurado incluirlo en un grupo de trabajos recientes que tratan de abarcar críticamente el predicamento del México de hoy desde diferentes perspectivas, como Campo de guerra de Sergio González Rodríguez, Mexico racista de Federico Navarrete o las diversas crónicas de Diego Osorno. Estos trabajos no sólo ayudan a describir la experiencia nacional, sino que también se preguntan por la percepción colectiva de nuestra historia, nuestra realidad elusiva y nuestra propia falibilidad a la hora de aprehender lo que sucede. Sería muy deseable que muchas de estas ideas formaran parte de algún programa de acción política del futuro. El enfoque de Irmgard Emmelhainz me parece imprescindible, aguerrido y propositivo. A partir de la aplastante descripción del sistema que nos aqueja, inaugura una serie de preguntas sobre la difícil situación del arte actual y abre la reflexión acerca de algunos de los principales retos del pensamiento radical en nuestra época.
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[1] Emmelhainz, p. 40
[2] Emmelhainz, p. 20
[3] Emmelhainz p. 128
[4] Jian Xu Blogging for Truth: AI Weiwei´s Citizen Investigation Project on China´s 2008 Sichuan Earthquake, Civic Media Project, http://civicmediaproject.org/works/civic-media-project/bloggingfortruthaiweiweiscitizeninvestigation
[5] Ibid p. 221
jueves, 27 de octubre de 2016
Mira Nakashima: There are No Shortcuts to Making Great Work
For 20 years, Mira Nakashima singularly focused on mastering the craft of woodworking alongside her father, her perfectionist teacher. After finally taking over the family’s studio, she looks back and answers the question: Was the sacrifice worth it?
By Matt McCue Images from the Nakashima Foundation for Peace
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Before her father George passed away in 1990, Mira Nakashima, “only 74,” spent 20 years as his apprentice at their family’s Nakashima woodworking studios in New Hope, Pennsylvania. The training was of the Stotan variety: Her father spoke little to her, expected her to learn by doing, demanded long hours, and was more apt to point out her mistakes than to offer praise. The idea of reaching perfection was borderline mythical, a bull’s-eye that one aimed at but could never quite hit. Now Mira says that, after 47 years, including the last 26 as the Nakashima studio master, she’s finally beginning to hit her stride.
She works six days a week, sometimes seven, a fatigue-inducing standard driven into her by George, who worked almost every day of his career until he had a stroke and eventually died at age 85. Observing Mira’s dedication can make one wonder: What is truly required to master one’s craft? And, bracingly, is it worth the trouble?
While George’s teaching style might be seen as dangerously tough, the approach allowed him to become one of America’s master furniture craftsmen, despite some serious hardships. A graduate of Massachusetts Institute of Technology, he lived in Seattle with his wife, Marion, and Mira until 1942, when they were forced to move to an internment camp in the Idaho desert. “In camp, he and a Japanese carpenter were given the job of trying to make our living quarters more livable, and they had to use whatever materials were lying around: leftover construction lumber, packing boxes, crates,” says Mira, a newborn at the time.
After the family left the camp in 1943, they made their way to New Hope, where the architect Antonin Raymond — who sponsored the family to get them out of the camp — owned some land. “Dad was not allowed to do architecture with Mr. Raymond, but he was employed as a chicken farmer and was allowed to make furniture in the milk house,” says Mira. “He didn’t have money, so he went to the lumberyard and scrounged for leftovers.” Using discarded pieces as his canvas, George began to celebrate the imperfections found in wood, like the cracks and knotholes. Rather than smooth them out, he left the imperfections in, and that became his signature style in his tables, chairs, and other pieces of furniture.
When George found a three-acre property nearby, he negotiated a work-for-land deal with the owner. “We lived in a tent while Dad built our home,” says Mira. Today Mira works on the same wooded acreage, which consists of 14 buildings, from that first home George built to the design and construction studios. Ever since her father passed away, Mira has managed the entire woodworking operation, overseeing the handful of craftsmen and ushering in the next chapters of her family’s business.
Here, Mira opens up about what it was like to learn the craft from her father, the importance of toiling away for years without feeling the need to be applauded for your output, and why she hasn’t handed the family business over to her children.
What is more important for an artist to do, respect the tradition before them or develop their own style? Why?
Keeping in mind that art is not a product of the ego but a result of being open to divine inspiration, one usually builds on what one has learned in the past that works well and resonates from within. In Western culture, following a tradition is not a respected path, but in most Eastern traditions it is the only way to go. I remember a conversation I had with a Japanese colleague after my father died and I wasn’t sure what to do next, and he told me that in Japan, there are three ways of carrying on a tradition: One, the path of the tea ceremony, in which one spends years trying to learn what the master knows, following exactly what he does until it becomes second nature and you are also ready to teach the tradition. Two, the path of the kabuki actor, in which the inheritor of a name may not necessarily be a family member, but has similar talents, and may assume a role completely different from that of his predecessor. Three, the path of ikebana (flower arrangement), in which one is expected to learn everything from the master but is also expected to create some “branch” of the tradition based on the original “trunk” before he/she is also recognized as a master. My friend thought that the third path was probably the one I should follow.
Art is not a product of the ego but a result of being open to divine inspiration.
How have you created your own style in the shadow of your father’s tradition and legacy?
It is perhaps odd, but I feel that my father is still here guiding and inspiring those of us who work here, and whenever there are questions, we stop and ask ourselves, What would George do? Respecting and incorporating the previously tried-and-true methods, designs, proportions, materials and techniques gives us the confidence to stretch a bit beyond the realm of what was previously done, without violating it.
What piqued your initial interest in woodworking?
I didn’t decide I would make woodworking a career — it was decided for me. When I was in high school, one of my English teachers had us write an essay about what we wanted to be when we grew up. I liked music and languages, but my mother said, “You want to be an interior designer,” and she practically wrote my essay for me. It was the only “A” I ever got in English. Then when I got to Harvard I had to decide on a major, and I thought I would go into linguistics. But my dad said, “No, you’re going into architecture.” And I thought, Okay, I guess I can do that. I went into architectural science, which really wasn’t a hard course at Harvard.
What led you to Tokyo afterwards to study for a master’s degree at Waseda University?
My dad had two friends who were teaching architecture in Japan, and he decided that I should study with one of them. I chose Waseda University because it would let me write my exam papers in English. And the school would give me a real degree, where the national university would only take me on as a special student, because I couldn’t read or write in Japanese. I could hardly understand the lectures at Waseda, and I was really glad that my friends helped me translate everything after class.
Was it expected that you would return home and work for the family business after college?
Well, at the beginning, Dad kind of lured me home, because he said he bought this property near his studio and he was going to build me a house. I wasn’t sure I wanted to come home; I liked being by myself and doing what I wanted to do. But he also offered me a part-time job working for the company, which drove my mother crazy, because my parents were very strict about work times. You were supposed to punch in at 7:30 a.m., leave for an hour at lunchtime and then come back and work until 4:30 p.m. My hours were all over the place, since I had three little kids, eventually four. Mostly, I was Mother’s helper at the beginning.
My job description was doing anything that no one else would do. Dad let me work in the shop on the small pieces, which was fun. I learned what to do by doing it and getting corrected.
My father is still here guiding and inspiring those of us who work here, and whenever there are questions, we stop and ask ourselves, What would George do?
What should someone taking an apprenticeship look to get from it?
If you are a creative person, I think there needs to be a certain amount of discipline and rote learning. In Europe and the far East, there is the master and apprentice system, where the apprentice just does what he is told. And he is fired if he doesn’t do that. You need to learn the structure of your craft from your master, and that takes a long time, and a lot of patience.
How did all of the firing make for conversation at the family table?
My mother was pretty conscientious about where she sat us. And, as soon as dinner was over she’d start cleaning the dishes and it was time to leave. There wasn’t much conversation. Dad was a Zen master. You learned by doing and not by talking. This comes from the Japanese heritage, whether I want to admit it or not. When I was in Japan, I got extreme exposure to how the loyalty system works, how the work ethic works, and how the common goal is much more important than the personal goal.
Despite your father being a man of few words, did he have any kind of mannerism that he used to tell you when he was proud of what you had designed?
When when I was very little he would boast about me to other people and it was almost embarrassing. He’d tell them I could speak five languages, when I could say “good night” in five languages. He would boast about me until I disobeyed him, then I was in the doghouse for quite a while. When I got older he didn’t brag about me at all. I don’t ever remember being praised for being successful while I was working for him. It wasn’t something I desired. One thing that he always talked about, sometimes to me, but often to the men in the shop, is that the trouble with the Western world is that it’s based on the ego, and you have to get rid of the ego. The ego is too big. Get over it. That was my lesson.
Once your father died, customers quickly canceled orders because they didn’t think there was anyone at Nakashima designing pieces, like you had been doing for 20 years. How did you market yourself to let them know that you, and a dozen other people working there, could adeptly produce what they wanted?
I didn’t have a clue what marketing was when Dad passed. But the Michener Art Museum decided they wanted to do a memorial on my dad and they had this reading room in this new museum they were building and the director decided that it would be nice to create a little Nakashima memorial room. He asked me to design it and furnish it. During this process, I commiserated with the museum PR person that I didn’t know if our company would be able to keep going, and she said she would do something about it. She got me so much publicity about that little room, which was embarrassing, because a whole new museum was being built. Gradually, we started to come back to life.
Did you ever consider shutting the business? Why or why not?
When Dad died I didn’t know if the business would be able to continue or if I wanted to continue it, But I looked at the woodpile that my dad had accumulated over the years, and I realized I couldn’t stop. I had to do something with that pile of wood. It was sitting there asking to be made into something.
How have you approached your children getting in the family business?
I do have four children and seven grandchildren. When my children were growing up, I didn’t want to push them one way or another. Two of them went into medicine and they’re doing extremely well. They have started their families and have moved to the West Coast, and I certainly don’t want them to give up their careers to run a furniture business. My daughter did study architecture, the only one of my children who studied architecture, so she is qualified, but she married one of her classmates at McGill University [in Montreal], and decided she wanted to live in Canada for the rest of her life. She is not coming home anytime soon.
I have one son who is in the area and desperately does want to work here, but he just does not have the background or sensibility of knowing what it is we do and respecting the traditions from the past and having an eye and capability for design — he never studied design or architecture. He never even studied art. He did go to business school, so that is where his perspective is. In my mind, if you think about the money first rather than the art first, the art will fall on its face. We have parted ways for the time being. It is a big disappointment. I was hoping he would be able to catch on and learn, though I haven’t totally given up hope.
Each piece of wood is different from the next one — sometimes it takes an hour to shave a piece, sometimes it takes 15 minutes.
You display the Japanese work ethic of focusing on mastering a single task over a period of years, while living in an American culture that prizes efficiency. To what degree do you feel tension between the two cultures?
That tension was felt most acutely when my son was working for us. He wanted to do everything faster and more, and we’re not set up to do it that way. That isn’t how we have gotten where we’ve gotten. Each piece of wood is different from the next one — sometimes it takes an hour to shave a piece, sometimes it takes 15 minutes. Dad always said there was one perfect piece of wood for every purpose, and we do our best to find that one piece of wood.
Is retirement a consideration?
Yeah, I’ve thought about it, but it never happens. A few years ago I thought I would retire slowly. I would cut down my six-day week to a five-day week, and then the next year I could cut down to four days, then eventually I would be able to retire.
You work six days a week?
I try not to, but sometimes it is seven days a week.
Why put in so many hours?
There are all kinds of things that still need to get done
miércoles, 26 de octubre de 2016
martes, 25 de octubre de 2016
A Street Artist Spotlights the Inhumane Treatment of Migrants in Malta
For many Europeans, the tiny island nation of Malta is a sun-drenched tourist destination. But for the 5,000 undocumented immigrants currently stuck in Malta’s detention centers, it’s more like a Mediterranean Alcatraz. The country has barbaric immigration policies: Those who arrive without documents are incarcerated in crowded detention centers, where they wait for political asylum for up to 18 months. Some immigrants hoping to reach mainland Europe wind up waiting in Malta, an archipelago between Libya and Sicily, for as long as 10 years.
The Italian street artist Biancoshock first learned of this dire migrant crisis in 2014, when he gave a talk at Malta University. “The citizens do not speak of this hidden problem,” Biancoschock tells Hyperallergic. The crisis is easy for residents to ignore, because the detention camps are far from the cities. “I was speechless: an island that for some is a heavenly holiday destination is for others hell, a prison,” the artist says. To draw attention to the situation, he created Identity Malta, a series of art interventions near the detention camps and on city streets.
“Identity Malta is a series of small actions, interventions, and performances that reflect on migrant identity,” Biancoshock says. Migrants in Malta are not identified by their given names; instead, they’re given numbers, which they depend on to survive. “No number, no food, no medical care, no five euro weekly stipend,” Biancoshock says. “My motivation was to try to relate the experiences of these invisible people who no longer have an identity.”
The most notorious detention camp is located in Ħal Far — Maltese for “Rat’s Mouth” — an industrial city in a desert landscape. “There’s only the sun, high temperatures, and some factories,” Biancoshock says. To create Identity Malta, the artist visited Ħal Far’s fenced-in militarized zone, with rows of prefab, temporary housing units that house up to 20 immigrants each. The conditions in such camps are so inhumane that, since 2010, Doctors Without Borders refused to work behind the fences of Maltese asylum centers. Refugees lack food, basic healthcare, and hygiene; there are bed shortages and broken glass everywhere.
One of Biancoshock’s interventions is “Refugee Trap,” which features a European passport leaning on a mousetrap in front of one of the camp’s entrances. The passport is an “object that people with citizenship take as their fundamental right,” he says. For those without passports, “it could represent a lure or a trap set to catch all those treated as rats.”
Then there’s “The Holy Phone,” a converted defunct phone booth near the Ħal Far barracks. “Flowers and the candles transform the booth into a sanctuary,” Biancoshock writes. “Now the phone becomes a kind of votive figure, like the Virgin Mary, an object of worship, which in times before someone could use to make contact with the afterlife, or, in this case, with their family and friends back home.”
Ħal Far is home not just to the immigrant detention center, but also to the local factories of several multinational companies — including Playmobil, the children’s toy manufacturer. Less than a mile from the Ħal Far Immigration Reception Center, Playmobil runs a public amusement park for children. To highlight the dissonant irony of this juxtaposition, Biancoshock altered the signage in front of the Playmobil amusement park, in sight of the rows of temporary housing modules, directing would-be Playmobil visitors toward the camps instead.
“This small sign makes a big statement in terms of the Playmobil concept: consider the migrants as human Playmobils, as the puppets of the powerful and their bureaucracies,” Biancoshock writes. “Envisage the camp as a playground where those outside the fence can observe those behind the fence.”
Another of the Italian artist’s interventions, “First and Second Class,” consists of a pair of “welcome” signs installed on a street corner in the Maltese capital of Valletta, intended to highlight the special treatment given to wealthy migrants. A passport costs € 650 (~$707) in Malta, meaning that “there is a relatively wealthy, first-class migrant group, who tend to find a safe haven in Valletta, and then there are the others who land on the island via traffickers on boats,” Biancoshock writes. “The latter are sent to Malta’s immigration centers, where some remain for up to ten years.” One sign features handcuffs, the other includes euro symbols. “They show two versions of the Maltese state’s ‘welcome’ to migrants: it highlights how this concept of ‘welcome’ depends on both human and economic generosity.”
Identity Malta includes several other interventions and installations, which you can see on Biancoshock’s website.
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